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domingo, 1 de noviembre de 2020

Ian Fleming / El regreso literario de 007



El regreso literario de 007

Tras los festejos del centenario de Ian Fleming, marcados por la publicación en 2008 de “La esencia del mal” de Sebastian Faulks, prosiguen las misiones literarias de 007 con “Carta blanca” (Umbriel) de Jeffery Deaver. Pese a su título, el carácter icónico del personaje y el control de los herederos de Fleming condicionan la flexibilidad de la saga en unos límites estrictos. Al mismo tiempo, el siglo XXI obviamente exige actualizaciones. Veamos cómo la última pluma de alquiler ha respondido al desafío.

ANTONIO LOZANO

La última misión del agente secreto al servicio de su majestad y adalid pop de la creencia budista en la reencarnación se abre con una dedicatoria a su creador, Ian Fleming: “Para el hombre que nos enseñó que todavía podíamos creer en héroes”. Muy avanzada la novela, en uno de los momentos clímax, que a base de amontonarse y resolverse de forma idéntica pierden su naturaleza como tales, James Bond saca pecho y exclama: “Si alguien va a hacerse el héroe, ése debo ser yo”. Este desplazamiento en la formulación del ideal encarnado por el agente (la heroicidad) del escritor al personaje sintetiza lo que ha llovido desde sus orígenes hasta hoy. En un momento en que ya nadie puede seguir creyendo en héroes, sólo el héroe conserva la fe en sí mismo, sin dejar de ser sutilmente consciente de que su rol ha perdido sentido fuera del juego autorreferencial que activa su condición de icono de la cultura de masas. En otras palabras, 007, más que nunca, no puede escapar de la introspección irónica.

Si los superhéroes pasan por el diván del psicoanalista, meditan acerca de un cambio de nacionalidad, mueren o resucitan, aquél, su primo hermano de carne y hueso, no deja de darle vueltas a la Gran Pregunta: ¿qué supone en la actualidad, en la era de la hipersofisticación tecnológica, de las almas descreídas y la desmitificación constante, del modelo 2.0 de action man representado por el Jason Borne de Robert Ludlum, ser un héroe? Sin dejar de procurar una lectura entretenida, donde destaca el rigor documentalista de Jeffery Deaver, Carta blanca es mucho más atractiva por las reflexiones que despierta acerca de la evolución del mito y las estrategias para refrescar la franquicia que por sus méritos literarios.
¿Qué toco y qué no toco?

Para empezar, todo escritor que ha heredado la criatura de Fleming –oficialmente, se entiende, otra cosa es el ámbito de los pastiches, que certificaron la magnitud de la misma, ya saben, sólo es verdaderamente grande el producto que genera sus propias parodias– ha debido enfrentarse a dos obstáculos principales, uno interno (textual) y otro externo (contextual).
El primero puede dividirse en dos partes. Por un lado, ¿cómo resultar original con unos códigos narrativos tan marcados y una personalidad del héroe tan definida? A cada paso, la tradición tira en una dirección y el mundo en otra. La táctica ha consistido, por lo general, en ir cambiando de enemigo y de gadgets, situando la trama en un escenario de reciente convulsión geopolítica, mientras que se intentaba alterar lo mínimo la configuración genética de 007. Por otro lado, el cine vino a complicar mucho el panorama de la fuente original, la escrita. Es una ley de vida que las escenas de acción en papel siempre quedan por detrás de su visualización cinematográfica. Ocurre exactamente igual que con el sexo: un revolcón valida hasta no poder más aquello de que “vale más una imagen…”. La encarnación cinematográfica del agente secreto acabó devorando a su molde literario, reservándole un papel secundario, ignorado por la mayoría.

Visto en términos de la saga Toy Story, el Bond novelístico era un juguete de trapo con una cuerda, mientras que su sosias en celuloide era eléctrico y llevaba pilas. Su enésimo regreso al libro se produce además en una coyuntura particularmente adversa, puesto que la calidad de los efectos especiales y la progresiva implantación de las tres dimensiones en las salas han convertido una película de persecuciones y tiros en una atronadora experiencia multisensorial. Es por ello que muchos pasajes “calientes” de Carta Blanca despiertan una involuntaria pero entrañable sensación de voluntarioso esfuerzo que raya en el candor infantil, como esos cortos con figuritas de Lego que recrean escenas de La Guerra de las Galaxias.

