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miércoles, 1 de junio de 2016

James Rhodes / Drogas, abusos sexuales y un piano

James Rhodes

James Rhodes: drogas, abusos sexuales... y un piano

Gonzalo Suárez
Actualizado 16/11/201505:13

Tres personajes conviven en el cuerpo esquelético de James Rhodes. El primero es el pianista que describe su currículum: una estrella de la música clásica que ha tocado en los auditorios más exquisitos del Reino Unido. El segundo, el cuarentón con pinta de rockero que abre la puerta de casa y extiende su brazo cuajado de tatuajes: «Pasa, tío». Y el tercero, el tipo tímido que se apoltrona en su sofá, empieza a relatar su vida con un hilillo de voz y, de repente, convierte su apartamento en un confesionario XXL.

Sí: tú eres el sacerdote.

Diez minutos más tarde, lo sabes todo sobre cómo su profesor de gimnasia le violaba al salir de clase. Sobre su adicción a rajarse los brazos con cuchillas de afeitar. Sobre la vez que intentó ahorcarse con un cable de la tele. Sobre cómo muchas noches, cuando le asalta el insomnio, combate los ataques de ansiedad repasando mentalmente las 100.000 notas de su próximo recital. Una a una. Como quien cuenta ovejitas.

«La música de Johann Sebastian Bach me ha salvado la vida cuando estaba a punto de tirar la toalla y no es una metáfora: es la pura realidad», recalca.

Algo parecido sentirán quienes lean Instrumental:Memorias de medicina, música y locura. El libro de Rhodes, que ahora llega a España, es brutal por lo que cuenta -abusos sexuales, ingresos psiquiátricos, adicciones varias- y, sobre todo, por cómo lo cuenta: con una franqueza que apabulla y conmueve a partes iguales. «Cuando voy en el metro y alguien está leyendo mi libro, pienso: "Joder, ese chico sabe más sobre mi vida que la inmensa mayoría de mis ex novias"», admite.

En realidad, es un milagro que el libro haya visto la luz. Durante tres décadas, este artista -estrella musical en su país, autor de programas de TV y el primer pianista clásico que fichó por un sello multinacional de rock (Warner)- parecía empeñado en autodestruirse. Tocó fondo durante uno de sus ingresos en un manicomio: despistó a los enfermeros que le vigilaban las 24 horas, robó un cable, se hizo un nudo en el cuello -«una especie de Windsor»- y trató de suicidarse saltando del retrete.

-No conseguí romperme el cuello, así que me quedé ahí colgando, asfixiándome, hasta que entró un enfermero y me salvó la vida -confiesa con una mueca desesperada-. ¡Qué ridículo! Ahora lo pienso y me dan ganas de abofetearme.

Rhodes recuerda la anécdota en un segundo piso de la zona pija de Maida Vale, uno de los barrios más molones del noroeste de Londres. No habita el casoplón que uno imaginaría para un pianista que ha llenado los mejores teatros del Reino Unido. Su refugio es un apartamento de unos 70 metros cuadrados, con una salita para el piano con el que practica cada mañana.

El músico charlotea con tono animado, puntúa cada frases con una sonrisa y despliega la inimitable cortesía de la upper class inglesa. Es lo último que te esperas de un tipo que ha intentado suicidarse dos veces. Aunque, bien pensado, ¿cómo se supone que debe comportarse un tipo que ha intentado suicidarse dos veces?

Y entonces, al cabo de unos minutos, te fijas en los detalles que evidencian su abultado historial psiquiátrico. Decenas de cicatrices recorren sus brazos. Un amasijo de tics nerviosos invade su rostro mientras habla... En plena entrevista, se asoma inquieto por la ventana, como si acabara de ver a un fantasma cruzando la calle. Más tarde, comprobará nerviosamente que las dos grabadoras -sí, dos- están registrando la charla. «Soy un poco maniático, como puedes comprobar», se ríe.

Jugar con fuego

Estos chispazos son una ventana palpable a su pasado. Nacido en una familia judía de clase media-alta, Rhodes estudió en un colegio privado de Saint Johns Wood, al noroeste de Londres. A los cinco años, se topó con el hombre que le destrozó la vida: Peter Lee, entrenador de boxeo en su escuela. Una tarde, al acabar la clase, le pidió que se quedara a recoger los trastos. Como premio, le dio un regalo cargado de simbolismo: una caja de cerillas. «Para que juegues con fuego», le dijo.

