W. Somerset Maugham, 1946 Bernard Perlin |
Las glorias del olvido
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
BIOGRAFÍA
5 OCT 1983
Una de las injusticias de la literatura es que no existe una clasificación escalonada de los escritores de acuerdo con su calidad. En música se sabe que hay un paraíso más alto, donde están sentados para siempre Juan Sebastián Bach, Mozart, Beethoven, Bartok -y tal vez los Beatles-, pero hay todo un olimpo de compositores de segunda, y aun de tercera categoría, que escuchamos y admiramos a pesar de la certidumbre de que no son eternos. Ocurre lo mismo con los pintores. No hay más que pasearse por los museos del- mundo para darse cuenta de que junto a Goya y Velázquez, junto a Leonardo y Botticelli, junto a Rembrandt y Picasso, hay muchos colgados en la antesala de la eternidad que sin duda merecen estar donde están, pero en niveles distintos. En literatura no: o se es un escritor de primera línea o uno no encuentra donde ponerlo, y no sólo en los innumerables compartimentos del corazón, sino ni siquiera en los estantes de la biblioteca. En ese. sentido, el criterio más justo es el del mundo del boxeo: hay pesos pesados, pesos welter, pesos medios, pelos mosca, y cada, cual, disfruta de una gloria universal dentro de sus límites respectivos. En literatura, en cambio, sólo los pesos pesados van al cielo. Hablábamos de esta injusticia la otra noche con el escritor Pedro Gómez Valderrama, a propósito de un escritor que ambos admiramos sin ningún pudor, a pesar de ser conscientes de que no es uno de los más grandes: Somerset Maugham. El problema es dónde ponerlo. Sus novelas, que le hicieron famoso, sobre todo por sus adaptaciones al cine, no merecen ni un recuerdo piadoso. En cambio, hay un mundo de tesoros ocultos en sus casi 300 cuentos, muchos de los cuales no son más que obras maestras. Curioso: igual cosa ocurre con Hemingway, y sin embargo no nos cabe ninguna duda de que es y tal vez seguirá siendo para siempre una estrella de la primera división. Maugham, al contrario, es un autor que se olvida, aunque se sabe de la existencia de grandes lectores, críticos respetables y escritores consagrados que quisieran subirlo a un piso más alto, pero no se atreven. Así como hay muchos que lo siguen leyendo en secreto, y hasta algunos escritores que siguen nutriendo con la lectura la propia obra, y sin embargo lo niegan en público más de tres veces y mucho después de que ha cantado el gallo.
Pensando en el destino injusto de Maugham, no es posible eludir el recuerdo de otros tantos escritores que por un momento nos parecieron grandes porque nos deleitaron como si en efecto lo fueran, y que han sido arrasados por el tiempo. Uno de ellos es Aldous Huxley, a quien sin duda la generación de hoy, en ningún país, no ha oído ni siquiera mencionar. Se sorprenderían al saber que por lo menos durante una década su novela Contrapunto estaba considerada como una pieza capital de las letras de este siglo, y que nadie que quiera ser o parecer culto tenía el coraje de admitir que no lo había leído. Su predestinación al olvido, sin embargo, tuvo una prueba que parece sobrenatural: Aldous Huxley murió en California el mismo día en que fue asesinado el presidente John F. Kennedy, de modo que la noticia -sin espacio ni tiempo para homenajes póstumos- se quedó traspapelada en el cementerio de las causas perdidas.
