Pablo Montoya Medellín, 2015 Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Las horas grises
de Pablo Montoya
Pasajes de la vida del hombre que llegó a la consagración literaria sin que nadie lo notara. Montoya acaba de reunir tres libros en Terceto y sigue esperando el monto del premio Rómulo Gallegos.
POR
Pablo está en una habitación del San Marco, un hotel de tres estrellas en La Plata, Argentina. Viajó para dictar un seminario de literatura colombiana. Son las 11:00 de la mañana del 4 de junio de 2015 y acaba de enviar un informe de tesis. Recibe un correo de Gabriel Iriarte, su editor.
Pablo tiembla, tiene las manos frías. Llora. “Ha sido una pelea silenciosa con la literatura”, dice. La habitación es estrecha y con las emociones desbordadas, el encierro se vuelve intenso. Quiere salir a la calle, quiere ver el mundo con los ojos, que ahora son los de un escritor consagrado.
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17 de julio de 2015. 9:30. a.m. Pablo lleva saco y pantalón color petróleo, camisa lila. Su barba encanecida luce rala. Entra a la antesala del auditorio y se encuentra con algunos libros suyos exhibidos. Da una entrevista para un canal local de televisión. “Vas a decir tu nombre y qué significa para ti haber ganado el Rómulo Gallegos”, le dice la periodista.
Entre las personas me parece reconocer a sus familiares. Una niña de unos 3 años corretea escapando de su madre. Más tarde veo entrar a una mujer de pelo castaño ondulado, rasgos finos, lleva una chaqueta tipo chanel y un prendedor precolombino. Es Sara, la hija mayor de Pablo, que vive en París desde los 7, ahora tiene 29. En el homenaje, le impondrán el Escudo de Oro de la Universidad de Antioquia.
Más tarde, Pablo habla sobre su mamá: “Tenía una mirada, aunque triste, hermosa y consoladora. Era de baja estatura pero con una resistencia impresionante. Siempre apoyó a su hijo extraviado”.
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Que hubiera hablado de Mariana Campuzano no es arbitrario. Pablo adoraba a su mamá. “Todos mis hermanos tuvieron Edipo”, asegura Rosa Elena, una de sus hermanas. Él es el noveno de once hijos. José, su papá, que era médico, le dio la bienvenida el 26 de abril de 1963 y de la alegría, invitó a todo el barrio a tomarse un aguardiente. Pablo fue siempre muy llorón, era consentido, pero además sufría de estreñimientos. El niño gritaba de dolor hasta que un día la madre dejó una papaya en la mesa que se comió entera: “Santo remedio”.
En cualquier caso Pablo lloraba. Su hermana Olga cuenta que sufría de mal de crepúsculo o lo que se conoce como ‘hora gris’, una especie de melancolía que se manifiesta cuando el sol se pone: “A las seis de la tarde le daba un yeyo”, dice.
Antes de dormir, su papá le contaba historias. En realidad le contaba una sola, la misma, noche tras noche: “Era alcohólico y la repetición era por los tragos”, recuerda la hermana. Pero a Pablo le gustaba escucharlo.
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La familia vivió en Barrancabermeja durante 16 años, en los que el padre trabajó como médico en plena bonanza petrolera: “Tuvo acciones en un hospital, tierras y reses, pero al final se quebró porque era mal negociante”, dice Pablo. Cuatro años después de su nacimiento, regresaron a Medellín. Al terminar el colegio, estudió cuatro semestres de Medicina en la Universidad de Antioquia. Empezó a estudiar flauta y un año después abandonó la carrera y se fue a vivir a Tunja. Allá siguió sus estudios musicales y se ganó la vida como músico. Trabajó en sinfónicas mientras estudiaba Filosofía y Letras a distancia. Todo en medio de una precariedad que le despertó de nuevo los males digestivos de la infancia. De la casa paterna salió también porque estaba enamorado. Un tiempo atrás había conocido a Myriam Montoya, una aspirante a poeta, que también había dejado la ciudad para irse a Bogotá.
