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domingo, 20 de septiembre de 2015

Joy Laville / Una entrevista a dos voces






Una entrevista a dos voces
 JOY LAVILLE, MI MADRE: TREVOR ROWE

Pintora incansable. A sus 92 años, Joy Laville despilfarra un impulso vital inigualable, el cual le permite encontrar fascinación para no dejar los pinceles y los lienzos.

CUERNAVACA, MORELOS.- Tocamos a la puerta de su casa en Fuentes del Pedregal, Jiutpec. Nos recibe  su hijo Trevor con una amplia sonrisa. Dentro, la preciosa estancia, en la que pareciera que el tiempo se detuvo hace décadas, está enmarcada por un verdor del jardín que se asoma por doquier. Nos falta lo mejor, llegar al estudio de la pintora Joy Laville. Al fin la conozco, tanto escuchar hablar de ella, de sus pinturas, de sus esculturas, de su gran amor por el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, de quien sólo la tragedia de un accidente aéreo la pudo separar.

Todo en el hogar de esta pintora inglesa, nacionalizada mexicana, refleja lo que ha sido la pasión de una vida dedicada al arte. Cuadros, preciosas pinturas colgadas, otras colocadas sobre caballetes, algunas más lucen recargadas en pasillos como en espera de ser, y como pacientes testigos, botes y más botes de pintura de increíbles colores a la espera de ser embadurnados en algún lienzo. Joy, feliz, pasa aquí y allá, borrando, incluso con saliva. “Es lo mejor para borrar”, dice sonriendo. Mila, su hermosa perra labrador color miel que vive con ella, fue encontrada en la calle por una de sus amigas que se la obsequió y que Joy adora; “está feliz de ver gente nueva, siempre está con una mujer mayor y le encanta conocer quién llega”, expresa siempre sonriendo, sus ojos verde azules también lo hacen.
LA SANTA OBSESIÓN
POR LA PINTURA

Esta enorme pintora británica, que eligió Cuernavaca para vivir en medio de un jardín selvático y un arroyuelo que cruza muy cerca de su jardín, a sus espléndidos 92 años recién cumplidos, sigue pintando día a día como una santa obsesión, eso sí, rodeada de excelentes amigos y de su único hijo, Trevor Rowe, de 62 años, que tuvo con su primer marido, Keneth Rowe, y que ha sido su fiel compañero desde que se divorció. Y con su hijito de cinco años en ese entonces, decidió conocer México.



Unos días antes, durante la inauguración de la retrospectiva de su obra que la Secretaría de Cultura le organiza en el Jardín Borda, logro hablar con Trevor, me lo presenta la gran amiga de ambos, Sally Sloan. Con una mirada de un azul increíble, Trevor, de excelente carácter, accede a hablar de su madre, a quien, a pesar de vivir separado geográficamente, la visita frecuentemente. “Yo siempre fui periodista también. Trabajé en periódicos y en la radio de Montreal y de Nueva York”.

Luego, en medio del gentío que asistió a la muestra, se abstrae un poco y me cuenta algo de su historia familiar. “Mire, -me dice-,  mis padres se conocieron en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, mi madre era de la isla de Wight y mi padre trabajaba para la Fuerza Aérea Canadiense, que tenía una base en Inglaterra. Después de la Guerra deciden casarse y se mudan al oeste de Canadá en medio del bosque. Él se dedicó al corte de la madera, pero vivían en condiciones muy básicas. Pasaron un año así, al cabo del cual se trasladan al norte de la provincia y ahí es dónde mi mamá comienza de nuevo a dibujar y a pintar, ella ya lo hacía en su natal Inglaterra solo que la Guerra interrumpió sus estudios de arte.

“Vivimos nueve años en Canadá y mi madre decide separarse de mi padre. Busca un lugar que no fuera demasiado caro para vivir y pintar. Entonces le platicaron de un pueblo en México llamado San Miguel de Allende, donde había un ambiente muy artístico y mi madre, que tenía 33 años de edad y yo de cinco años, nos vinimos a México. Al llegar a San Miguel vio que no le alcanzaría el dinero para sólo dedicarse a pintar y comenzó a trabajar como secretaria en el Instituto Allende, que es un Instituto Superior de Arte y Cultura muy importante, para poder pagar sus cursos, y es que mi madre era una artista, como dicen aquí ‘de a devis’”, en ese momento, Trevor suelta una carcajada por su broma. Luego retoma la plática: “En 1965, en ese instituto conoce al escritor Jorge Ibargüengoitia, que daba cursos de español a estudiantes norteamericanos y también impartía clases de cultura, mientras tanto, mi madre comienza a darse a conocer como pintora y luego de algunos años en que incursionó en la Galería de Arte Mexicano con Inés Amor, la galería cierra sus puertas, Jorge se regresa a México y mi mamá decide irse a vivir con él.




