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domingo, 2 de marzo de 2014

Ana María Moix según Jorge Herralde


Ana María Moix

Travelling para La Nena

Retrato de la escritora Ana María Moix y su entorno literario, la 'gauche divine' barcelonesa



Ana María Moix, en 1993. / MARCEL.LÍ SÀEZ
Me acuerdo vívidamente de la primera vez que vi a Ana Moix, fallecida a los 66 años el último día de febrero. Fue en la librería Técnica Extranjera, de Sigfrid Blume, a finales de los sesenta quizás, abarrotada durante la presentación de un libro (entonces sucedían tales cosas). Allí estaba mi amiga Esther Tusquets (gran editora aunque todavía no escritora publicada) con una chica muy tímida y atractiva, Ana Moix. Estuvimos hablando largo rato, Ana la que menos, y creo que nos caímos bien. Luego nos hemos visto muchas veces, aquí y allá, de forma esporádica y algo guadianesca, y he ido siguiendo su trayectoria. También por las mismas fechas conocí a su hermano Terenci, con quien tuve una relación similar.
Un curioso dúo de hermanos que se querían mucho pese a las obvias diferencias entre el megalómano, histriónico y arrolladoramente simpático Terenci y el humor soterrado (pero insistente y agudo), en low key, de Ana. También era muy distinta su consideración literaria: mientras Terenci había hecho una entrada apabullante en la literatura catalana, la jovencísima Ana tenía muchísimo prestigio como escritora en castellano entre quienes dictaban el canon de aquellos tiempos: Josep Maria Castellet (creo que fue él quien la bautizó como La Nena) y Carlos Barral: para ellos Moix significaba Ana, y Terenci era el hermano de La Nena. El amor fraterno siempre persistió y, más adelante, Ana se desvivió para conmemorar el recuerdo de su hermano con los Premios Terenci Moix.
Un flash: Ana Moix, a principios de los setenta, era la gran candidata al Premio Barral de Novela, que Carlos patrocinaba en su nueva editorial. Había un jurado de superlujo en el que, además de Barral y Castellet, estaban García Márquez y Cortázar, todos convencidos de que el premio sería para Ana Moix. Pero no contaban con la presencia de los entonces insolentes jóvenes turcos Félix de Azúa y Salvador Clotas, defensores entonces a ultranza de literaturas muy experimentales (y a menudo indigestas) que pusieron la proa al libro de Ana (demasiado “clásico”) y el premio quedó desierto. Y aquella noche fatídica, recuerdo que entré en Bocaccio y en el extremo izquierdo de la barra estaba Barral, desolado, intentando consolar tiernamente a La Nena para que superara aquel mal trago inesperado. Poco antes, Ana había destacado como poeta y era la única mujer (o chica, o nena) incluida en Nueve novísimos poetas españoles, la célebre y polémica antología de Castellet, en la que también estaban sus grandes compinches Pedro Gimferrer y Leopoldo María Panero. Y como periodista hizo una serie de significativas entrevistas con destacados miembros de la gauche divine, que luego recogió en un volumen. Entre ellos estaba Óscar Tusquets que piafaba en solitario por ser nombrado príncipe de dicha cofradía, pero tan anhelada distinción, para la que hubiera tenido pocos rivales, nunca llegó a estrenarse.
Seguí viendo a Ana con frecuencia en dos locales sociales. En la casa de Esther Tusquets, gran amiga común hasta su muerte, y en la terraza de Ricardo Muñoz Suay en su casa de Calafell, donde se reunían los fines de semana los fijos del lugar, entre ellos Carlos Barral e Yvonne, Juan Marsé y Joaquina, Ana y Rosa Sénder y otros amigos veraneantes a los que nos agregábamos con frecuencia amigos editores de Barcelona, como Mario Muchnik y Nicole, Beatriz de Moura, o Lali y yo. El máximo aliciente festivo de las veladas eran las inenarrables batallas dialécticas entre Barral y Muñoz Suay. Y las también inenarrables paellas de Nieves Muñoz Suay (otra lengua afilada, por cierto). Y en esas reuniones, de vez en cuando se escuchaba un certero comentario, un chisme iluminador (y debidamente malvado) dicho en voz tenue y como en passant por Ana, a quien todos admirábamos y queríamos y también reñíamos: “Ana, tienes que escribir más”. Ya que todo lo que escribía era excelente pero, ay, demasiado escaso. Su último libro, en 2011, el manifiesto de una ciudadana de izquierdas de toda la vida, fue un testimonio indignado ante la deriva de esta época nefasta.
En los últimos tiempos, ya enferma, habíamos coincidido en otro local social, un restaurante de la calle Enrique Granados, cerca de su casa, donde almorzaba una vez al mes con Rafael Soriano, Faustino Linares y Vicenç Lleal, tres históricos de aquella Distribuciones de Enlace, que fundamos en 1970 con tanta ilusión con Barral, Castellet, Esther, Beatriz, Comín, Altares, Fortuny... Una comida a la que nos apuntábamos cuando podíamos Lali y yo, en la que Ana parecía feliz y brillaba su entusiasmo por el placer del chisme como revelador de personas, de situaciones, de una época: la búsqueda de la verdad, el ejercicio de la inteligencia. Y también el humor, por descontado, “vacilar”, lo que Gabo llama con fruición caribeña “mamar gallo”.
No hace muchos días Lali, Faustino y yo la visitamos en la clínica en la que ya estaba ingresada, y siempre con el apoyo y la presencia de Rosa, y también a menudo con la compañía de amigas de muchos años, Colita, Maruja Torres, Anna Maio. Y fue una conversación como hubiéramos podido tenerla hace décadas en casa de Esther Tusquets, sin apenas comentarios sobre su estado de salud, sin asomo de autocompasión, sin lugares comunes ni verborrea de relleno, sino proseguir hablando de personas, de amigos pintorescos de Calafell o del gremio de la letra, tan agradecido. Con risas y sin lágrimas.
Jorge Herralde es editor.

EL PAÍS


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