Tras la
pasión por el juego, oscuros señores han manchado el deporte arreglando
partidos, usando el fútbol como cortina de humo o vendiendo a los jugadores al
mejor postor. Esta es la historia de cómo Ronaldo, el “fenómeno”, jugó un
partido que no debía por la presión de unos billetes.
RONALDO LLEGÓ AL VESTUARIO TOMADO
DE LA MANO DEL DOCTOR JOAQUÍN DE MATA, 45 minutos antes de que se
iniciara la final de la Copa del Mundo de 1998. Miraba a lo lejos, hacia todas
partes y hacia ningún lado. Caminaba como un autómata, aunque se esforzaba por
disimularlo. Cuando lo vieron, sus compañeros se le fueron encima para
preguntarle cómo estaba, cómo se sentía, qué había pasado. Él decía “bem, tudo
bem”, e intentaba sonreír. “¿Estás para jugar?”, le preguntaban. Él volvía a
decir “bem, tudo bem”. Cuando se encaminó hacia su locker para cambiarse, vio
pegada en la pared la alineación con la que Brasil se enfrentaría a Francia en
la final del Mundial. En su lugar estaba el nombre de Edmundo. Edmundo o
“animal”, como lo llamaban, jugaría en vez de él. Ronaldo calló. Observó de
nuevo el vestuario y a sus compañeros y tomó su camiseta, la número nueve, y
luego sus botines Nike, diseñados para él.
La vida le había cambiado mucho a
Ronaldo Nazario da Lima en los últimos tiempos. Tal vez, demasiado. Tenía 21
años apenas. Y, sin embargo, parecían cincuenta. A los ocho firmó su primer
contrato con un equipo de Río de Janeiro, el Valqueire. Luego pasó por el
Flamengo y por el Cruzeiro. A los quince, ya formaba parte del PSV Eindhoven de
Holanda. Pocos años más tarde, estaba en el Barcelona. Entrevistas,
autógrafos, presiones. En el 94 fue el niño mimado de Brasil. Lo llevaron al
campeonato de Estados Unidos 94 para que supiera qué era una Copa del Mundo,
cómo habría de comportarse, cómo tendría que responder a las presiones, cómo
serían los entrenamientos y cómo reaccionaría ante las críticas de los
periodistas. Ronaldo pasó la prueba. No jugó, pero aprendió y comprendió. En
Francia, la selección de Brasil dependía de él. La selección; su patrocinador,
Nike; la Confederación Brasileña de Fútbol; los dirigentes, los periodistas y
los hinchas.
Y en Francia, Ronaldo apenas tenía
veintiún años. De niño, muy niño, jugaba para el Flamengo. Entrenaba con varias
docenas de niños como él, surgidos de las favelas. El fútbol, para ellos, era
mucho más que un juego. Era la única posibilidad de salir de la miseria. Un
día Ronaldo, el “garotinho” de los dientes separados, le preguntó a su
entrenador si habría una posibilidad de que le facilitaran el dinero para los
pasajes desde su casa. “Ese es su problema”, le respondió el técnico. Ronaldo,
entonces, probó en otro equipo, el Sao Christovao, que le quedaba más cerca y,
fuera de eso, le pagaba unos cuantos cruzados para su transporte. El
“garotinho” de los dientes separados brilló, pero su equipo cayó en un
desastre casi imposible de solucionar. En uno de aquellos partidos casi de
barrio, aunque tuvieran el pomposo ribete de Segunda división, lo vio
Jairzinho, aquel legendario Jairzinho de la Copa de México 70.
Jairzinho pagó 10.000 dólares por
los derechos del niño. Lo compró, como a los esclavos. Le dijo algunas cosas,
le enseñó otras, y en unos cuantos meses, lo vendió al Cruzeiro por 100 .000
dólares. Allí jugó algunos años y allí se retiraría del fútbol en el 2009.
Antes de cumplir quince años fue transferido a Holanda por una cifra diez
veces superior a la que el Cruzeiro había pagado. Su carrera era una espiral
de millones de dólares con la que se hacían ricos los clubes, los
intermediarios, los entrenadores, los descubridores de talentos, los
periodistas adeptos a ciertos sobornos para halagarlo, los dirigentes del
fútbol y sus patrocinadores. Todos, de una u otra manera, formaron parte del
cónclave que se creó a su alrededor, 45 minutos antes de que se jugara la
final de Francia 98. Y todos, de una forma o de otra, fueron responsables de
que arriesgara la vida ante miles de millones de personas en una cancha de
fútbol, el 12 de julio de 1998.
