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martes, 27 de mayo de 2014

Stephen Hawking aceptó que su esposa tuviera un marido sustituto




Stephen Hawking
Stephen Hawking aceptó
que su esposa tuviera un marido sustituto
El más reciente libro del físico habla de su vida sentimental y de cómo pensaba que moriría joven.

Por Stephen Hawking 
27 de mayo de 2014
Hawking, durante una conferencia sobre el tema 'universo como holograma', en Ámsterdam.
Foto: EFE
Hawking, durante una conferencia sobre el tema 'universo como holograma', en Ámsterdam.
Cuando regresamos del Caltech (Instituto de Tecnología de California), en 1975, sabíamos que la escalera de nuestra casa sería una dificultad para mí. Entonces, en la facultad me tenían más aprecio, así que nos dejaron utilizar un apartamento en la planta baja de una gran casa victoriana de su propiedad. (La casa ha sido demolida y sustituida por una residencia para estudiantes que lleva mi nombre.) El apartamento se encontraba en unos jardines, de cuyo mantenimiento se encargaban los jardineros de la facultad y que estaban muy bien para los niños.
Al principio, de regreso a Inglaterra, estaba desanimado. Todo me parecía provinciano y limitado en comparación con la actitud dinámica de Estados Unidos. En aquella época el paisaje estaba plagado de árboles muertos por la enfermedad del olmo holandés y al país lo azotaban las huelgas. Sin embargo, recuperé el ánimo al ver el éxito de mi trabajo y al ser elegido en 1979 para la Cátedra Lucasiana en matemáticas, puesto que habían ocupado sir Isaac Newton y Paul Dirac.
Nuestro tercer hijo, Tim, también nació en 1979, tras un viaje a Córcega, donde daba clases en un curso de verano. Después, Jane se deprimió aún más. La preocupaba que yo muriera pronto y quería que alguien los mantuviera a ella y a los niños y se casara con ella cuando yo no estuviera. Encontró a Jonathan Jones, músico y organista de la iglesia local, y le dio una habitación en nuestro apartamento. Me habría opuesto, pero yo también pensaba que iba a morir pronto y sentía la necesidad de que alguien se ocupara de los niños cuando yo no estuviera.
Seguí empeorando. Uno de los síntomas del avance de la enfermedad eran los prolongados ataques de asfixia. En 1985, en un viaje al CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), en Suiza, contraje una neumonía. Me llevaron corriendo al hospital del cantón y me conectaron a un respirador. Los médicos pensaron que estaba tan acabado que ofrecieron apagar el respirador y terminar con mi vida, pero Jane se negó y organizó mi regreso en transporte aéreo sanitario al Hospital Addenbrooke, en Cambridge. Los médicos intentaron por todos los medios que recuperara mi estado anterior, pero al final tuvieron que hacerme una traqueotomía.
Antes de la operación, cada vez me costaba más hablar, así que solo la gente que me conocía bien me comprendía, pero al menos podía comunicarme. Escribía artículos científicos dictándole a una secretaria, y daba seminarios gracias a un intérprete que repetía mis palabras con más claridad. No obstante, la traqueotomía eliminó del todo mi capacidad de hablar. Durante un tiempo, la única manera que tenía de comunicarme era deletreando palabras y levantando las cejas cuando alguien señalaba la letra correcta en una tarjeta. Es bastante difícil mantener una conversación así, por no hablar de escribir un artículo científico. Sin embargo, un experto informático de California llamado Walt Woltosz se enteró de mi situación y me envió un programa informático creado por él, llamado Equalizer. Me permitía seleccionar palabras de una serie de menús en la pantalla presionando un interruptor con la mano. Ahora utilizo otro programa suyo, llamado Words Plus, que controlo con un pequeño sensor en las gafas, que responde al movimiento de la mejilla. Cuando he conseguido lo que quiero decir, puedo enviarlo a un sintetizador de voz.
Al principio solo utilizaba el programa Equalizer en un ordenador de sobremesa. Luego, David Mason, de Cambridge Adaptive Communication, integró un pequeño ordenador personal y un sintetizador del habla en la silla de ruedas. Ahora, Intel me suministra los ordenadores. El sistema me permite comunicarme mucho mejor que antes, y puedo conseguir tres palabras por minuto. Puedo decir lo que he escrito o guardarlo en un disco. Luego, puedo imprimirlo o recuperarlo y decirlo frase por frase. Con este sistema he escrito siete libros y varios artículos científicos. También he dado varias charlas científicas y divulgativas. Han sido bien recibidas y creo que ello se debe, en gran medida, a la calidad del sintetizador de voz, fabricado por Speech Plus.
