Ilustración de Fernando Vicente |
Circo y periodismo
La entrevista de Sean Penn al Chapo Guzmán sólo se entiende por la frivolidad que contamina la vida política, que conduce al reemplazo de las ideas por el espectáculo
Una de las profesiones más peligrosas en el mundo de hoy es el
periodismo. Cada año aparecen, en los balances que hacen agencias
especializadas, decenas de reporteros, entrevistadores, fotógrafos y
columnistas secuestrados, torturados o asesinados por fanáticos religiosos y
políticos, dictadores, bandas de criminales y traficantes, o dueños de imperios
económicos que ven como una amenaza para sus intereses la existencia de una
prensa independiente y libre.
Este contexto explica, sin duda, la indignación que ha causado la
entrevista que llevó a cabo el actor Sean Penn al asesino y narco mexicano, el
Chapo Guzmán —cuya
vertiginosa fortuna lo ha hecho figurar entre los hombres más ricos del mundo
según la revista Forbes—,
poco antes de ser capturado por la infantería de marina de México. La
entrevista, que apareció en la revista Rolling
Stone, es malísima, una exhibición de egolatría desenfrenada y
payasa y, para colmo, desbordante de simpatía y comprensión hacia el
multimillonario y despiadado criminal al que se le atribuyen cerca de tres mil
muertes además de incontables desafueros, entre ellos gran número de
violacones.
Sean Penn es muy buen actor y tiene fama de “progresista”,
término que, tratándose de gente de Hollywood, suele significar una debilidad
irresistible por los dictadores y tiranuelos tercermundistas. Lo ha mostrado,
en un magnífico artículo, Maite Rico (Fascinación
eterna por el déspota, EL PAIS, 17/1/2016), quien recuerda los
ditirambos del actor (y de Michael Moore y Oliver Stone) a Fidel Castro y a
Hugo Chávez: “Una de las fuerzas más importantes que hemos tenido en este
planeta”, “líder fascinante”, “le tengo amor y gratitud”, etcétera. ¿Cómo
explicará el actor, entonces, que en los últimos comicios el setenta por ciento
de los electores venezolanos haya repudiado de manera tan categórica al régimen
chavista? Probablemente, ni se ha enterado de ello.
El caso de Sean Penn sólo se entiende por la extraordinaria
frivolidad que contamina la vida política de nuestro tiempo, en el que las
imágenes han reemplazado a las ideas y la publicidad determina los valores y
desvalores que mueven a grandes sectores ciudadanos. Elogiar a Fidel Castro,
“el hombre más sabio del mundo” según Oliver Stone, es una patética exhibición
de cinismo e ignorancia, equivalente a sentir admiración por Stalin, Hitler,
Mao, Kim il Sung o Robert Mugabe, y defender como modélica a una dictadura de
más de medio siglo que ha convertido a Cuba en una prisión de la que los
cubanos tratan de escapar como sea, incluso desafiando a los tiburones. Y no lo
es menos considerar una estrella política planetaria al comandante Chávez, cuyo
régimen transformó a Venezuela en un país pobre, violento y reprimido, cuyos
niveles de vida caen cada día más por culpa de una inflación galopante —la más
alta del mundo— y donde la corrupción y el narcotráfico se han enquistado en el
corazón mismo del Gobierno.
Qué cómodo es para estos personajes, desde Hollywood, es decir,
desde la seguridad jurídica —nadie irá allá a despojarlos de sus casas,
negocios, inversiones, ni a tomarles cuenta por lo que dicen y escriben—, el
confort y la libertad de que gozan, jugar a ser “progresistas”, aceptando
invitaciones de sátrapas ineptos, que los tratan como reyes y los adulan, halagan
y regalan, y a defender regímenes opresores y brutales, que hacen vivir en el
miedo, la escasez y la mentira a millones de ciudadanos a los que han quitado
la palabra y los más elementales derechos. Ahora, además de dictadores, los
“progresistas” de Hollywood defienden también a delincuentes comunes y asesinos
en serie, como el Chapo Guzmán, pobre hombre que, según Sean Penn, llegó al
delito porque era la única manera de sobrevivir en un mundo atrofiado por la
injusticia y los oligarcas.