Estaba decidido a buscar un destino como artista, aunque eso significara enfrentarse a la autoridad paterna. A pesar de que su padre se opuso, terminó aceptando la decisión de Pablo y un tiempo después le envió unos libros sobre la historia de la ópera. “En una carta me escribió: ‘Yo sé que vas a ser un gran hombre’”. El padre, en cambio, estaba derrotado. Consumido por el alcohol y el cigarrillo, y sumido en una depresión que terminó por llevarlo a la muerte. Al poco tiempo, José Montoya presenció un atraco, intentó huir y le dispararon. El tiro no lo mató, pero a los 60 sufría de enfisema pulmonar y su derrumbe era cuestión de tiempo. “Díganle a Pablo que me demoro tres días”, anunció un mes y medio más tarde. “Como era médico, él mismo se examinaba. Les decía a los doctores que no le mandaran droga cara, que él se iba a morir y su familia no tenía plata”, dice Olga. “Cuando Pablo llegó, ya estaba en el ataúd”.
Un tiempo después nació Sara. “Crecí en medio de dos jóvenes bohemios y pobres”. De su niñez, recuerda las vacaciones en Medellín y los días en que acompañaba a su papá al Conservatorio. En realidad estaba siempre, hasta en las fiestas: “Yo era la mascota. Ellos siguieron con su vida bohemia y perdí la inocencia pronto. Era como un satélite girando en torno a ellos”.
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A los 30, Pablo decidió viajar a Rusia con dos amigos músicos, pero uno de ellos llegó a Francia y cambiaron de rumbo. En París, además de estudiar Literatura, tocó flauta en el metro y en las calles. Dio clases de español, lavó baños, cuidó niños, paseó perros, repartió volantes. En octubre le escribió a Rolando, un amigo de Medellín: “La ciudad es hermosa, posee muchos encantos: el remoto río Sena, la inmensa torre, los museos, los parques cuyos árboles empiezan a deshojarse, callejas medievales (…) pero vivir en la ciudad ansiada es difícil; el precio es el desarraigo, una suerte de marginalidad que en algunos momentos aplasta, la nostalgia que duele como una pena de amor. Por ahora, cuando ninguna puerta amable se ha abierto, toco en el metro que va a las afueras de París, y hago el aseo a la vivienda de un pastuso afrancesado. Por lo tanto hay poco tiempo para dedicárselo al estudio de la lengua; esto favorece la incomunicación y París, entonces, su realidad humana, la veo como a través de un velo”.
Comenzó a tocar con una orquesta latinoamericana de salsa. Allí cambió la flauta por el saxofón. Alquiló uno con ayuda del director del grupo. Era su primer fin de año en París y fueron contratados para tocar en un restaurante latino. El pago era lo suficientemente bueno como para dejar de tocar en el metro durante un tiempo, pero esa madrugada las cosas no salieron bien. Uno de sus compañeros se emborrachó y tuvo que encargarse de llevar al músico a su casa. Al final, el saxofón desapareció. “Fue el primero de enero más amargo de mi vida”. La relación con el músico terminó mal, a ambos les tocó hacerse cargo de una deuda que nunca pagaron. “A partir de ahí, no volví a tocar”.
“Solamente desempolvaba la flauta para tocarme el cumpleaños”, recuerda Sara.
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Un año después, su familia llegó a una residencia universitaria en la que vivía, gracias a una beca. Un par de años más tarde, empezó a dictar español. Parecían abrirse otras posibilidades. Esto le escribió a Rolando en otra postal de noviembre del 96. “La vida en París ahora no está fácil. Tengo proyectos de trabajo (traducción de un libro de cuentos africanos y antillanos de habla francesa), pero todavía no hay respuesta. La universidad, bueno, vos sabés, estoy haciendo la tesis doctoral. Sinceramente me espanta en presiones pensar que tengo que quedarme mínimamente dos años más para poder graduarme, pero lo mejor es irme de aquí con el doctorado. Me da miedo regresar a Colombia y que de pronto por la falta de ese diplomita el trabajo se me escurra de las manos. Pienso en todo caso, que al regresar tendré dos herramientas: la traducción literaria y la enseñanza de la literatura, porque vos sabés que de la escritura sólo viven los famosos y los viejos y grandes escritores. Sara está muy grande y hermosa (…) pero hay que decirlo, la relación con Myriam está muy deteriorada. Los dos hemos intentado rescatar, rehacer, superar nuestro afecto, pero no lo hemos logrado”.