El libro esquiva los detalles más duros del abuso. A Rhodes le basta con un par de pinceladas: «Está dentro de mí y me duele». En cambio, relata con absoluta precisión las secuelas de aquella agresión sexual. Un lustro después de la primera violación, abandonó aquel colegio convertido en un chaval totalmente distinto: tímido, neurótico y, sobre todo, contaminado por una vergüenza de la que nunca ha logrado desprenderse.

«Es como una mancha que siempre está presente», explica en sus memorias. «Mil cosas me lo recuerdan cada día. Cada vez que cago. Miro la tele. Veo un niño. Lloro. Hojeo un periódico. Escucho las noticias. Veo una película. Me tocan. Hago el amor. Me masturbo. Tomo algo inesperadamente caliente o bebo un trago demasiado largo. Toso o me atraganto».

Pero ningún profesor de su colegio se dio cuenta de lo que ocurría. Ni siquiera aquel día que se lo encontraron llorando, con sangre entre las piernas, y les rogó que no le obligaran ir de nuevo al maldito gimnasio. «El pequeño Rhodes tiene que endurecerse», bisbisearon sus maestros.


El pianista tardó 30 años en hablar de aquellos abusos sexuales. Lo hizo en una entrevista que llegó a manos de una antigua directora del colegio, quien acudió a la comisaría a presentar una denuncia. Fue entonces cuando la Policía localizó aPeter Lee: tras tres décadas de impunidadel pederasta trabajaba como profesor de boxeo de menores de 10 años. Murió meses después, en 2011, a punto de que lo sentaran en el banquillo por violación. ¿Qué sintió al enterarse de su muerte? «No sentí nada. No sé lo que debía sentir. Pero, en todo caso, no sentí nada».





"BACH ME HA SALVADO LA VIDA"

Alcanzar esta serenidad le supuso 30 años de trabajo psicológico en los que sólo encontró consuelo en una pieza musical: la Chacona en re menor de Bach. El pequeño Rhodes descubrió esta obra en un cassete casero, y la convirtió en su refugio para sus peores días. Cada vez que sufría un golpe de ansiedad -«es decir, cada jodido minuto que estaba despierto»- canturreaba esa melodía en su cabeza para tranquilizarse. «Sin esta pieza estaría muerto... Me sumergía en ella como si fuera un laberinto musical en el que podía perderme felizmente».

Aquel descubrimiento le animó a estudiar piano en su nueva escuela: primero de forma autodidacta y, ya en la adolescencia, con un maestro profesional. Al acabar el instituto, le ofrecieron una beca en el Guildhall School of Music (Londres), pero sus padres le exigieron que estudiara «algo de verdad». Así que se matriculó en la Universidad de Edimburgo, con resultados fácilmente previsibles: bebió como un escocés, se enganchó a todo tipo de drogas... y, al cabo de unos meses, acabó ingresado en un psiquiátrico.

Tras aquel traspié, Rhodes pasó una década sin tocar el piano. Se autoconvenció de que no tenía suficiente talento, de que jamás habría triunfado... y se dedicó a «ganar atroces cantidades de dinero» en la City. «Mi vida era como un matrimonio. ¿Era feliz? No, no del todo. Pero han pasado 10 años, tengo una hipoteca... Me pasó algo parecido con la música. Hasta que, de repente, la puerta se entreabrió... y yo la empujé».

Aburrido de la vida en la City, Rhodes se recicló como agente de pianistas. Y lo hizo a lo grande: gracias a sus contactos financieros, cerró una reunión con Franco Panozzo, manager de su pianista favorito, el ruso Grigory Sokolov. Antes de sellar el contrato, el italiano le invitó a un plato de pasta y le pidió que tocase una pieza de Chopin en el piano de casa. «James, llevo en esto 25 años y nunca he visto a un amateur tocar así de bien...», fue su asombrada respuesta. «No vas a ser agente: vas a venir aquí cada mes a estudiar con mi amigo Edo, el mejor profesor de Italia».

Si Instrumental fuera un libro convencional, la historia acabaría aquí, con Rhodes convertido en una improbable estrella del piano. En realidad, ocurrió lo contrario: el británico sufrió uno de los peores bajones mentales de su vida. Volvió al psiquiátrico, intentó suicidarse otra vez y descubrió «la droga más adictiva del mundo»: cortarse los brazos. La primera vez que probó, se dio un tajo tan profundo que acabó en Urgencias. «Soy tan capullo que no sé ni cortarme», se ríe ahora.