El periodismo, por desgracia, es también una de las víctimas de
la civilización del espectáculo de nuestros días, donde aparecer es ser y la
política, la vida misma, se ha vuelto mera representación. Utilizar esta
profesión para promoverse y difundir ideas frívolas, banalidades ridículas y
mentiras políticas flagrantes es también una manera de agraviar un oficio y a
unos profesionales que hacen verdaderos milagros para cumplir con su función de
informar la verdad por salarios generalmente modestos y corriendo grandes peligros.
Gentes como Sean Penn, Oliver Stone y congéneres ni siquiera advierten que su
actitud revela un desdeñoso prejuicio hacia Venezuela, Cuba, México y, en
general, el tercer mundo, con esa duplicidad de que hacen gala cuando elogian y
promueven para esos países sistemas y dictadores que no tolerarían jamás en su
propio país, muy parecidos en eso a un Günter Grass, que, en los años ochenta,
pedía que los latinoamericanos siguiéramos el “ejemplo de Cuba”, en tanto que,
en Alemania, él defendía la socialdemocracia y combatía el modelo comunista.
Sean Penn y Madonna |
Sean Penn y Charlize Theron |
Desde luego que mi crítica a aventados irresponsables como Sean
Penn no significa que crea que los actores deben prescindir de hacer política.
Todo lo contrario, estoy firmemente convencido que la participación en el
debate público, en la vida cívica, es una obligación moral de la que nadie debe
sentirse exonerado, sobre todo si no está contento con la sociedad y el mundo
en el que vive. Y creo que esta obligación es tanto mayor cuando un ciudadano
—como es el caso de los cineastas en cuestión— es más conocido y tiene por lo
tanto mayores posibilidades de llegar a un amplio público. Pero, por ello
mismo, es indispensable que esta participación esté fundada en un conocimiento
serio de los asuntos sobre los que opina.
A este respecto quisiera citar la respuesta que otro
norteamericano, éste sí bien informado y honesto, el escritor Don Winslow, dio
al artículo de Sean Penn. Su texto puede ser consultado en la página web
Deadline.com. Winslow, que desde hace veinte años investiga los cárteles de la
droga mexicanos y ha publicado un libro premiado sobre este tema, The
Cartel, recuerda a todos los periodistas que han sido
mutilados y asesinados por haber investigado sobre el Chapo Guzmán. Y se
sorprende de que Sean Penn no preguntara al capo por qué, luego de su primera
escapada de la cárcel, en 2001, desató esa “guerra de conquista” para desplazar
a otros cárteles que causó más de cien mil asesinatos. Otras preguntas que Sean
Penn no hizo: cuántos millones de dólares ha gastado el Chapo comprando jueces,
políticos y policías, la razón por la que decidió firmar un acuerdo de
colaboración con la organización sádica y homicida de los Zetas, y por qué
aceptaba que sus sirvientes le llevaran niñas púberes a su celda en los
períodos que pasó en prisión. También lamenta Winslow, entre otras cosas, que
Sean Penn no formulara una sola pregunta al Chapo Guzmán, en las siete horas de
diálogo con él, sobre las 35 personas (12 mujeres entre ellas) que hizo
asesinar, acusándolas de trabajar para los Zetas, antes de hacer las paces con
esta terrorífica banda.
Las razones
por las que Sean Penn no preguntara nada incómodo al Chapo Guzmán nosotros las
sabemos de sobra: él fue a entrevistarlo con las respuestas del asesino ya
fabricadas por su propia frivolidad o cinismo: presentarlo como la víctima de
un sistema (un héroe, en cierta forma) económico y político que sus admirados
Fidel Castro y Chávez han comenzado a liquidar. Y apuntalar con ello su bien
ganada fama de “progresista”, además de actor famoso y millonario.
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