Joan Didion |
El sueño dorado de Joan Didion
Publicado por Alberto Gordo
Es mediodía en algún lugar de la costa norteamericana. Una señora débil, oculta tras unas enormes gafas de sol redondas, observa el mar. Luce una melena rubia, oxigenada, que vuela al viento como un reflejo de la bandera americana que hay justo detrás. Estamos en la segunda mitad de los noventa y en la playa se oye a un grupo de negros cantando In the Midnight Hour. Aquella canción despierta en Joan Didion (Sacramento, 1934) recuerdos agridulces de su juventud, de los años del florecimiento hippy, de la marihuana y el cristal, de las alucinadas tardes en la Psycheledelic Shop de Haight Street, de los primeros reportajes, del primer amor, de la aniquilación de algunas de las mejores mentes de su tiempo. Recuerda también al que fuera su editor, Henry Robbins, que murió sin avisar. A las pandillas de jóvenes con camisetas estampadas que sacaban a los niños del colegio para “activarlos mentalmente”. A una joven destruida que, entre un grupo de indigentes, le contó llorando un día lo feliz que había sido la primera vez que probó el peyote. Aquel día Joan se sentó a tomar té con los mendigos y fumó y se lamentó de la incomprensión de los mayores, que no entendían las virtudes del amor libre, del sexo extravagante y heterodoxo. Recuerda también a Tirofijo, un muchacho de provincias al que conoció en San Francisco fumando porros bajo un póster de Allen Ginsberg y que le confesó que había estado chutándose cristal durante tres días seguidos, perdiendo la noción del tiempo y del espacio.
—No sé de dónde soy. De San José, de Chula Vista, no sé.
Ya quedó atrás la era contracultural, pero a Didion le asalta cada noche el recuerdo brumoso de aquellos años. Pone por escrito, a modo de dietario, intimidades que vende enmascaradas en reportajes de fondo. Lleva toda la vida escribiendo la crónica definitiva de una época en la que había que escaparse de casa con cincuenta dólares en el bolsillo y una dirección a la que ir en San Francisco. El destino le ha regalado una vida demasiado larga: su marido, su hija, todos han muerto, pero Joan Didion sigue viva, aunque olvidada. Gay Talese, Truman Capote, Tom Wolfe o Hunter S. Thompson compartieron con ella, cada uno en su estilo, el sueño dorado de la escritura de acción en periódicos y revistas, de la literatura de la experiencia. Joan es incapaz de alejarse de la realidad y por eso escribe un texto cuando muere su editor y un libro cuando fallecen, casi al mismo tiempo, todos los miembros de su familia. Y también escribe hermosos artículos a partir de recuerdos que carecen de importancia, como esas líneas de amor que dedicó a John Wayne:
“Tres o cuatro tardes por semana íbamos a sentarnos en las sillas plegables del oscuro barracón de chapa de acero que hacía de cine, y fue allí, durante aquel verano de 1943, mientras fuera soplaba un viento tórrido, donde vi por primera vez a John Wayne. Lo vi caminar y oí su voz. Le oí decirle a una chica en una película titulada En el viejo Oklahoma que le iba a hacer una casa ‘en el recodo del río donde crecen los álamos’. La verdad es que al crecer yo no me convertí en la clase de mujer que protagoniza una película del Oeste, y aunque los hombres a los que he conocido han tenido muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios, nunca han sido John Wayne, y nunca me han llevado tampoco a ese recodo del río donde crecen los álamos”.
Hay algo romántico —una suerte de elegía periodística y obsesiva— en el hecho de que Didion no pueda despegarse de los recuerdos cuando escribe. Sin haber cumplido los treinta, hablaba con nostalgia de viejo sobre su infancia; ahora, en el crepúsculo de su vida, no puede sino recordar a los que se fueron. Mondadori acaba de publicar Noches Azules, un nuevo volumen sobre su hija muerta, Quintana, que empezó a escribir el día en que ella tendría que haber celebrado su aniversario de bodas. La escritura de Didion es sombría, cualidad que ya tenía en 1960, cuando sus temas eran el amor propio, la necesidad de romper cadenas y la infelicidad de unos años floridos y terribles. Didion no fue feliz, no hay en sus crónicas íntimas —recuperadas también por Mondadori, bajo el título Los que sueñan el sueño dorado— una sola línea que no remita a la infructuosa búsqueda de la alegría.
