7 de enero de 1993
Aquel gesto con el que entraba en la vida, adusto, sonriente y generoso, lo tuvo hasta el fin. Era su estilo. Con un lápiz negro y rotundo fue tachando palabras, adverbios, frases enteras, de Saúl ante Samuel, y fue venciendo los terribles insomnios de una enfermedad despiadada. Cuando horas antes de la última Navidad triste de su vida don Juan dio por concluida su labor, se puso sus lentes partidas, miró cansado al aire quieto y penumbroso de su casa de siempre, entregó el manuscrito sin fuerzas y se recluyó en su ironía implacable y lúcida: "Total, para qué".
Las correcciones eran finísimas estelas del ingenio con que dio al mundo la voluntad de Volverás a Región, y en las precisiones que incluyó había como una reverencia última a un ser interior que fue él y seguía siendo. Pero estaba en el otro lado del espejo, en la floresta enmarañada y torpe de la proximidad de la muerte. Su mirada, sin embargo, en los momentos de mayor autocrítica, seguía conteniendo aquella pregunta. "Soy el escritor más aburrido del mundo. ¿Para qué, de nuevo, este libro?". Sin embargo, en cada una de las páginas, como en un cuadro abstracto llevado por la mano racional de un luterano, había un respeto por el estilo que era también un respeto por la historia. Fabricante mayor del lenguaje, humilde hasta donde nadie supo, la literatura era su sustento y su emblema, su marca mayor, su dominio, y en ese campo de diamantes por el que se condujo con la elegancia de los genios vio con generosidad la escritura de los otros, los viejos y los más jóvenes, sus amigos.
Enorme y patriarcal
Aquella figura enorme y patriarcal contrastaba con sus risas de chiquillo, con su entusiasmo ante el triunfo de los otros. Los que no supieron verle vieron en su torno una escuela, adláteres, seguidores, cuando en realidad lo que hubo a su alrededor fue la amistad, su estilo principal, su más alto grado.
Concluida aquella minuciosa corrección al borde de la penumbra definitiva, don Juan quiso rematar el libro, darle la luz de una portada suficiente, hermosa, una despedida del libro y al tiempo su inicio. Su amigo Vicente Molina le dio las pistas, y él eligió un cuadro magnífico, un león saludando al sol que se va, como en los versos de Espronceda. Un sol hermoso y ajustado al final de la tarde. Eugenio, su hijo, lo recompuso para las medidas del libro. Media hora antes de que él falleciera, el hijo había adoptado sus últimas sugerencias sobre la luz y el arbitrio de los colores que ya él no podrá ver. Al final del cuadro de su vida hay la pincelada exacta de un estilo irrepetible, un hombre genial cuya majestad humana se confunde. en la memoria con la del sol que se va.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de enero de 1993
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