La situación conyugal estaba llena de altibajos, de infidelidades, de desencuentros. “Fue una relación muy tormentosa, conflictiva, además en una época de mi vida en que estaba buscándome. Yo fui muy travieso y díscolo, ella también”, dice Pablo. “Al final tenían una relación enfermiza. Con muchos celos, desde lo artístico también. A mi papá le costaba aceptar el reconocimiento que ella pudiera tener”, dice Sara.
Por esos años conoció a Ernesto Mächler, un bogotano compañero del doctorado y de los ateliers de creación literaria con quien trabó una amistad marcada por la afinidad intelectual que con el tiempo trascendió a la confidencia. Se reunían los viernes y más tarde, cuando Pablo regresó a Medellín, se volvió un gran apoyo en su labor como escritor. Desde conseguir documentación y fotocopiarle libros hasta ser un lector crítico de sus primeras versiones, Ernesto ha sido un compañero de mil batallas. “Pablo es un tipo muy bello. Lo quiero montones, es tierno y solidario, aunque para ciertas cosas es poco práctico”, dice el amigo. Cuando Pablo le entregó un ejemplar de Tríptico de la infamia le pidió:
—Escríbame alguna cosa.
—Ya lo hice —le contestó.
En un gesto rotundo, le dedicó la novela. “Cuando vi mi nombre impreso, me arrancó lagrimones de la emoción”.
—A la única persona que puedo dedicárselo es a usted —le dijo.
El regreso
Dos años más tarde, terminó su doctorado en Estudios Hispánicos. Comenzó a buscar un puesto como docente pero no resultó por su condición de inmigrante. “Para él fue humillante que lo rechazaran”, asegura Sara. De forma paralela, envió su hoja de vida a la Universidad de Antioquia y fue aceptado. Estaba recién separado y eso aceleró la decisión.
Sara tenía 16 años cuando se rompió el cordón familiar. Se fue con su madre a Estados Unidos y Pablo regresó a la ciudad añorada. Esto le había escrito a Rolando unos años antes: “Hoy es domingo, y tengo una mezcla de sentimientos. Tengo la esperanza enredada con el temor, la ilusión y el sueño con la impotencia. Es parte de mi preparación del regreso. Me apego a vos, a las montañas, a tu hija, a la mía, a ese país que yo acaso idealizo desde aquí; me apego a esa parte de mí que es vital y entusiasta, y considero que todo está por hacer; que vale la pena recomenzar. Y yo quisiera decirte que yo soy eso, unas ansias inmensas de recomenzar, solamente una palpitación incesante pero no podría porque me pesa demasiado el pasado; porque me acechan fantasmas y muertes, porque la fragilidad y la indecisión me roen”.
Un año después, madre e hija regresaron a París. “Yo siento un abandono. Desde entonces, me llama pero algo se cortó entre nosotros. Pasar de vivir con tu padre a verlo una vez al año es fuerte”. Esa distancia no hizo más que ahondarse con los años: “Hablamos, él viene, yo voy, pero nunca volvió a ser igual”. “Ella, te confieso, nuestra relación tan fría, es mi gran amargura. Siento que la he perdido y eso me duele profundamente”, dice Pablo. Además, como si la vida se empeñara en alejarlos, su hija tiene otro motivo para sentir lo que siente: “Yo no me entiendo con la esposa de mi papá”.
En Medellín se casó con Alejandra, 15 años menor, con quien tuvo a Eloísa –de 3 años–. Sara y Eloísa no se ven nunca.