El segundo impedimento (el contextual) que encara toda pluma que alquila sus dones para perpetuar el legado del agente con licencia para matar es que se debe a los designios del inmenso negocio que supone el conglomerado Ian Fleming Publications Ltd., guardián de las esencias del personaje como dueño del copyright de las novelas. Al frente del mismo están dos sobrinas del escritor, que este periodista tuvo la oportunidad de conocer en Londres en 2008 con motivo del lanzamiento de La esencia del mal de Sebastian Faulks, título con el que se celebraba el centenario de Fleming. De su tío apenas recordaban que le gustaba jugar al tenis y los coches caros, pero no quedó ni rastro de duda sobre el sumo celo con que protegían el honor de su apellido.

El sucesor de Faulks, Jeffery Deaver, se granjeó la inmediata confianza de la pareja al mostrar su admiración y su deuda con Fleming en su discurso de aceptación del… ¡Premio Ian Fleming Steel Dagger! que concede la Crime Writer´s Association y cuya forma recuerda al cuchillo de comando que portaba el escritor cuando trabajaba en la División de Inteligencia Naval. Durante su alocución, Deaver no pudo evitar el tópico de señalar aficiones comunes con el maestro (vehículos deportivos, esquí, buceo, whisky de malta). Más cruciales para su investidura fueron los 150 países y los veinticinco idiomas por los que circulan sus best sellers, con El coleccionista de huesos a la cabeza. Sorprende que, más allá de algún comentario de pasada, no haya generado revuelo el pasaporte americano del autor. ¿Podría ser noticia que un tipo de Chicago moldeara al más famoso de los iconos culturales de Londres cuando un irlandés como Kenneth Brannagh ha pasado de encarnar al detective sueco Kurt Wallander a dirigir una película sobre el dios nórdico Thor? Los tiempos cambian, pues el tejano Raymond Benson, firmante de una docena de títulos de Bond entre 1997 y 2002, fue fustigado por no mostrar el espíritu continuista del más prolífico heredero del personaje, el ex espía inglés John Gardner, purista que entre 1981 y 1996 completó dieciséis entregas.

Tics y plan renove

Pasemos al terreno práctico. ¿Qué respuestas concretas ofrece la última peripecia literaria de 007, Carta blanca, a las contradicciones internas de la saga, resumibles en las tensiones entre tradición y modernidad?

1. Respeto al modelo: La estructura profunda de la novela resulta rabiosamente clásica. Escena de apertura de impacto: una locomotora con dirección a Budapest va a ser víctima de un atentado que derramará el producto químico letal que transporta. Tras la bendita intervención de James Bond, se descubre que el frustrado acto criminal enmascaraba un plan mucho más ambicioso, detalles del cual van saliendo poco a poco a la superficie y sorteando diversas cortinas de humo. Con el objetivo de sabotearlo, 007 va cambiando de país, eliminando a enemigos, ligando con bellas hembras y ayudándose de filigranas tecnológicas. La rectitud de la columna vertebral del mito queda garantizada con la preservación de numerosos elementos sagrados. Moneypenny sigue siendo sinónimo de secretaria fiel, el jefe supremo no abandona la inicial M y el surtidor de arsenal se conserva en manos de Q (aparecen, por ejemplo, una cámara de fotos en un inhalador para asmáticos y un sobre de fibra de carbono con cerrojo electrónico en la solapa que sólo puede abrirse con la huella del pulgar). La mayoría de mujeres lucen vestidos ceñidos y/o escotados. Los martinis se sirven agitados. Un documento queda clasificado bajo el título de “Sólo para nuestros ojos”. Las marcas de lujo mantienen el patrocinio de cada uno de los pestañeos del agente. No falta la caracterización grotesca de un villano (en esta ocasión, un necrófilo que posee unas uñas exageradamente largas y amarillas), siempre acompañado de un secuaz que, bajo su frialdad exterior, esconde a alguien mucho más peligroso (tampoco falta la escena en que Bond, bajo una identidad falsa, visita los dominios del villano en un tour que es una farsa). Desfilan una chica dulce e inocente de nombre tontorrón y un socio que traiciona. Acude a la cita una gesta sobrehumana (ascender por la cara resbaladiza de una montaña sin cuerdas ni guantes ni accesorios, pero sí con unos elegantes zapatos de piel, no sin antes haber convocado mentalmente las ¡diecisiete! reglas básicas del alpinista competente). Bond está reñido con el amor auténtico…