Cuando salió a la cancha del
estadio de Saint Dennis, en París, ya corría el rumor de que había padecido una
fuerte convulsión. Con las horas, algunos dirían que fue la noche del 11 de
julio. Otros, que ocurrió después del almuerzo del domingo 12, siete horas
antes de la final ante Francia. Ronaldo había llegado a la Copa como la gran
figura de su equipo y del torneo. Todas las cámaras y los flashes y los
hinchas lo buscaban. Nike había firmado un contrato multimillonario para que
fuera su imagen, y más que eso, había suscrito con la CBF (Confederación
Brasileña de Fútbol) un negocio exclusivo por 40 millones de dólares para ser
la marca de la Selección. Una de las cláusulas estipulaba que Ronaldo debería
jugar los noventa minutos de los partidos que Brasil disputara si se encontraba
en buenas condiciones médicas. El 12 de julio, luego de haber estado en la
clínica, el doctor Lidio Toledo dictaminó que estaba en condiciones para jugar.
“Debido al estrés, lo llevé al
hospital y pedí un examen completo, una electrografía y un electrocardiograma”,
dijo Toledo, el jefe médico de la delegación. Días más tarde, expresó que
“probablemente”, Ronaldo había sufrido un ataque epiléptico. Lo cierto fue que
el domingo 12 de julio Ronaldo Nazario da Lima fue llevado al hospital Lilas
por el doctor Joaquín de Mata. Regresó a las 7:45, algo más de una hora antes
de la final del mundo. “La decisión que tomé de decir que Ronaldo estaba en
forma es la peor decisión que he tomado en mi vida”, diría Toledo pasadas
varias semanas, cuando los medios de comunicación y algunos médicos no dejaban
de cuestionarlo. Toledo se había excedido en sus dosis de analgésicos con
Ronaldo, y él lo admitió, más allá de que negara que lo había inyectado.
Leonardo y Carlos Alberto, testigos del momento en el que su compañero
convulsionó, declararían que sí lo habían inyectado.
El cuadro clínico indicaba que una
mezcla de analgésicos y anticonvulsionantes había derivado en el ataque. Más
allá de teorías, acusaciones, y del drama que se vivió en el vestuario de
Brasil, Ronaldo quería jugar. Era el sueño de todo niño. Su sueño y el de sus
padres. La oportunidad de quedar en la historia, un momento único que, quizá,
no se repetiría jamás. Él quería jugar. Por eso se puso la franela número nueve
de su equipo y los botines Nike, indiferente a las discusiones que se
suscitaban en el camerino sobre la pertinencia de que jugara ante Francia. El
equipo se dividió. Por una parte, un grupo liderado por el capitán, Dunga,
consideraba que el titular debía ser Edmundo, que no podrían arriesgar a
Ronaldo. Otro, encabezado por Leonardo, quería que el “9” fuera Ronaldo.
Zagalo, el técnico, y Zico, su asistente, argüían que la decisión ya estaba
tomada y firmada: Edmundo sería el centro delantero.
Sin embargo, mientras el vestuario
se caldeaba cada vez más, y a pocos minutos del partido más trascendente de los
últimos cuatro años, un delegado del grupo avisó a Ricardo Teixeira lo que
ocurría. Teixeira, presidente de la CBF y yerno de quien hasta veinte días
atrás fuera el máximo dirigente de la FIFA, Joao Havelange, bajó de inmediato
al camerino para “ordenarle” a Zagalo que alineara a Ronaldo. Él había suscrito
el millonario contrato con Nike, aquel de los 40 millones de dólares y de la
cláusula según la cual Ronaldo debía jugar siempre, mientras estuviera en
condiciones médicas para hacerlo. Teixeira dijo que el informe de los doctores era
positivo, y cuando le informaron que, según las reglas, no podría cambiarse
ningún nombre de la planilla entregada, contestó que él era Ricardo Teixeira, y
que él lo solucionaría. “No sean tontos, recuerden quién soy”.
Teixeira llegó al fútbol de la
mano de Joao Havelange, quien lo involucró en el deporte cuando tomó las
riendas de la FIFA, en 1974, luego de oscuros episodios de chantajes, regalos
millonarios, e incluso, sucesos de espionaje. “El mayor talento de Ricardo
Texeira es ser el yerno de Havelange”, le comentó alguna vez Guido Tognoni,
jefe de comunicaciones de la FIFA, a David Yallop, para su libro Cómo se robaron la copa.