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Desde Colombia, solicitó en vano la nacionalidad francesa. En 2002 comenzó su historia como profesor. Una labor que combina con el ejercicio literario y los viajes académicos. Así se gana la vida porque, asegura, “yo no vivo de los libros”.
Su obra no ha sido traducida, salvo Cuentos de Niquía, publicado gracias a una institución benéfica en Francia. Apenas acaba de firmarse un contrato con una traductora italiana para Tríptico. “Tampoco tengo agente literario”, asegura.
Algunas críticas lo han catalogado de inconforme. De ser un escritor desagradecido a pesar de ser publicado por sellos como Alfaguara y Random House. Pero es por lo menos paradójico que después de dos décadas de ejercicio, 20 libros y un Rómulo Gallegos, su nombre haya estado tan perdido en el mapa literario. “Hay que celebrar que tan distinguido galardón no haya sido, como en tantas ocasiones, la certificación de un prestigio, sino una suerte de resarcimiento de un escritor tan tenaz como discreto”, aseguró el crítico Francisco Solano en Babelia.
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Sara dice que su padre es un ser infeliz porque nunca está a gusto en ningún lado. Es como si esas horas grises de su niñez le hubieran dejado la marca indeleble de la tristeza. Esto escribe en una postal del 95 a Rolando: “Yo sigo siendo quizás el mismo de siempre: desesperado y ansioso, aunque por encima todo parezca tranquilo. El tiempo, Rolando, ¿qué hacer con el tiempo? Si fuera un obsesivo, disciplinado, las cosas serían distintas, pero tengo esta abulia que a veces me sume en la impotencia”.
“Odia a Tunja, a París igual. Ahora añora Francia y no termina de acomodarse a Medellín”, dice la hija. Quizás esto que escribió en el mismo año, ilustra el eterno malestar que atraviesa su vida: “Rolando: Con todo, a un año y pocos meses de esta vida ficticia, América Latina es mi esperanza. Quién me entiende, quizás vos, allá era este el sitio redentor; aquí es el allá, que empieza a tomar otras dimensiones”.
Reconoce que es hipocondríaco y quejumbroso: “Siempre le saco peros a todo”. Además es hipersensible al ruido, una condición que se intensificó hace diez años, después de enfermarse de la tiroides. Este desequilibrio le impidió, por mucho tiempo, desenvolverse en la ciudad: “El tráfico, los celulares, la bulla de los vecinos, todo me aterraba”. Regresó a Medellín en 2002 y desde entonces, se ha trasteado 13 veces.
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Esa tarde de junio estuvo en su habitación. Recibió llamadas de felicitación y entrevistas de medios internacionales. Querían saber quién era y de qué trataba la novela. “¿Qué siente? ¿Cree que su vida va a cambiar después de este reconocimiento?”. Los venezolanos hacían preguntas politizadas: “¿Piensa que el premio es manipulado desde el poder?”.
Su hija cree que con el premio ha llenado vacíos: “Participó en concursos y casi siempre quedó finalista. Lo ha frustrado no ser reconocido. Su objetivo es que lean su obra y que lo admiren”.
Tríptico de la Infamia
Eso que dice Susan Sontag en su ensayo Una muerte de luto, bien podría aludir a Pablo, aunque se refiere a W.G. Sebald, el escritor alemán exiliado en Inglaterra que murió en 2001: “…Es el autorretrato de una mente: una mente inquieta, una mente crónicamente insatisfecha; una mente angustiada; una mente proclive a las alucinaciones”. Esto escribe Sebald en Vértigo: “Una vez, en la calle Gonzaga, incluso creí reconocer a Dante, el poeta exiliado de su ciudad natal so pena de morir en la hoguera. Estuvo caminando un buen rato un poco por delante de mí, con su famosa gorra en la cabeza…”.