2. Tuneado 2011: Como apuntábamos al principio, el Bond de hoy será irónico o no será. Lo que significa que deberá reírse de su propio mito. Sin embargo, en el caso de Carta blanca al juego se le fuerzan tanto las tuercas que acaba incurriendo con frecuencia en la parodia. En un momento leemos: “Se afeitó con una pesada maquinilla de afeitar de doble hoja, cuyo mango era de cuerno de búfalo. Utilizaba aquel elegante accesorio, no porque fuera más benigno con el medio ambiente que las desechables de plástico que utilizaba la mayoría de los hombres, sino porque afeitaba mejor y exigía cierta destreza al manipularla. James Bond encontraba consuelo hasta en los retos más nimios”. Encontramos también sentencias lapidarias (“Un hombre que ha matado en combate y que ha estado a punto de morir no se acobarda ante la mirada de nadie”) e indigestiones de Sun Tzu (“El propósito de tu enemigo dictará tu respuesta”).

A Jeffery Deaver hay que reconocerle que ha hecho los deberes, imbuyéndose de conocimientos sobre munición, anatomía, caza, agencias internacionales (hay un glosario de siglas para moverse por la jungla burocrática), dialectos africanos, menús árabes, escalada, Antigua Roma, Segunda Guerra Mundial y un largo etcétera. Más discutible, quizás, sea su decisión de rebajar las cuotas de socarronería típicas del personaje (en sintonía con el Bond encarnado en el cine por Daniel Craig) a cambio de subir las de sofisticación, lo que le permite ser un enólogo repelente o de recitar un verso de Kipling justo antes de jugarse el pellejo. Su esmerado acicalamiento, recurso a prestigiosas marcas de ropa y refinados gustos decorativos, han llevado a un crítico de The Telegraph a sugerir una cierta deriva metrosexual.

El engarce de la serie con la actualidad política-económica radica en sus referencias a Al Qaeda, Guantánamo y Lehman Brothers, mientras que el negocio de tratamientos de residuos del malo y la ONG contra el hambre que dirige uno de los objetos del deseo de Bond tampoco habrían sido posibles años atrás. Una incursión en Dubai invita a sospechar de una donación de la Oficina de Turismo de la ciudad a la corporación Fleming.

En el siempre divertido apartado de los gadgets electrónicos, que puntualmente cumplen con su cometido de salvar la vida del héroe, se produce una paradoja. Por un lado, el autor se rinde a ratos al último prodigio de alta tecnología (ejemplo: “El Vibra-Micro reconstruía la conversación observada a través de ventanas o puertas transparentes leyendo las vibraciones en el cristal u otras superficies lisas cercanas. Combinaba lo que detectaba por mediación del sonido con información visual de los movimientos de los labios y las mejillas, la expresión del ojo y el lenguaje corporal”). Por otro, el principal aliado de 007 es un iPhone, tuneado hasta límites insospechados, claro está, pero no deja de ser un gesto de acercamiento a la cotidianidad del lector.

Sin embargo, nada ilustra mejor la adaptación a los nuevos tiempos del hombre que marcha al dictado de “Protegemos el reino… por todos los medios necesarios” que su decisión de dejar de fumar y su capacidad de priorizar en sus intereses sentimentales a medio plazo sobre su inmediata satisfacción sexual, pues “libera” a una de sus cantadas presas sexuales tras una velada romántica.
Placeres para todos

En definitiva, Deaver sale bien librado de la lucha contra un icono que no debe perder su distinción heroica pero tampoco obviar la carga autorreferencial y paródica que lleva adherida. En este sentido, Bond continúa siendo un espía perfecto, pero no deja de pensar qué significa ser un espía perfecto en los tiempos que corren. Más compleja era la misión de escribir una novela que conservara la capacidad de sugestión ante el poder omnívoro de la imagen fílmica. Esto sirve un inesperado placer a cada lector: detectar los denodados esfuerzos del escritor por conseguir que las palabras alcancen una cierta poesía que las redima de tan imposible hazaña. El crítico de The Guardian Steven Poole destaca la búsqueda de variantes con las que referirse de nuevo a elementos ya citados (“los mejores efectos cómicos derivan del compromiso fanático del estilo por la variación elegante. Cuando Bond estudia detenidamente una bala, las siguientes referencias a la misma no pueden venir de llamarla de nuevo ‘bala’; debe ser ‘ese sólido pedazo de munición’”). Este periodista aguardaba con deleite cada nueva elucubración en la mente de los personajes del modo en que habían sido engañados instantes antes de confirmar sus sospechas con la materialización de la trampa ante sus ojos. Quien no encuentra una forma de disfrutar con 007, con ese agente secreto para el que “las especulaciones suponían una pérdida de tiempo”, es porque no quiere.







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