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viernes, 24 de marzo de 2017

Joan Didion / Notas en un cuaderno





Joan Didion, con su marido y su hija en 1976.
Joan Didion, con su marido y su hija en 1976. GETTY

Notas en un cuaderno

Joan Didion es una de esas inteligencias que se fijan demasiado en las cosas y en los humanos como para hacerse demasiadas ilusiones


ANTONIO MUÑOZ MOLINA
24 MAR 2017 - 18:09 COT


Con esa precisión que es tan propia de su manera de expresarse, lo mismo escribiendo que contestando a una entrevista, Joan Didion resume así su técnica como escritora de crónicas: “Fui a tal sitio, esto es lo que vi”. En el verano de 1970 Didion estuvo viajando en coche durante un mes por el sur de Estados Unidos, Luisiana y Misisipi, sobre todo, algo de Alabama. Iba con su marido, el novelista John Gregory Dunne, y no tenía un encargo de ninguna revista, ni tampoco un propósito claro. Durante el viaje tomó notas en un cuaderno, borradores que no estaba segura de para qué podían servirle. Unas veces las notas eran entradas de diario; otras, observaciones breves, resúmenes de conversaciones escuchadas en una cafetería, o junto a la piscina de un hotel, o en la peluquería.
En 1970, con 36 años, Joan Didion estaba en una plenitud de su vida y de su trabajo. La hija que habían adoptado ella y su marido tenía cuatro años. Didion escribía crónicas y libros hechos de una mezcla singular de confesión contenida y observación del mundo. Su mirada sobre los fervores contraculturales de los sesenta era muy próxima, porque vivió en medio de ellos, pero también desapegada y bastante irónica. Joan Didion es una de esas inteligencias muy realistas que se fijan demasiado en las cosas y en los seres humanos como para hacerse demasiadas ilusiones sobre ellos, o para dejarse llevar por abstracciones celebradoras o condenatorias. El mundo es como es. Y comprender algo requiere un extraordinario ejercicio de atención que no siempre lleva a conclusiones satisfactorias. En 1970, al final de una década de enormes transmutaciones, expectativas y desastres, podía parecer que de un modo u otro algunos avances irreversibles se habían conquistado, que el mundo ya no era el mismo que antes de la lucha por los derechos civiles, los diversos magnicidios, el Mayo de París, la Primavera de Praga, Sargent Pepper’s, los anticonceptivos, la irrupción doble del feminismo y la militancia gay, etcétera. Las personas queremos incorregiblemente creer en el progreso y alimentamos esa creencia con historias que empiezan y terminan, con un final en el fondo positivo, con un final, algún tipo de redención.
En 1970 las diversas leyes contra la segregación racial en el sur ya estaban aprobadas. Las cosas, desde luego, habían ido parcialmente a mejor, pero ese final nítido, con catarsis incluida, que nos gusta tanto en los libros de historia como en las novelas, no podía haber sucedido. Finales así no existen. Ni siquiera existen finales, ni tampoco comienzos claros, ni pasos irreversibles.



Didion escribía crónicas y libros hechos de una mezcla singular de confesión contenida y observación del mundo

Didion viajaba además desde California. Ella misma había atestiguado la superstición californiana por el optimismo y el porvenir, el descrédito y la irrelevancia del pasado. En California lo adecuado es imaginar que el pasado no cuenta: en el sur le pareció que lo único que existía era el pasado. No tener propósito ni itinerario definidos le permitió una libertad que no se habría permitido al trabajar en una crónica. El azar de lo que veía y escuchaba y la inmediatez sin premeditación de lo que iba escribiendo se conjugaban, sin que probablemente ella se diera cuenta, en una instantaneidad fragmentaria de fotografías. En Nueva Orleans vio desde la acera un coche que se empotraba contra una pared y una mujer al volante que sacudía la cabeza y se quedaba muerta en el acto. En la piscina de un motel se fijó en que había algas y colillas de tabaco. Al final de un camino de tierra ella y su marido se encontraron en un criadero de serpientes. Junto a una gasolinera una niña descalza, con un vestido de tela floja que le llegaba más abajo de las rodillas, llevaba en la mano una botella vacía de Sprite. Una señora negra estaba sentada en el porche de su casa decrépita en un asiento arrancado de coche. En las reuniones sociales los hombres hablaban de sus hazañas de cacería o de pesca y las mujeres de niños y de recetas de pasteles. En el bar, junto a la piscina de otro motel, un grupo de hombres bebe y murmura juntando mucho las cabezas y señalando a Didion, que lleva el pelo largo y suelto y va en biquini. El mundo exterior, más allá de las fronteras del sur, es amenazador y desconocido. El tiempo transcurre de otra manera, dice Didion: los años sesenta parece que sucedieron varios siglos atrás; la guerra civil parece haber terminado ayer mismo. A Didion y a Dunne, viajando por esas carreteras, les conforta calcular la distancia que en cualquier momento dado los separa del próximo aeropuerto con vuelos a Nueva York o Los Ángeles. En California, reflexiona Didion, la gente prefiere no hablar de diferencias de etnia, de religión, de clase social, como si el silencio las borrara, o las suavizara. En el sur están siempre visibles y nadie se esfuerza en disimularlas.
El talento visual de Joan Didion es fulminante: todos los datos reveladores de una escena saltan de la escritura como una imagen fotográfica: como imágenes de William Eggleston, para ser exactos, que ya trabajaba entonces por esos mismos escenarios. Los colores muy saturados, la humedad del aire, el vigor amenazante de la vegetación, los cielos oscuros antes de una tormenta, Joan Didion los atrapa con una fuerza literal que parecería exclusiva de las fotos de Eggleston.

Las notas de aquel viaje se quedaron durante 46 años olvidadas en un cuaderno. Acaban de publicarse en una edición simple y admirable, en un volumen en tapa dura de poco más de 100 páginas, titulado con la misma sobriedad: South and West: From a Notebook. En la contraportada hay una foto de entonces, Joan Didion con su hija Quintana; Didion joven; su hija, una niña rubia. Dice Henry James que todos los futuros son crueles. Joan Didion es ahora una anciana distinguida y quebradiza de 82 años. Su hija murió en 2005. La foto, pues, es un recordatorio, un epitafio.
Y el libro, con toda su perspicacia y su belleza de escritura, es de una contemporaneidad escalofriante. En 1970, en el sur de Estados Unidos, Joan Didion se dio cuenta de que el pasado de cerrazón, oscurantismo y resentimiento no desaparece de un día para otro. Cuarenta y siete años después, una parte de esa negrura se ha mantenido intacta, y ha proliferado. Una parte de lo peor del pasado es ahora el presente y parece que va a ser el porvenir.

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