“Ya en la ciudad, su carrera pictórica comienza a crecer y a expanderse, un poco por el ambiente intelectual de Jorge, pero sobre todo por el esfuerzo y la dedicación a la pintura de mi madre. Luego de vivir muchos años en México con Jorge, nos trasladamos a París, estaban felices, aunque nunca pudieron tener otro hijo. Mi mamá le ilustraba todas las portadas de los libros que Jorge escribía. Viviendo allí, Jorge murió en un trágico accidente aéreo el 27 de noviembre de 1983, cerca del Aeropuerto de Barajas, en Madrid, y mi madre, sin Jorge ya, decide regresar a México.
“Para entonces ya se había nacionalizado como mexicana. Eligió para vivir un lugar en Jiutepec, muy cerca de Cuernavaca, y desde entonces, ya no se volvió a ir. Aquí vive feliz y tranquila, rodeada de amigos y yo la visito mucho”, así terminó la plática con Trevor en el Borda. Ayer, que el fotógrafo Lucio Lara y quien esto escribe llegamos a su casa, continuó ya con Joy Laville.
¿LA RUPTURA?
“No entiendo cómo me incluyen como parte de la Generación de la Ruptura, si yo siempre he sido muy tranquila. Vivía en San Miguel de Allende, lejos de esos grandes movimientos que surgían en la capital del país. En realidad, yo nunca he politizado mi obra, ni fui una activista de protesta. Solamente pintaba sin enterarme qué pasaba allá. Nunca fui parte de un movimiento en contra, sólo fui una espectadora de lo que pasaba. Y en realidad yo prefería quedarme en mi estudio”, dice Joy Laville.

-¿Qué significó Jorge Ibarguengoitia para usted?, pregunto.

Se queda un momento en silencio, como buscando dentro de sí las palabras que reflejaran sus sentimientos. Su rostro revela que aún siente su ausencia. Balbucea, se detiene, luego de unos segundos que parecen eternos con su acento inglés, responde: “Bueno, Jorge fue un hombre maravilloso, maravilloso. Realmente tuve el enorme privilegio de vivir con él muchos años, tiempo en el que los dos fuimos muy felices”, al decirlo, la emoción la invade. Llega el momento de despedirnos, con pesar, de esta espléndida artista. “Una pregunta más, Joy”, le pido.

-¿Cómo definiría su pintura?

“No podría hacerlo, por lo que nunca hubiera podido ser una crítica de arte. No me gusta poner etiquetas, nombres, determinar si pertenecí o no a alguna escuela. Yo pinto y ya”, de nuevo entra el silencio, breve, luego remata: “¿De qué manera definiría mi arte?”, se pregunta y se responde. “Sólo opino que tengo que trabajar mucho más”, finaliza con una dulce sonrisa, que al igual que su jardín, se desborda por todo su rostro.
“La prontitud de reacción que tenemos frente a una obra de Joy Laville se basa en el hecho de que leemos sus imágenes directamente desde la melancolía que nos provocan sus colores apastelados y la soledad que emiten sus escenarios habitados por figuras aplanadas. Al mismo tiempo, son composiciones memorables por sencillas. Joy Laville destaca de entre los pintores actuales por lograr una obra fantástica que representa la realidad humana y la noción de anhelo con gran intensidad. Esta muestra venía gestionándose desde hace tiempo y es una fortuna que por fin podamos ver un nutrido conjunto de piezas de esta gran pintora de origen inglés, avecindada en nuestro estado.”
Helena Noval, crítica, museógrafa  y Licenciada en Historia de Arte
"A Joy la conocí cuando llegué a vivir a Cuernavaca, ella ya estaba aquí. Compartíamos muchos amigos, así que nos veíamos muy seguido. Joy –que recién cumplió 92 años de edad-, es una mujer adorable que aparentemente está llena de suaves colores pasteles, sin embargo, es muy fuerte, muy disciplinada y ama su pintura. Aunque no conocí a su marido, el escritor Jorge (Ibargüengoitia), sé que fue una persona a la vez serio, pero también muy divertido. Su muerte fue terrible para Joy, por eso en muchos de sus cuadros aparece un avioncito que lo recuerda. Joy es una persona excepcional que ha pintado incansablemente toda su vida.”
Sally Sloan, amiga de Joy y albacea de Robert Brady

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