Estudió derecho y trató de formar algunos negocios que terminaron en el
fracaso. Con el fútbol, todo empezó a cambiar. Teixeira asumió el déficit que
había dejado Havelange en la CBF, sus secretos, y se hizo rico.
Aliado con las sucesivas
dictaduras en Brasil, con personajes subterráneos del fútbol, con jueces,
ministros, periodistas y demás a quienes les pagaba con boletas de Mundial sus
favores. Heredó el reino del fútbol brasileño y las turbias maneras de su
predecesor.
Compró lo que se podía comprar,
que era casi todo, con dineros de la Federación, como lo hizo su suegro.
Partidos, árbitros, sedes, denuncias, columnas de opinión. Compró, por ejemplo,
a los directivos de la Federación Ecuatoriana para jugar su partido de
eliminatorias 94 en Guayaquil, en lugar de hacerlo en Quito, como lo habían
anunciado. “Cuando el arreglo de cooperación se filtró en Quito —escribió
Yallop—, fue ultrajante. Miembros del Congreso ecuatoriano iniciaron una
investigación. Hubo una profunda sospecha de que el arreglo fue más allá de
cambiar ilegalmente la jurisdicción y cubría una garantía para no ganarle a
Brasil. Preguntado para responder sobre la ira en Ecuador, Teixeira se quedó
perplejo. ‘¿Cuál es el problema? ¿Si era bueno para nosotros y bueno para
ellos? Es válido romper las normas si creemos que debemos ganar’”.
Compró con miles de dólares su
cargo en la CBF y ahí multiplicó su dinero por cientos de millones. Como decía
a finales de los 90 el presidente de Flamengo, Marcio Braga. “Es obvio que su
dinero sale del fútbol. Cuando se posesionó en la CBF venía de un negocio de
inversiones bastante malo, llamado Minas Investimento. Se vendió en un dólar
después de quebrar. El frustrado abogado y hombre de negocios ahora es
propietario en Río de una concesionaria Hyundai, dos clubes nocturnos y un
restaurante. Con su finca ha hecho una fortuna que se remonta a 100 millones de
dólares. En todo está protegido por Havelange”. Braga intentó luchar contra
Teixeira y Havelange durante más de veinte años, pero siempre fue vencido.
Acudió a la justicia ordinaria para demandar a Teixeira, pero La FIFA, es
decir, Havelange, proscribió a su equipo. “El fútbol en Brasil está en manos
de la mafia y es de lo peor que uno se pueda imaginar”.
Teixeira llevó a 33 amigos con
todos los gastos pagos a las finales de la Copa del Mundo de Italia 90, y a
otros 100 a Estados Unidos 94. Allá, bajo la conducción de Carlos Alberto
Parreira, Brasil obtuvo su cuarto título del mundo. Havelange y Teixeira se
encargaron de enviarles regalos de distintas cuantías a quienes controlaban la
Copa. Desde los patrocinadores, con quienes habían firmado contratos de millones
de dólares, hasta los organizadores, llegando, por supuesto, al comité de
arbitraje. De cualquier forma, Brasil ganó. Romario brilló, y Bebeto lo
secundó. Pese a las críticas por el estilo europeizado del scratch, venció en la final a
Italia.
La copa era todo. Fue todo.
Siempre fue todo, desde 1930, cuando Mussolini envió a dos de sus esbirros para
que intimidaran al argentino Luis Monti y perdiera la final ante Uruguay, hasta
la final del 98, la de Ronaldo. Desde que en el “El duce” amenazó al staff general de la
FIFA, al técnico Vittorio Pozzo y a sus jugadores para que Italia ganara, hasta
el 66, cuando Stanley Rouss, barajó las cartas y los árbitros y las sedes y los
rivales para que Inglaterra triunfara en un Mundial. Desde el 78, cuando la cúpula
militar argentina compró a algunos futbolistas de Perú para que fueran a menos
contra su país, y perdieran para que el equipo de César Luis Menotti llegara a
la final, hasta el 82, cuando don Joao Havelange decidió romper lo que se
había firmado y, en asocio con multinacionales de ropa deportiva, le arrebató
la sede de la Copa del 86 a Colombia, pues, decía (decían) “en Colombia nadie
compra zapatillas deportivas, y el 50% de la gente anda descalza”.
