Siempre espero que en el menú de entretenimiento de los aviones esté la última 'Misión imposible' porque no hubo tiempo de verla en el cine
11 de septiembre de 2018
Ella estaba al otro lado de la mesa del bar, entre el olor del café y los camareros jóvenes que llevaban una etiqueta prendida a la solapa anunciando sus nombres. Les agradecía diciendo merci, con un acento francés que era como un macarrón, y los trataba de usted: “Por favor, señor Miguel, ¿puedo pedirle otro café?”. Exhalaba un perfume que solo se consigue en casas donde las dependientas te conocen, te dicen: “Qué alegría verla, tengo algo para mostrarle”, y toman con dedos respingados, de un mueble de vidrio, algo que no es un perfume sino una obra arquitectónica, un perfume como un edificio. Hablábamos del goce supremo de los míticos y de pronto exclamó: “¡Ah!”, como quien acaba de descubrir un diamante en el plato, y me dijo: “No hay nada que me guste más que estar en éxtasis”. Le pedí que se explicara mejor. El rostro se le cubrió de una expresión de criatura del bosque, una mezcla de inocencia y curiosidad santa, y me contó de un espectáculo de marionetas que había visto, marionetas de trapo que se movían con cadencia acuática, como impulsadas por un soplo inhumano. “Salí en éxtasis”, me dijo, elevando los ojos hacia el techo como si fuera el cielo, y entendí que quería decir que había flotado. Cuando se fue, me quedé mirándola a través del vidrio. Éxtasis, me dije. ¿Cuánto hace? Mis jueves que desembocaban en domingo. Ese hombre extraño diciendo, antes de masticarme: “Hola, periodista”. Aquel sótano en el que bailaba hasta que me dolían las rodillas. Las noches como cascarones repletos de gotas de luz. Ahora soy la-señorita-viajero-frecuente tomando aviones con la esperanza de que en el menú de entretenimiento esté la última Misión imposible porque no hubo tiempo de verla en el cine. Porque nunca hay tiempo. Porque ya no hay tiempo. (Y también miento cuando digo eso. Cuando digo que soy solo eso).
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