La voz de una persona es muy importante. Si arrastras las palabras, la gente tiende a tratarte como si tuvieras una deficiencia mental. Este sintetizador era, de lejos, el mejor que había oído, porque varía la entonación y no habla como uno de los Daleks de Doctor Who. Desde entonces, Speech Plus está en liquidación y su programa de sintetizador de voz se ha perdido. Ahora tengo los tres sintetizadores que quedan. Son aparatosos, gastan mucha energía y contienen chips que están obsoletos y no se pueden sustituir. No obstante, a estas alturas, ya me identifico con la voz que se ha convertido en marca de la casa, así que no voy a cambiarla por otra que suene más natural, a menos que se estropeen los tres sintetizadores.
Cuando salí del hospital necesitaba cuidados de tiempo completo. Al principio pensé que se había terminado mi carrera científica y que ya no me quedaba más que estar en casa y ver la televisión. Pero pronto descubrí que podía continuar con mi trabajo científico y escribir ecuaciones matemáticas utilizando un programa llamado Latex, que permite escribir símbolos matemáticos con caracteres comunes, como $/pi$ para pi.
Sin embargo, fui sintiéndome más infeliz por la relación cada vez más estrecha que existía entre Jane y Jonathan. Al final, no pude aguantar más la situación y en 1990 me mudé a un piso con una de mis enfermeras, Elaine Mason.
El piso resultaba pequeño para nosotros y los dos hijos de Elaine, que vivían en nuestra casa durante parte de la semana, así que decidimos mudarnos. En 1987, una fuerte tormenta había destrozado el techo de Newnham College, la única escuela universitaria femenina. (Para entonces las facultades masculinas ya admitían mujeres. La mía, Caius, que contaba con varios miembros conservadores, fue una de las últimas en hacerlo; finalmente se convencieron, por los resultados de los exámenes de los alumnos, pues no iban a solicitar el ingreso buenos hombres, a menos que admitieran también mujeres.) Como Newnham era una facultad pobre, tuvo que vender cuatro parcelas de terreno para pagar la reparación del techo después de la tormenta. Compramos una de las parcelas y construimos una casa apta para una silla de ruedas.
Elaine y yo nos casamos en 1995. Nueve meses después, Jane se casó con Jonathan Jones.
Mi matrimonio con Elaine fue apasionado y tempestuoso. Tuvimos nuestros altibajos, pero el hecho de que ella fuera enfermera me salvó la vida en varias ocasiones. Después de la traqueotomía llevaba un tubo de plástico en la tráquea que impedía que me entraran comida y saliva en los pulmones, y se sujetaba con un brazalete. Con el paso de los años, la presión en el brazalete me dañaba la tráquea y me hacía toser y ahogarme. Estaba tosiendo en un vuelo de regreso de Creta, a donde había asistido a un congreso, cuando David Howard, un cirujano que iba en el mismo avión, se acercó a Elaine y le dijo que podía ayudarme. Sugirió una laringectomía, que separaría del todo la tráquea de la garganta y eliminaría la necesidad de un tubo con un brazalete. Los médicos del hospital de Addenbrooke de Cambridge dijeron que eso era demasiado arriesgado, pero Elaine insistió y David Howard llevó a cabo la operación en un hospital de Londres. Aquella operación me salvó la vida: dos semanas más y el brazalete habría hecho un agujero entre la tráquea y la garganta que me habría llenado los pulmones de sangre.
Al cabo de unos años tuve otra crisis de salud porque mis niveles de oxígeno descendían peligrosamente cuando el sueño era profundo. Me llevaron corriendo al hospital, donde estuve cuatro meses. Finalmente, me dieron de alta con un respirador, que utilizaba por la noche. Mi médico le dijo a Elaine que me iba a casa a morir. (Cambié de médico entonces.) Hace dos años empecé a utilizar el respirador veinticuatro horas al día. Creo que me da energía.
Un año después me reclutaron para ayudar en la campaña de captación de fondos de la universidad para celebrar sus ochocientos años. Me enviaron a San Francisco, donde di cinco conferencias en seis días y me cansé mucho. Una mañana me desmayé cuando me quitaron el respirador. La enfermera de turno pensó que estaba bien, pero habría muerto de no ser porque otra cuidadora llamó a Elaine, que me resucitó. Todas esas crisis pasaban su factura emocional a Elaine. Nos divorciamos en el 2007 y desde entonces vivo solo con un ama de llaves.
‘Mis otros libros’
Desde ‘Historia del tiempo’ he escrito otros libros para explicar la ciencia a un público amplio: ‘Agujeros negros y pequeños universos’ (Planeta, 1994), ‘El universo en una cáscara de nuez’ (Crítica, 2002) y ‘El gran diseño’ (Crítica, 2010). Creo que es importante que la gente tenga un conocimiento básico de la ciencia para tomar decisiones informadas en un mundo cada vez más científico y tecnológico. Mi hija Lucy y yo también hemos escrito una serie de libros sobre el personaje George, que son historias de aventuras con base científica para niños.







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