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martes, 16 de agosto de 2016

Hans Christian Andersen / Doscientos años después

Hans Christian Andersen


HANS CHRISTIAN ANDERSEN
200 AÑOS
DESPUÉS
Por Harold Bloom
Traducción de Laura Emilia Pacheco

Con increíble frecuencia, los buenos cuentos infantiles se remiten a orígenes más o menos turbios, y el gran autor danés no fue, desde luego, la excepción. Según Bloom, su vida sexual, muy en particular, fue bastante problemática

Muchos estadounidenses todavía leen los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen —ya sea cuando son niños o bien cuando se los leen a sus hijos—, pero tienden a confundirlo con el soñador afable interpretado por Danny Kaye en una película biográfica no muy precisa. El verdadero Andersen compuso una gama extraordinaria de historias, tanto dirigidas a lectores adultos como a niños.

Andersen nació el 2 de abril de 1805 en Odense, un pueblo pobre cerca de Copenhague. Su familia era muy humilde y su padre putativo, zapatero. Las duras circunstancias obligaron a su madre, que lavaba ropa ajena, a ejercer algo parecido a la prostitución.

Aunque en sus cuentos era un gran original, Andersen acogía con estoica vehemencia la aceptación que el folclor hace del destino. Nietzsche afirmaba que, por el bien de la vida, origen y destino deben apartarse. Andersen no tenía ningún deseo de separarlos. Esto le costó mucha insatisfacción en la vida —nunca tuvo una casa propia ni un amor duradero—, pero alcanzó un extraordinario arte literario.

Al igual que Walt Whitman, la verdadera orientación sexual de Andersen fue el homoerotismo. De manera pragmática, estos dos grandes escritores lo eran, aunque en Andersen su deseo por las mujeres era más intenso que los gestos casi completamente literarios que Whitman tuvo hacia la heterosexualidad. Pero Whitman era un poeta-profeta que ofrecía una salvación a la que difícilmente puede llamarse cristiana. Andersen profesaba una devoción algo sentimental hacia el Niño Jesús, pero la naturaleza de su arte es pagana.

Kierkegaard, su contemporáneo danés, con gran sagacidad lo advirtió muy al inicio. Desde la perspectiva del siglo XXI, Andersen y Kierkegaard se dividieron de manera extraña la eminencia estética de la literatura danesa. ¿Qué hace imperecederos a los cuentos de Andersen? Kierkegaard analizó con precisión su propio proyecto, que consistía en demostrar cuán difícil es ser cristiano en una sociedad manifiestamente cristiana. En secreto, el proyecto de Andersen era por entero distinto: cómo seguir siendo niño en un mundo manifiestamente adulto.

Yo no veo diferencia alguna entre la literatura para niños y la buena o magnífica escritura para niños extremadamente inteligentes de todas las edades. J. K. Rowling y Stephen King escriben igual de mal; son titanes apropiados para nuestra nueva Edad Oscura de las Pantallas: computador, cine, televisión. Una y otra vez uno exhorta a los niños de todas las edades a que lean y relean a Andersen y a Dickens; a Lewis Carroll y a Edward Lear, en vez de a Rowling y a King. 

En ocasiones, cuando digo esto en público, me preguntan: ¿no es mejor leer a Rowling y a King, y después avanzar a Andersen, Dickens, Carroll y Lear? La respuesta es pragmática: nuestro tiempo aquí es limitado. Necesariamente uno lee y relee a expensas de otros libros. Si viviéramos varios siglos, quizá tendríamos vida y tiempo suficientes para hacerlo, pero el principio de realidad nos obliga a elegir.

Andersen tituló una de sus autobiografías El cuento de mi vida. Ahí se ve con total claridad lo doloroso que fue para él emerger de la clase obrera danesa de principios del siglo XIX. La fuerza que impulsó su carrera fue la necesidad de ganar fama y adquirir ho­nor, pero sin olvidar nunca lo difícil que fue para él ascender en la vida. Entre todos sus recuerdos, el más poderoso era el de su padre, quien solía leerle pasajes de Las mil y una noches.

Absorber las biografías de Andersen constituye un proceso curioso: cuando tomo distancia de lo que he aprendido, me queda la impresión de un adolescente de asombrosa franqueza, que se marcha a Copenhague y que cede ante la amabilidad de los extraños. Esa sinceridad lo acompañó su vida entera: recorrió toda Europa presentándose ante Heine, Victor Hugo, Lamartine, De Vigny, Mendelssohn, Schumann, Dickens, los Browning y muchos otros. Cazador de nombres importantes, por encima de todo, él mismo deseaba convertirse en uno, y lo logró a través de sus cuentos.