En su libro, asegura que las cuchillas son la droga perfecta, más adictiva que la cocaína.

Sí, los cortes te provocan un subidón químico, te dan sensación de control, no tienen efectos secundarios como otras drogas... La automutilación es una auténtica epidemia, pero no se habla de ello.

¿A qué se refiere?

Cada vez más gente se corta con cuchillas: banqueros de la City, abogados de prestigio... Es nuestra forma de lidiar con el estrés. Pero la gente cree que es algo de chicas adolescentes, así que no hablan de ello. Y si no se debaten los problemas, es difícil combatirlos.
Para demostrarlo, Rhodes muestra las cicatrices que recorren sus brazos. Luce varios tatuajes. Uno de ellos, el más grande, reza Sergei Rachmaninov en caracteres cirílicos. Con una sonrisa tímida, confiesa que no es sólo un homenaje a uno de sus héroes: «Disfruté mucho el dolor de la aguja al perforar mi piel».

Hace dos años que Rhodes recurrió a las cuchillas por última vez. Tampoco bebe, ni toma drogas, ni sufre pulsiones suicidas. A sus 40 años, ha logrado la victoria sobre sus demonios: incompleta, repleta de altibajos, pero victoria al fin y al cabo. Hoy vive con su segunda mujer, cuida a su hijo y su libro ha recibido excelentes críticas. «Pero no me engaño: sé que sólo me separan dos semanas de acabar en un psiquiátrico». ¿Por qué? «Porque ahora estoy bien, pero si me vienen varios problemas juntos, puedo hundirme... Ya me ocurrió con la censura del libro».

Rhodes se refiere a la batalla judicial que tuvo que librar con su ex mujer para publicar sus memorias. Ella pidió el secuestro del libro para evitar que su hijo, que sufre Asperger, se enterara del pasado de su progenitor. El juez impuso unas medidas cautelares que le impedían incluso tuitear cuando iba al psiquiatra. Al final, el Tribunal Supremo autorizó la edición del libro en mayo, tras una campaña en la que le respaldaron amigos como el actor Benedict Cumberbacht. «Era surrealista: vivía en el Reino Unido, en el siglo XXI, y no podía hablar sobre mi propia vida».

Cada capítulo está encabezado con el título de una pieza musical y una pequeña biografía -frecuentemente infeliz- de sus autores. ¿Acaso hay que estar loco para ser músico? «¡En absoluto!», asegura. «Aparte de Schuman, ninguno de los autores tenía una enfermedad mental severa. En realidad, todos los humanos estamos un poco locos, ya seamos pianistas, pintores o fontaneros. Lo que distingue a estos genios es que fueron capaces de componer esta música maravillosa pese a que sufrían depresión, ansiedad o lo que fuera». ¿Acaso la música no era un síntoma de su locura, sino su forma de combatirla? «Exacto. Es lo que me pasa a mí.Cuando me despierto a las tres de la mañana, lo único que me mantiene con vida es la música. Si no, me volvería loco».

Si la música clásica salvó a Rhodes, ahora él quiere salvar la música clásica. Su libro incluye una lista de Spotify con la pretende atraer a los auditorios a una nueva generación a la que le repele el ambiente apolillado de los recitales. «Si Mozart o Schubert fueran a un concierto hoy, montarían un escándalo», sostiene. «No entiendo eso de tocar en frac ni los músicos que no saludan al público... ¡Es todo ridículo! Cuando haces ruido o no aplaudes en el momento adecuado, te miran como si estuvieras violando a tu abuela».

La industria musical siempre asegura que quiere abrirse a nuevos públicos...

¡Es mentira! Los pianistas son unos gilipollas. Lees sus cuentas de Twitter y hablan en tercera persona: «Fulanito va a tocar no sé donde»... Yo quiero saber quiénes son los músicos, como es su vida sexual, qué les emociona. Ninguno habría escrito un libro como el mío.

Muchos terapeutas recomiendan a las víctimas de abusos sexuales que escriban una carta a quien les violó. ¿Es este libro esa carta a su violador?


Mis memorias son todo lo contrario de lo que mi violador quería para mi vida: tengo un hijo, una carrera, una mujer maravillosa y estoy aquí, hablando contigo. Así que la respuesta es "sí". Mi libro es un gigantesco "jódete" a mi violador.





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