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lunes, 1 de noviembre de 2021

Visconti leyendo a Proust

Visconti leyendo a Proust



1 de septiembre de 2003

En busca del tiempo perdido acompañó a Visconti desde 1922, desde la tarde en que descubrió a su padre, totalmente absorto, leyendo a Proust en la biblioteca familiar.
El 3 de mayo de 1973, Luchino Visconti asiste al estreno de su último montaje teatral, Sucedió ayer, de Harold Pinter. Pese al éxito de público y de crítica, mezclado con la curiosidad que provocaba el maltrecho realizador aún convaleciente de la embolia que lo fulminara un año antes, la puesta en escena tiene al santo de espaldas: el mismo día del estreno una traductora resentida protesta porque la versión utilizada no es la suya y logra suspender la temporada; como si esto no bastara, el mismísimo Pinter se presenta en el teatro Argentina de Roma algunos días después de reponerse la pieza para denunciar “los ultrajes que ha infligido Visconti a su obra, exhibiendo dos lesbianas que no cesan de acariciarse y un hombre que masturba a su mujer o, ayudado por una amiga, llena de talco sus senos desnudos”, anota Laurence Schifano en su magnífica biografía Luchino Visconti. El fuego de la pasión (Paidós). El milanés tendrá que aceptar las modificaciones exigidas por el británico.
Un año más tarde, mientras realiza la edición de Gruppo di famiglia in un interno, Luchino Visconti sabe ya que no podrá realizar uno de sus sueños más queridos: la versión cinematográfica de En busca del tiempo perdido; sus diferencias con Nicole Stephane, propietaria de los derechos, y su estado de salud así lo confirman. La novela de Marcel Proust lo acompaña desde 1922, el día que descubrió a su padre, en la biblioteca del palacete Visconti en Milán, completamente absorto en la lectura de un libro que le acababan de enviar de París; su asombro fue tal que el duque Giuseppe Visconti tiene que interrumpir la lectura de Por el camino de Swann, para explicarle a su hijo cómo sufría cada vez que le daba vuelta a una página al pensar que novela tan prodigiosa iba a terminar. Meses más tarde, a los diecisiete años, Luchino emprenderá la misma aventura con una fiebre que ya no lo soltará jamás y a la que volverá gustoso una y otra vez a lo largo de su vida: “ahí me quedé. En Proust, en Stendhal, en Balzac”. Medio siglo después declarará absolutamente convencido pertenecer a la generación de Mann, Proust y Mahler (a pesar de ser más de treinta años más joven): “El mundo que me rodeó, mundo artístico, literario, musical, es ese mundo. No es casual que me sienta ligado a él” —en 1906, cuando nace Luchino Visconti, la residencia familiar aún conserva los rasgos descritos por André Suarés en su Voyage du condottiere. “el encantador palacete Visconti di Modrone muestra su hermosa fachada a las riberas enlamadas del canal; se deja adivinar a través de las ramas de acacias como un rostro detrás de los dedos separados y el cabello suelto. ¡Grata y melancólica morada! La única de Milán donde se podía leer, dormir y amar. Parece hecha para dar asilo a amores secretos y quizá culpables. Sobre el espejo de las aguas muertas cae en picado una terraza, llena de árboles viejos, rosas y jazmines; está rodeada por un balcón esculpido, balaustrada de piedra pomposa y algo pesada pero sin embargo elegante: a través de sus huecos, el verdor y las flores animan el silencio, y su presencia apasionada es una fiesta en este miserable rincón de la ciudad. Los cupidos llevan un emblema: los cuernos de la abundancia se vacían de sus melocotones y uvas delicadamente modelados; la parra virgen y las ramas acarician cada voluta, cada orla de esta balaustrada. A través de las hojas se dibuja entre dos alas una galería con seis arcos; hay una doble fila de columnas florecida de rosas. ¡Oh, suave jardín velado, encantador retiro! Un surtidor lanza su delgado chorro al sol. El canal refleja la enramada y retiene las hojas en el agua tranquila. En Milán no hay otro refugio para el sueño, el amor y la melancolía”.
El realizador italiano llevará consigo a todos sus viajes tres libros encuadernados en cuero rojo y con interiores de papel biblia: Muerte en Venecia, de Thomas Mann, Los monederos falsos, de André Gide, y algún tomo de En busca del tiempo perdido. Sus relecturas de la novela de Proust son infinitas, y de ella discute durante treinta años con uno de sus colaboradores más cercanos, la guionista Suso Cecchi d’Amico, con quien ya había convenido hacer arrancar su versión en la elegancia aterciopelada del Grand Hotel de Balbec.


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