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jueves, 8 de septiembre de 2016

Paul Britto / Die Mauer



Paul Brito
Die Mauer


Lo confieso: estudié en un colegio alemán pero no aprendí el idioma. Lo sentía ajeno, remoto. No me parecía necesario ni accesible. Me bastaba el español y me sobraban aquellas profesoras que siempre parecían enojadas. Varias veces mi madre me pagó clases particulares con estudiantes de último año, pero mi mente se negaba a asimilar aquella sintaxis tortuosa y esa fonética áspera alejada de la dulzura de mi lengua. Quizá mi madre me mimó demasiado y nunca pude abrazar otra herencia lingüística sin sentir el impulso de volver inmediatamente a los brazos de mi idioma materno.
Una vez, ya en Noveno Grado, me detuvo en un pasillo una de esas profesoras alemanas y me soltó una larga frase en su idioma. Paralizado por el miedo, no pude entender nada; en cambio, entendí claramente el desprecio contenido en sus ojos inyectados de sangre. Quise bordearla para huir, pero parecía un muro en medio del pasillo. En ese momento me di cuenta de que estaba exiliado de aquel país que visitaba diariamente, confinado a ese plantel que se había convertido en una cárcel para mí. Me cambié de colegio faltando apenas dos cursos para graduarme. Aquel año había reprobado Alemán con la profesora más feroz de todas y decidí no asistir al examen que me daba la oportunidad de habilitar. Quería decirle adiós a Alemania y a todo lo que había representado para mí.
Pero entonces ocurrió algo: cuando ya me había alejado del Colegio Alemán, comenzó a gustarme la filosofía. Desde que tengo memoria siempre me han gustado las grandes preguntas metafísicas, pero apenas en Décimo Grado, cuando comencé a cursar Filosofía, me volví consciente de esa afinidad. Me atrajeron los filósofos alemanes, y un puñado de poetas y novelistas de ese país. Comencé a leerlos con devoción y a comprender que Alemania era algo más que su idioma y su idioma algo más que un cúmulo de rugidos y profesoras amargas. Uno de esos filósofos se convirtió en un padre intelectual para mí: Arthur Schopenhauer. Me enseñó que el mundo no es solo la representación precaria que nos formamos de él, sino el aliento profundo que acompaña a las palabras.
Está bien: no leí a esos escritores en su idioma, pero podía percibir las articulaciones y matices del alemán en la forma de pensar y sentir de ellos. Por fin podía calzarme, sin piedras, una lengua que creía desalmada a base de respirar el mismo aire de sus hablantes. Kant, Hegel, Nietzche, por el lado de la filosofía; Hesse, Mann, Hölderlin por el de la literatura; Kafka, Rilke y Frisch, en cuanto a esos autores que no habían nacido en Alemania pero que habían ampliado sus fronteras. Todos ellos me abrieron un mundo de significados que las mismas palabras me habían mantenido velado, como si fueran un muro.
Años después viajé de España a Alemania por carretera y me quedé en Berlín por unos días. Fue como tender un puente entre los dos idiomas, y un túnel entre el presente y el pasado. De repente parecía captar todo lo que me decían, como si no hubiera traspasado ninguna frontera. Pronuncié palabras que creía olvidadas y entendí otras por pura intuición. Aquellos seres de ojos rojos y pulmones de piedra se habían vuelto afables. Había aprendido a quererlos y ellos me correspondían del mismo modo. Visité el lugar donde antes había estado el famoso Muro de Berlín; en su lugar había una línea en el suelo que se extendía indefinidamente. Quise rastrearla, ver hasta dónde llegaba, pero a los pocos metros desistí. Lo importante era que el muro ya no estaba.





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