Un contendor muy apreciado de Aldous Huxley en el mercado de las vanidades del mundo fue el mamífero más raro de su época: Lin Yutang, un chino norteamericanizado que además de vender como salchichas sus libros numerosos en casi todos los idiomas, hizo un diccionario, chino-inglés e inventó una máquina de escribir en chino. Su libro La importancia de vivir llegó a considerarse en Occidente como un compendio de la felicidad oriental, y sus ejemplares se volvían polvo en las manos de tanto ser leídos con una especie de avidez atónita. Eran los años de la posguerra, en los cuáles irrumpió otro nombre que puso a temblar a los consagrados: Curzio Malaparte, un italiano con una concepción descomunal del arte de escribir, que impuso en el mundo, con el título de uno de sus libros, una palabra de significado devastador: kapput. Con todo, ese libro que lo consagró en la primera fila no fue el que se leyó con más pasión, sino otro posterior, La piel, sin duda uno de los más vendidos de aquellos tiempos. Cuando lo estaba leyendo por primera vez, en una sórdida pensión de estudiantes de Bogotá, tuve en mitad de camino la ráfaga de pavor de no querer morirme antes de saber cómo terminaba. Entre los muchos episodios que hoy parecerían truculentos, sin duda el más impresionante era el de un manatí del acuario de Nápoles que le fue servido en una cena de gala al comandante de las tropas norteamericanas en Italia y que éste había rechazado porque era igual a una niña hervida que llevaba a la mesa en una fuente adornada con algas y coliflores. Hace unos años, buscando otra cosa me encontré de pronto con este recuerdo lancinante de la juventud, y me quedé perplejo preguntándome qué clase de lectores incautos éramos en aquellos tiempos.
Se leía entonces otros libros capaces de estremecernos por motivos que hoy nos resultan misterios, y que no nos atrevemos a releer por el temor a romper el encanto. Recuerdo El hombrecillo de los gansos, del alemán Jacobo Wassermann - biógrafo incidental de Cristóbal Colón-recuerdo Primavera mortal -del húngaro Lajos Zilahy- y recuerdo por supuesto el libro que conmovió al mundo con una fuerza cuya naturaleza no fue nunca descifrada: El diario de San Michele, del médico sueco Mel Munthe. Este último, cuyas virtudes de escritor eran más que evidentes, tuvo la debilidad muy propia del cine de nuestro tiempo de querer exprimir el limón hasta más allá de la cáscara y escribió una segunda parte de su libro capital. En todo caso, ninguno de estos autores se asomó siquiera a la gloria desmesurada de otro de los grandes olvidados de la literatura: Vicente Blasco Ibáñez, que sin duda fue el escritor español más conocido y aclamado del presente siglo en el mundo entero. La recepción popular que se le tributó en New York en 1920 hace todavía menos comprensible la magnitud de su olvido.
Queda todavía por establecer si estos autores borrados de la memoria merecían de veras su suerte. Pero hay otros de los cuales se puede y se debe decir sin vacilación que no la merecían. Es el caso de Anatole France, premio Nobel de 1921, que ejerció una fascinación, justa no sólo en Francia sino en todo el ámbito latino, y del cual son muy pocos los que hoy pueden hablar sin conocimiento de causa. Su caso es más triste aún que el de Alejandro Dumas, porque a éste lo leen todavía algunos franceses desperdigados, aunque un poco a escondidas, como los estudiantes que fuman en el baño. Es el caso del ruso Leónidas Andreiev, que irrumpió en el ámbito de la moda con su novela Sashka Zhegulov y luego desapareció para siempre.
Fue una fugacidad injusta, pues su novela más famosa no parecía animada por un aliento perdurable, muchos de sus cuentos -sencillos y hermosos- merecen leerte todavía más que las obras de algunos de sus contemporáneos. Es el caso también de Thomas Mann, de quien se encuentran todavía ediciones imprevistas y evocaciones ocasionales, pero que en todo caso parece ya cubierto a medias por las cenizas del olvido. Son comprobaciones tristes pero saludables, sobre todo cuando surge de conversaciones casuales entre escritores. Es como si de pronto recordáramos -con la voz del pequeño argentino que todos llevamos dentro- que tal vez ya vaya siendo hora de poner nuestras barbas en remojo. Aunque sólo sea por si acaso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 5 de octubre de 1983
EL PAÍS
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