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martes, 14 de junio de 2016

Natalia Ginzburg / Léxico familiar


Javier Aparicio Maydéu
LÉXICO FAMILIAR,
de Natalia Ginzburg

En Léxico familiar (1963), su obra más admirable, leída hasta la saciedad en varios idiomas desde su aparición, se reúnen las razones de la narrativa entendida como catarsis y las pequeñas virtudes del narrador de raza que no necesita de alardes técnicos o laberínticas intrigas para ganarse a un lector que ella convierte párrafo a párrafo en su compañero de viaje, en su amigo invisible. La vasta cultura de Natalia Levi, de otro lado –nacida del entorno familiar, de su esposo Leone Ginzburg, incansable antifascista turinés, y de Cesare Pavese y sus amigos de la editorial Einaudi, en la que trabajó tantos años– no la condujo a la hojarasca retórica, sino al esmero de querer narrar acariciando los detalles y haciendo de su entorno cotidiano y de su universo emocional un lugar que el lector, sin saber muy bien cómo, hace suyo. Pertrechada con infinitas lecturas de Proust, heredadas de su mamá, que le dieron el tono intimista y los mecanismos de la memoria afectiva, Ginzburg relata aquí su infancia envuelta en la vida cotidiana de una familia judía y antifascista en los tiempos revueltos de Mussolini y la tiranía nazi en que la ideología pudo con la vida humana. Luminosa en algunas páginas llenas de griterío y de color, esa infancia se oscurece en otras por la rigidez con la que Beppo Levi, su padre agridulce, ateo y librepensador, conduce su educación y la de sus hermanos. Y llegado el momento de los sombríos episodios del destierro a los Abruzzos con Leone y sus niños pequeños, la muerte del marido en la cárcel de Roma o el suicidio de su amigo Pavese (“Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y venía a vernos a Leone y a mí comiendo cerezas, ya hablaba de ello”) la obra podría adquirir unos tintes melodramáticos que Ginzburg evita siempre desde la contención narrativa. Léxico familiar teje con palabras un tapiz sentimental que en ocasiones avanza parsimonioso porque conviene elegir adecuadamente la palabra que mejor convenga en cada encrucijada del recuerdo. Se diría que las palabras de Ginzburg saben que están ahí, en las líneas de la página, cumpliendo a rajatabla con su papel trascendente y testimonial. En las palabras que un día se escucharon o se pronunciaron, como en las imágenes o en los olores, se agazapa nuestro pasado, y ellas parecen determinar el paso del tiempo y nuestra propia identidad. Así, en “Las relaciones humanas”, uno de los ensayos recogidos en su célebre Las pequeñas virtudes (1962), que habría que entender como un texto a todas luces precursor de su novela Léxico familiar, la autora de Nuestros ayeres (1952) escribe que “entramos en la adolescencia cuando las palabras que se intercambian los adultos entre sí nos resultan inteligibles”. El tejido verbal de las palabras sustenta el tejido social de las relaciones personales (“en el centro de nuestra vida está el problema de nuestras relaciones humanas”, señala en su ensayito de Las pequeñas virtudes), y es en la infancia cuando se aprende esta lección que Ginzburg ilustra en Léxico familiar, un ejercicio narrativo de autobiografía que su autora, sabedora de las traiciones de la memoria y de aquella máxima que Gabo no se cansa de repetir –a saber, que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos, y el recuerdo bebe del mismo venero que la imaginación– arrima a la ficción subrayando que “sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela”. Las anécdotas y vicisitudes aquí narradas de sus hermanos, de los Balbo, de las charlas en el Café Platti de Turín, frente a Einaudi, de su amiga Lisetta (que “no había cambiado demasiado desde la época en que montábamos en bicicleta y me contaba las novelas de Salgari”), de sus hermanos Gino o Mario con trajes nuevos del sastre Maccheroni, de su tío Silvio musicando poemas de Verlaine, se dan la mano con las de Madame Verdurin, Odette o monsieur Swann. Ginzburg, esa voz atormentada y sutil que atesora buena parte de la grandeza narrativa de la literatura italiana contemporánea, aprendió de sus inicios neorrealistas y se convirtió en una retratista excepcional que fotografía con palabras con tal precisión que llegamos a pensar que formamos parte de la imagen que leemos, y que también nosotros recordamos haber visto cómo “a medianoche, Pavese cogía su bufanda del perchero, se la echaba rápidamente al cuello y cogía el abrigo. Se iba por la avenida Francia, alto, pálido, con las solapas levantadas, la pipa apagada entre sus dientes blancos, su paso largo y su huraña espalda”. Léxico familiar, novela de poderoso magnetismo, resulta una amalgama de fraseos simples, palabras justas, irónicas sutilezas y proustianas banalidades aparentes que en realidad recrean la psicología de todo un mundo, costumbrismo en el más alto sentido de la palabra, terrores personales que menguan cuando se narran, la música callada de un debate insinuado entre el valor de la acción y el valor de la palabra (estás páginas son también las memorias de una mujer de acción y de palabra) o una reflexión no confesada acerca de la soledad y del diálogo con uno mismo a través del acto de escribir.
Más allá de su posición central en la cultura italiana de la segunda mitad del XX, leyendo manuscritos de Calvino, Primo Levi o Elsa Morante, coetánea de Bassani y actriz en El Evangelio según San Mateo de Pasolini, no existe duda de que las musas del arte le concedieron el don de la palabra, que ella supo enseguida aplicar con esmero a la tarea de escribir para sentirse viva, en realidad para confesar que ha vivido, y confesárnoslo de la mano del discreto encanto de la autobiografía que siempre acompañó su obra, desgarradora, porque vivió un infierno, y a un tiempo entrañable, porque escogió contárnoslo con una afectividad redentora, con las palabras convertidas en un cielo protector.

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