Andersen fue un autor de una fertilidad escandalosa en todos los géneros: novela, libros de viajes, poesía, teatro, pero su importancia radica enteramente en sus cuentos de hadas, que son únicos y que él convirtió en una creación propia, fusionando lo sobrenatural con lo cotidiano en formas que no dejan de asombrarme, incluso más que los cuentos de Hoffmann, Gogol y Kleist, sin contar al sublime­mente terrible, pero ineludible, Edgar Allan Poe. 

Personificada en brujas, en reinas de las nieves y en príncipes andróginos, la frustración sexual fue la obsesión central, aunque oculta, de Andersen. D. H. Lawrence, uno de los más grandes escritores de cuento del siglo XX, nos legó un lema majestuoso: “Confía en el cuento, no en el cuentista”. Andersen nos dijo que sus cuentos eran la historia de su vida y casi todos sus críticos y biógrafos le creyeron, pero yo tengo mis dudas. Al igual que la obra de Walt Whitman —su gran contemporáneo estadounidense—, la de Andersen parece fácil pero demuestra ser todo lo contrario.

Que Whitman y Andersen fueran en esencia homoeróticos difícilmente establece un nexo entre ellos, en vista de que tantos grandes escritores comparten esa misma orientación sexual. Lo que sí une a Whitman con Andersen es la mutua evasión de sus propios proyectos aparentes. Whitman se proclamó el poeta de la democracia y, sin embargo, su poesía es hermética y elitista. Andersen inventó lo que en los últimos doscientos años se ha llamado “literatura infantil”, pero después de unas cuantas historias tempranas, lo que escribe ya no sólo es para niños, como no lo son tampoco Kafka y Gogol. Más bien, Andersen escribió para niños extraordinariamente inteligentes de todas las edades, de 9 a 90 años.

A veces me parece, aunque sólo sea por un instante, que de entre todos los cuentos que Andersen escribió, el que más me gusta es “El cuello de camisa”. Al principio parece una bagatela de dos páginas, pero esas dos páginas están tan llenas de vida y de sentimiento como el fragmento de una parábola de Kakfa, como “El cubo de carbón” o “El cazador Gracchus”. Escrito en 1848 después de un viaje a Inglaterra, “El cuello de camisa” satiriza tanto al propio Andersen —un autopromotor obsesivo— como a los periódicos daneses, tan molestos ante el espectáculo que este hombre-espectáculo desplegaba en el extranjero.

Uno de los atributos más extraños y admirables de Andersen es que sus historias viven en un cosmos animista, en el que los meros objetos no existen. Cada árbol, planta, animal, artefacto, pieza de ropa, terrón de arcilla, posee un alma ansiosa, una voz, deseos sexuales, necesidad de reconocimiento y terror ante el prospecto de la aniquilación. La bipolaridad de Andersen —episodios histéricos que alternaban grandiosidad y depresión—, en gran medida discrepa de ese mundo creado por él donde sirenas y doncellas de hielo, cisnes y cigüeñas, patitos y abetos, zapatos y casas, cuellos de camisa y tirantes, campanas y viento, hombres de nieve y ninfas del bosque, brujas y dolor de dientes, poseen todos una conciencia tan espaciosa, cruel y desesperada por sobrevivir como la nuestra.

Manifiestamente cristiano, desde el inicio Andersen fue un narcisista pagano que le rindió culto al Destino, que para él era una diosa sádica a la que nosotros podríamos nombrar con precisión: Némesis. El genio de Andersen está profundamente enraizado en un animismo antiguo, más antiguo aun que Las mil y una noches. Shakespeare, el más universal de los genios, sin duda influyó en Andersen con Sueño de una noche de verano, donde hadas encantadoras se convierten en guardianas de Bottom. Este maravilloso cuarteto de hadas —Mustardseed, Moth, Cobweb y Pease­blossom— está conformado por personajes tan andersenianos que podríamos pensar que —si fuéramos capaces de volver el tiempo atrás— Shakespeare los habría tomado del escritor danés, sólo que el contador de cuentos de Odense los hizo seres más oscuros. El de Andersen es un universo completamente vitalista, pero con una tendencia más pronunciada hacia lo maligno.

