Margaret Atwood |
Margaret Atwood
Autobiografía
Lo primero que recuerdo es una línea azul. Estaba a la izquierda, donde el lago se fundía con el cielo. En aquel punto había una pared de arena, pero no se veía desde donde yo estaba.
A la derecha el lago iba estrechándose hasta convertirse en un río y había una presa y un puente cubierto, algunas casas y una iglesia blanca. Al frente había una pequeña isla rocosa con unos cuantos árboles. A lo largo de las orillas se veían grandes rocas erosionadas y los troncos cortados de árboles enormes, que sobresalían del agua.
Detrás hay una casa, un camino que se adentra en el bosque, el acceso a otro camino que no se veía desde donde yo me encontraba, pero que en cualquier caso estaba allí. Al llegar a un punto el camino se ensanchaba; la avena que en algún distante invierno se había caído de los morrales que llevaban los caballos de los leñadores había germinado y crecido. Allí anidaban halcones.
En una ocasión, en la isla rocosa había un esqueleto de ciervo medio comido, que olía a hierro, olía como cuando se frotan las manos con herrumbre y esta se mezcla con el sudor. Ese olor es el punto en que se disuelve el paisaje, en que deja de ser paisaje y se convierte en otra cosa.
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