Su estilo lleva cuatro décadas intacto. Pareciera que su mente, como la de un cocainómano de los noventa, se hubiese quedado anclada en aquellos años, a medio camino entre un existencialismo atroz y el hedonismo desatado que ya entonces dejaba en Joan cada mañana un poso de amargura tremendo que impregnaba invariablemente su escritura. Y ahora, ya vieja y deteriorada, todavía recupera una y otra vez su verso preferido de Edna St. Vincent Millay: “La infancia es el reino donde no muere nadie”. Aunque es cierto que ni siquiera idealiza del todo la edad de la inocencia y habla de su niñez como una época en la ya tuvo la convicción de que “habían quedado atrás los mejores tiempos”. Y sintetiza así, en Apuntes de una nativa, su memoria de Sacramento:
“Hoy cuesta encontrar California; resulta inquietante preguntarse cuánto de ella fue pura imaginación e improvisación; produce melancolía darse cuenta de que gran parte de los recuerdos que circulan entre la gente no son ciertos, sino meros reflejos de recuerdos ajenos, historias que han circulado por las redes familiares (…) A cualquier forastero que venga hoy por la 99 a bordo de un coche con aire acondicionado (…) estos pueblos le tienen que parecer tan planos, tan empobrecidos, que hasta la imaginación se le resecará. Sugieren veladas pasadas delante de gasolineras y pactos de suicidio sellados en autocines”.
Si acaso trata de tomar distancia con los sucesos, género periodístico en el que se desenvuelve con maestría, logrando transmitir una emoción extraordinaria, al nivel de un Mailer o un Capote:
“La encontraron a la una y media de la madrugada del 20 de abril de 1989 con la ropa arrancada, cerca del camino de conexión con la calle Ciento Dos. Fue llevada entre la vida y la muerte al hospital Metropolitan de la calle Noventa y siete Este. Había perdido el setenta y cinco por ciento de su sangre. Tenía en cráneo aplastado y el ojo izquierdo hundido al fondo de su cuenca, y los pliegues característicos de la corteza cerebral se le habían borrado. Dentro de la vagina le encontraron tierra y ramitas, lo cual sugería una violación. El 2 de mayo, cuando por fin se despertó del coma, seis adolescentes negros e hispanos, cuatro de los cuales habían hecho declaraciones grabadas en vídeo sobre su participación en el asalto, ya habían sido acusados de su asalto y violación, y ella se había convertido, sin quererlo y sin saberlo, en la protagonista sacrificial de esa narración sentimental que es la vida pública de Nueva York”.
En 1967, Joan Didion se despidió por primera vez con un artículo titulado Adiós a todo aquello. Cualquiera hubiera dicho que aquel era su testamento vital, cuando de lo que se trataba en realidad era del epílogo a toda una generación extraviada. El texto, que comienza preguntándose por la distancia hasta Babilonia, habla de la fascinación prístina de una joven en Nueva York, y de cómo ese asombro se va desvaneciendo sin remedio. A la Gran Manzana había llegado Joan atravesando el país entero. En NY buscó caras nuevas, allí fue una exiliada temporal rodeada de sureños, de gente ociosa de Nueva Orleans, Richmond o California. Allí paseó su naturaleza encantadora bajo los carteles luminosos de Lexington Avenue, donde se compraba un melocotón cada mañana, frecuentó tugurios apestosos y tomó cerveza casera con chicos rubios de Alabama que hubieran matado por acostarse con ella. Allí se sentó a filosofar junto a putas, yonquis y mendigos, abjurando del almibarado sueño americano, tomando por bandera, por verdadera razón de su existencia, un libertinaje suicida que no acabó con ella.
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