Andersen era, al igual que William Blake y Walt Whitman, habitante de una realidad donde no existen los objetos inanimados, sólo sensibilidad en cada canto y en cada planta, en cada postilla de cada piedra. Ellos eran profetas del Apocalipsis, que exhortaban a todas las cosas a retomar las formas de lo humano. Andersen, al igual que el príncipe Hamlet, su compatriota danés, es un profeta de la aniquilación. Una historia diminuta como “El cuello de camisa” es en igual medida un estudio de Andersen mismo y un soliloquio de Hamlet.

Igual que Andersen, una y otra vez el cuello propone matrimonio, pero es rechazado por el tirante, la plancha, las tijeras y el peine. No deben considerarse alegorías de Riborg Voigt, Louise Collin y Jenny Lind, sino de Henrik Stampe y Harald Shcarff. Todo transcurre alegremente hasta que el cuello de camisa termina en el cesto de trapos de un molino de papel, y dice: “Ya era hora de que me convirtieran en papel blanco”. A estas alturas ya me encariñé con el cuello de camisa, de modo que me impresiona mucho el párrafo final de la historia: “Y eso fue lo que ocurrió. Y el cuello fue convertido en papel blanco con todos los demás trapos. Y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual está impresa su historia. Y está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Hay que tenerlo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al canasto de los trapos viejos para que nos conviertan en papel, y toda nuestra historia, aun lo más íntimo y secreto de ella, se imprima y andemos por esos mundos contándola, igual que el cuello de camisa”.

Entre sus contemporáneos, el Andersen contador de cuentos puede situarse entre Dickens (que se alejó del danés después de que éste abusó de una visita, inicialmente breve, que se extendió a cinco semanas) y Tolstoi, que adoraba la simplicidad y la claridad de su estilo narrativo. Ubicar a alguien entre Dickens y Tolstoi bastaría para destruir a cualquier autor de cuentos breves, pero Andersen sobrevive, con la misma preocupación indiferente del indestructible soldado de “La caja de yesca”.

Y, sin embargo, ni Dickens ni Tolstoi son crueles, excepto en la medida en que la naturaleza y la historia lo son. Las ensoñaciones andersenianas —en esencia liberadas de la historia o la naturaleza—, a menudo son crueles, incluso sádicas, quizá debido al impulso andrógino de su autor. El proyecto de Freud consistía en librar al pensamiento de su pasado sexual, o de la curiosidad sexual de los niños. El proyecto de Andersen —seguir siendo niño— se derivó de la energía del pasado sexual, y recibió el vigor y el ritmo de su arte.

Todos sus biógrafos subrayan la presencia de dos Andersen distintos: el danés de Dinamarca, vulnerable y obsesionado por una supuesta demeritación, y el hombre-espectáculo en el extranjero, el Wunderkind de Weimar y de Londres, el danés siempre errante que se embarca rumbo a Bizancio. Infantil en Dinamarca, Andersen era aniñado en el extranjero, donde vivía sus ensoñaciones. Era una celebridad internacional de la talla de Lord Byron antes que él, y de Hemingway, después que él.

Sabemos que Byron y Hemingway eran tan andróginos como Andersen, aunque mucho más activos sexualmente que el reacio danés, quien pagaba por ver a las prostitutas en los burdeles sin jamás tocarlas. El verdadero análogo de Andersen fue su contemporáneo Walt Whitman, cuya carrera sexual —salvo uno o dos encuentros homosexuales— estaba completamente volcada hacia él mismo. 

Andersen coqueteaba, en su país y en el extranjero, con ambos géneros y, al igual que Kierkegaard, era un teórico de la seducción. A pesar de esto era, de hecho, un monumento de narcisismo. Los dos principales escritores daneses de la Época Dorada de ese país eran monomaníacos obsesionados consigo mismos: el capitán Ahab que perseguía a una ballena blanca pero, a diferencia del protagonista estadounidense de Moby Dick, ambos daneses eran demasiado astutos para tratar de arponear lo que cada uno comprendía como su propia visión solipsista.

Esto es para alabar a los daneses gemelos: el sutil intelectualismo de Kierkegaard rivaliza con los discernimientos de Schopenhauer, Nietzsche y Freud, en tanto que una antigua sabiduría emanada de lo popular permanece en Andersen, quien dice e imagina cualquier cosa, mientras evade o desvanece las consecuencias pragmáticas de sus propias narraciones.



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