La muerte del autor de ‘Modos de ver’ coincide con el cuarenta aniversario del centro cultural y museo que modificó de raíz el acceso del público al arte en todas partes
3 ENE 2017 - 18:00 COT
El Pompidou abrió el 31 de enero de 1977, tras una larga y compleja historia de desencuentros entre políticos, gestores y analistas culturales. Lleva el nombre del presidente que lo mandó construir, en el corazón del antiguo mercado de abastos de Les Halles, pero que no lo vería nacer: se murió antes y lo inauguró su sucesor Chirac. Acostumbrados hoy a ver surgir museos y centros de arte mastodónticos, en una pequeña ciudad en los noventa españoles o en Uzbekistán recientemente, puede costar imaginar qué supuso el Pompidou.
La muerte de John Berger cerca de París me ha pillado rumiando sobre los cuarenta años del Pompidou, la colosal estructura de fachada impensable hasta entonces. Fue concebido por los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers para dar la vuelta a la idea de museo y convertirlo en la primera catedral del turismo cultural de masas incipiente. Berger y su equipo habían logrado emitir un poco antes, en 1972, su serie en la BBC Modos de ver. La televisión y la arquitectura coincidían en resaltar una clave de los tiempos: los medios de comunicación masivos habían alterado de manera fundamental la percepción del arte. Era hora de darse cuenta de que vivíamos en un mundo de imágenes: el arte es una más, su jerarquía está en cuestión desde entonces.
Nadie daba un duro por él, ni en Francia. Yo trabajaba entonces en la sección cultural del diario Avui y los colegas fuimos convocados al Instituto Francés para recibir la buena nueva. Había que eliminar suspicacias, la apuesta pública francesa era de envergadura económica y ambición cultural. Las críticas, en casa. Su fachada, basada en un zigzaguearte tubo transparente que la recorre entera y por cuyo interior accedes a las cinco plantas mientras ves París, era considerada una aberración. “La fábrica de gas” fue lo más bonito que se le dijo. Pronto hizo callar a los detractores. Las gentes acudían rápidas, atraídas por el mecano y la elevación del suelo a la terraza, donde esperaba un espectáculo urbano que ni el cine ni la tele habían logrado transmitir aún. Piano y Rogers habían facilitado lo principal: perder el miedo a entrar en un museo. Lo que cada cuál hiciera luego dentro era cosa suya.
Su apuesta se convirtió en un género arquitectónico nuevo, el centro cultural. Un lugar de encuentro, una biblioteca, un museo de arte moderno con colección, salas de exposiciones temporales, cafetería, librería, varias salas de cine y un amplísimo recibidor de entrada. Y, sobre todo, una escultura urbana por sí misma. A partir de él serían posibles el Guggenheim bilbaíno o la Tate Modern londinense, por decir solo las dos principales vías que también abrió el centro parisino: el museo como franquicia internacional, o no.
Mientras la Tate se sigue negando, el Pompidou querría celebrar sus cuarenta con otra franquicia, en Shangai, en negociación. En tres años espera abrir la de Bruselas. Las activó al cumplir los treinta, justo antes de la crisis. Aunque la de Málaga sea de acción cultural dudosa en su contexto, da buenas rentas al padre francés. Tiene otras en Metz y Abu Dabi. En paralelo, y como velitas del pastel, se “descentralizará” este 2017 en cuarenta exposiciones en Francia y más allá. Su museo de arte moderno es el mayor tras el neoyorquino, su biblioteca pública ha sumado más de 100.000 lectores y lo frecuentan entre 3,5 y 3,8 millones de visitantes anuales.
Sigo con Berger, que tanto ha enseñado a mirar el arte, a escribir sobre él, a explicarlo. Como si fuera una versión inversa e irónica del éxito del Pompidou, su programa sigue siendo el más influyente de la historia de la BBC. No porque lo reemita sino por su influjo y revulsivo al convertirse después en libro traducido a veinte idiomas. Ni siquiera lo tiene disponible en su web (Youtube sí). Hoy sería imposible, le dijo Berger hace dos meses y cuenta Will Gompertz en el obituario oficial de la casa. Lo hicieron con cuatro céntimos, en una cadena indiferente que les dejó hacer y asistió luego atónita a su boom. Desde entonces, pocas teles se arriesgan a poner en solfa ni cómo miramos ni qué miramos.
Nuestro mundo de imágenes es cada vez mayor, innavegable, bulímico, falseador, inventivo, fugaz. Los museos se han reciclado mucho desde que Modos de ver y el Pompidou emergieron. Mirar es distinguir más aún quien controla las imágenes. Conviene hacerlo, que solo se ve bien aquello que se mira a conciencia. Porque hace daño, o porque se ama.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.
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