A Pablo le ocurre algo parecido con el grabador de Bry, Van Gogh, Céline o Baudelaire. Según los críticos, la grandeza de la literatura de Sebald tiene que ver con la mezcla de formas narrativas como el ensayo, la autobiografía, la novela, la poesía y la crónica. Todos esos recursos entrelazados refuerzan su obsesión por establecer la relación entre el mundo de los vivos y los muertos, tal como ocurre en la obra de Pablo.
“Creo que Tríptico es un libro de la madurez de mis obsesiones literarias”, dice. Los tres personajes son artistas del siglo xvi que descubrió en 1995 y rastreó desde entonces. Pasaron más de 15 años hasta que la idea maduró. “La primera parte es entusiasta, sobre las aventuras del hombre que va a América; la segunda es melancólica y desamparada, en tonos grises; y la tercera es más ensayística”. La historia reúne a Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry, tres artistas que miran con asombro los horrores de la conquista de América y el exterminio que arrasa en nombre de la religión.
Dubois es el más autobiográfico de los tres. “Es el más parecido a mí, es pesimista, un hombre que no cree en la condición humana”. Este artista que pintó sobre tabla la masacre de San Bartolomé parece recrear las horas oscuras que marcaron la infancia del escritor. Esto dice Dubois: “Decía mi madre que en su embarazo la estremecían unos estados de abatimiento repentino cuyas causas nunca pudo explicarse. Sobre todo en los arribos de los crepúsculos (...) mis primeros meses estuvieron sacudidos no por un llanto vespertino, sino por uno que parecía no tener pausa. Pero cuando el niño fue creciendo, y las lágrimas se hicieron cada vez más esporádicas, el otro orificio se empecinaba en no abrirse”.
Con Tríptico, Pablo se da las licencias que quiere. Incluye datos biográficos, reconstruye la historia y se permite anacronismos porque hace guiños a la pintura de los siglos xix y xx en una historia del xvi. Hay referencias al realismo de Courbet, al impresionismo de Degas y al surrealismo de Picasso.
En su literatura, Pablo da saltos entre honduras poéticas y lo prosaico sin ningún pudor. Suelta palabras como ‘verga’ o ‘cagada’ a lo largo de párrafos. Quizás esta frase de Cuaderno de París lo resume bien: “Parezco un equilibrista transcurriendo entre dos vacíos: Dios y los hombres”.
En cuanto a sus influencias, reconoce que se desmarca un poco de los escritores del boom y se siente más cercano a los anteriores a este: Borges, Carpentier, Manuel Mujica Láinez, César Vallejo; así como de los primeros modernistas: José Martí, Lugones, Rubén Darío. “Aunque el Cortázar cuentista lo admiro mucho y le hago algunos guiños en mis libros”.
Medellín, 1980
Dos adolescentes con ganas de cambiar el mundo. Uno persigue la belleza. El otro vive un periodo de rebeldía. Ambos comparten lecturas, caminatas, tardes al sol. Están por graduarse del Liceo antioqueño. El rebelde se integra a una brigada de la guerrilla. Sus ideologías se enfrentan, pero su cariño permanece intacto. Es un cuento que Pablo escribió sobre su amistad con Rolando Rivera, el amigo de la adolescencia y el destinatario de las cartas desde París. Rolando siempre creyó en su talento y por eso le pasaba al escondido libros que robaba cuando trabajaba en la librería América. “Éramos idealistas”, recuerda. De esa amistad quedaron los viajes por Colombia y el amor por Van Gogh, el mismo que estaba en el dorso de las postales.
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Son las 10:00 de la noche del 13 de noviembre de 2015. Pablo está cenando en la casa de unos amigos en el distrito xi de París. Poco antes de las 11:00, se despide y camina hasta el boulevard Voltaire, donde toma el metro hasta la estación Châtelet– Les Halles para tomar el rer b en dirección a Massy. El tren llega —con una hora de retraso—, lleno de hinchas que vienen del estadio. Se baja en la estación Parc de Sceaux y camina hasta la casa de Sara. Su hija está en shock, aterrada por los atentados que acaban de ocurrir a solo diez cuadras de donde él se encontraba. “No nos dimos cuenta de nada porque estábamos en un apartamento que no da a la calle y cuando salí, todo era silencio, no noté nada raro, solamente el retraso del tren. Lo que vino después fue ese estado de angustia. “Le Petit Cambodge, La Belle Équipe e incluso el Bataclán eran lugares que frecuentaba en mis años parisinos”.