En el 90 los brasileños creyeron
que por una victoria el mundo dejaría de girar. Se llevaron toneladas de
electrodomésticos en el vuelo 1035 de Varig a Río de Janeiro, y pretendieron
llevarlas hasta sus casas sin pasar por aduana. “El evento, que debió ser una
razón para estar orgullosos y con júbilo para toda la nación, resultó ser una
serie de malos manejos con el fin de encubrir actos ilegales que consistieron
en la admisión en el territorio nacional de mercancías extranjeras sin el pago
de los impuesto debidos”, rezaba una investigación judicial contra la
Selección. El responsable legal de aquellos sucesos era Teixeira, quien en
medio de la euforia, las cámaras y los cánticos de miles de hinchas, se negó a
permitir que las autoridades de aduana revisaran el equipaje, aduciendo que dos
millones de personas los aguardaban en la calle para celebrar.
“¿Cómo puede usted atreverse a
decirme eso?”, le gritó, según David Yallop, al jefe de aduanas de turno, un
señor de apellido Belson, quien le había sugerido que salieran con sus bolsos
de mano esa noche y regresaran a la mañana siguiente, una vez fuera
debidamente revisado el resto del equipaje. “Soy campeón del mundo. Le exijo
la entrega inmediata del equipaje sin ninguna inspección. Tenemos camiones
afuera que nos están esperando para transportarlo todo y nadie lo va a impedir.
Qué atrevido, hablarme a mí así. ¿No me reconoce? ¿No sabe quién soy?” Los
gritos y los improperios subieron de tono. Teixeira amenazó con ordenarles a
sus muchachos que se bajaran del camión en el que recorrerían Río. Los jugadores
se solidarizaron con él. De a pocos, se fueron sumando a la discusión.
Branco le dijo al señor Belson,
“tome la Copa, quédesela usted”. Romario añadió: “Si usted no entrega el
equipaje, no habrá desfile”. Algún otro jugador botó su medalla al piso y la
pisoteó. Carlos Alberto Parreira y Zagallo le dijeron “Bien, si quiere una inspección,
hagámosla ahora mismo. No nos preocupan las multas, pero no se olvide que
pasaremos la noche aquí. Me gustaría saber qué va a hacer usted con toda esa
gente allá afuera”. Las presiones lograron que Belson y sus subalternos
claudicaran. Desde la presidencia de Brasil, hasta ministros, jueces y
periodistas, intercedieron por los jugadores, a quienes consideraron héroes
nacionales. El equipaje tenía un exceso de doce toneladas en neveras,
televisores, juegos, computadoras, muebles e incluso, de acuerdo con la
fiscalía, narcóticos. “Este departamento está convencido de que el fútbol se
está utilizando para lavar dinero proveniente de la droga”, diría cuatro años
más tarde una fiscal de Río.
Aquel Ricardo Teixeira, socio de
Havelange y de Castor de Andrade, uno de los capos de las mafias brasileñas;
aquel Teixeira, amigo de quienes deciden qué es justo en Brasil y qué no, de
quienes toman las decisiones y a quienes invita a partidos de fútbol y a Copa
y copas, fue el que dispuso que Ronaldo Nazario jugara la final del 98. “No
sean tontos, recuerden quién soy”, dijo entonces, y cambió las planillas
oficiales, enviando al garotinho de los dientes separados a una batalla en la
que no podría combatir, arriesgando su vida. Meses más tarde, Nike le
declararía al periodista Luciano Wernicke: “La compañía nunca opina en qué
jugadores deben integrar un equipo, ya que dicha decisión es responsabilidad de
los cuerpos técnicos. En la previa de la final, Nike no tuvo conocimiento de la
condición física de Ronaldo y de su inclusión en el equipo, hasta que fue
anunciado públicamente”.
Ronaldo, por su parte, dijo:
“Cuando llegué al estadio estaba bien y tenía ganas de jugar. No sé qué me
pasó. Roberto Carlos habló de mucha presión. Puede ser, como puede ser
cualquier otra cosa. Algunos periodistas escribieron que tuve miedo, pero esa
es una de las tantas mentiras que se escriben sobre mí. ¿La verdad? Sí sentí un
miedo terrible. Perdí la Copa del Mundo, pero gané la copa de la vida. Estoy
triste por la final, pero la vida cuenta mucho más”. Brasil perdió aquel
partido, 3-0, por razones que iban mucho más allá de lo que Ronaldo hiciese o
no sobre el campo del Saint Dennis de París. Perdió porque Francia lo apabulló,
porque Zinedine Zidane sacó a relucir su capacidad cuando más se lo necesitaba
y anotó dos goles, fuera de dirigir a su equipo, y porque el fútbol de Brasil
se condenó mucho antes de salir a la cancha. Se condenó cuando priorizó los
dólares sobre el juego.
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