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Pablo llevaba unas semanas en Francia gracias a una beca para escritura en la pequeña ciudad de Saint Nazaire, en la desembocadura del Loira en el Atlántico. Había ido a la capital porque el lunes siguiente iba a recibir un homenaje en la Escuela Normal Superior de París. Diez días después regresó a París y se hospedó en un hotel en pleno centro. “Durante casi una semana estuve leyendo los editoriales de Le Figaro –el diario de la derecha–, que me parecían espantosos, incendiarios, como si regresáramos a las cruzadas, recalcando la necesidad de defender los símbolos nacionales, donde se vociferaba la idea de que había que bombardear esos territorios. Los culpables son quienes gobiernan a Francia, que manejan un discurso infame, pregonando principios de paz y civilización pero interviniendo desde hace muchos años como país imperialista. Yo me solidarizo con las víctimas del terrorismo, gente que estaba divirtiéndose. Pero sus gobernantes están manejando un doble discurso, uno de paz que es falso y otro guerrero, con intervenciones militares, económicas y políticas”.
Pablo pasó allí la Navidad y regresó en Año Nuevo. “La gente se volcó a las calles en diciembre aunque sí disminuyó el turismo. Un día fui a la Torre Eiffel y había muy poca gente”.
Algunos lectores de Tríptico con los que conversó le recordaron la masacre de San Bartolomé que había recreado con tanto detalle. Unas escenas de horror similares ocurrían, cinco siglos más tarde, a pocas cuadras de donde se encontraba esa noche. Era París, que otra vez lo atravesaba, para bien y para mal.
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Este año, la universidad le permitió no dictar clases para dedicarse a atender los compromisos derivados del premio. Le espera una agenda llena de viajes. Gracias a la beca en Saint Nazaire, ya ha escrito casi 200 páginas de su nueva novela, que espera terminar este año: una historia acerca de un grupo de jóvenes que se va a Tunja a estudiar música en la década del ochenta.
Casi siete meses después, Pablo aún está a la espera de recibir la totalidad del premio. “He mantenido la tranquilidad, se me sale de las manos, se trata de un país casi al borde de la guerra civil. De malas yo, que me tocó eso”.
Pablo, el hombre flaco que alguna vez intentó engordar en vano; que leía parado para no dormirse, propenso a la melancolía y a los trastornos digestivos; que comparte con su hermano Carlos –13 años mayor– la extraña casualidad de nacer el mismo día y el talento musical; que tuvo el honor –y la revancha– de ser profesor invitado en La Sorbona; que aprendió a conducir a los 50, hace yoga para regular el cuerpo que a veces no le da tregua. Insomnios y un esguince muscular los compensa con viajes, música y películas de ciencia ficción.
—En estos días vi Terremoto, es una tremenda lata, ¿la viste?
—Me encanta ver cómo se destruye el mundo.
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El día que conocí a Pablo, nos reunimos en su casa de Envigado. Estaba desempacando cajas llenas de objetos personales, unos instrumentos musicales en miniatura que además son tajalápices –y que simbolizan sus dos pasiones: la música y la literatura–, un barquito azul de yeso que trajo de Grecia, fotografías y sus últimas adquisiciones literarias: Osvaldo Lamborghini, Marosa di Giorgio, Juan Gelman y Juan José Saer.
Por esos días intentaba darle un nuevo orden a su vida doméstica. Dos gatos se paseaban por la casa y uno de ellos trataba de salir por la ventana.
—Estoy recién pasado, me dijo.
Entonces, yo no imaginaba que esa era una rutina más que familiar en su vida. Era su mudanza número 13, y muy seguramente no la última. Moverse es un rasgo de su carácter. Volver a empezar también.
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