Svetlana
Alexievich
UNA
SOLITARIA VOZ HUMANA
No sé de qué hablar... ¿De la
muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
Nos habíamos casado no hacía
mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de
compras. Siempre juntos. Yo le decía: «Te quiero». Pero aún no sabía cuánto le
quería. Ni me lo imaginaba... Vivíamos en la residencia de la unidad de
bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias
jóvenes, con una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos
camiones de bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al
corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba...
En mitad de la noche oí un
ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:
—Cierra las ventanillas y
acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.
No vi la explosión. Solo las
llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero... Unas llamas altas. Y hollín.
Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el
alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la
gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las
llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito
ardiente con los pies... Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para
allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio
normal.
Las cuatro... Las cinco... Las
seis... A las seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar
patatas. Desde la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían
sus padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era su trabajo
favorito... Su madre recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían dejarlo
marchar a la ciudad; incluso le construyeron una casa nueva.
Pero se lo llevaron al
ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó, solo
quería ser bombero. Ninguna otra cosa. [Calla.]
A veces me parece oír su voz...
Oírle vivo... Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz.
Pero nunca me llama... Ni en sueños... Soy yo quien lo llama a él...
Las siete... A las siete me
comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero el hospital ya
estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las
ambulancias. Los milicianos gritaban: «Los coches están irradiados, no os
acerquéis». No solo yo, vinieron todas las mujeres, todas cuyos maridos habían
estado aquella noche en la central.
Corrí en busca de una conocida
que trabajaba como médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía
de un coche:
—¡Déjame pasar!
—¡No puedo! Está mal. Todos
están mal.
Yo la tenía agarrada:
—Solo quiero verlo.
—Bueno —me dice—, corre. Quince
o veinte minutos.
Lo vi... Estaba hinchado, todo
inflamado... Casi no tenía ojos...
—¡Leche! ¡Mucha leche! —me dijo
mi conocida—. Que beba al menos tres litros. —Él no toma leche.
—Pues ahora la tendrá que
beber.
Muchos médicos, enfermeras y,
especialmente, las auxiliares de aquel hospital, al cabo de un tiempo, se
pondrían enfermas. Morirían... Pero entonces nadie lo sabía.
A las diez de la mañana murió
el técnico Shishenok. Fue el primero... El primer día... Luego supimos que,
bajo los escombros, se había quedado otro... Valera Jodemchuk. No lograron
sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que
todos ellos serían solo los primeros...
Le pregunto:
—Vasia, ¿qué hago?
—¡Vete de aquí! ¡Vete! Estás
esperando un niño. —Estoy embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Él
me pide—: ¡Vete! ¡Salva al crío!
—Primero te tengo que traer
leche, y luego ya veremos.
Llega mi amiga Tania Kibenok.
Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos
subimos al coche y vamos a la aldea más cercana por leche. A unos tres
kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche.
Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos
terribles. Perdían el sentido sin parar y les pusieron el gota a gota. Los
médicos nos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases,
nadie hablaba de la radiación.
Entretanto, la ciudad se llenó
de vehículos militares, se cerraron todas las carreteras... Se veían soldados
por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos...
Lavaban las calles con un polvo blanco... Me alarmé: ¿cómo iba a conseguir
llegar al pueblo al día siguiente para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de
la radiación... Solo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad
llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes
había pasteles... La vida seguía como de costumbre. Solo... lavaban las calles
con un polvo...
Por la noche no me dejaron
entrar en el hospital... Había un mar de gente en los alrededores. Yo estaba
frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan
desesperado! Entre la muchedumbre, alguien entendió lo que decía: que aquella
noche se los llevaban a Moscú. Todas las esposas nos arremolinamos en un corro.
Y decidimos: nos vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No
tenéis derecho! Quisimos abrirnos paso a golpes, a arañazos. Los soldados...,
los soldados ya habían formado un doble cordón y nos impedían pasar a
empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban aquella
misma noche en avión a Moscú; que debíamos traerles ropa; la que llevaban en la
central se había quemado. Los autobuses ya no funcionaban, y fuimos a pie,
corriendo, a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avión ya se había
marchado... Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni lloráramos...
Llegó la noche... A un lado de la
calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de
la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas
partes. Toda la calle cubierta de espuma blanca... Íbamos pisando aquella
espuma... Gritando y maldiciendo...
Por la radio dijeron que
evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días. «Llévense consigo
ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de
campaña.» La gente hasta se alegró: «¡Nos mandan al campo!». Allí celebraremos
la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne asada
para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los
magnetófonos... ¡Las maravillosas fiestas de mayo! Solo lloraban las mujeres a
cuyos maridos les había pasado algo.
No recuerdo el viaje. Cuando vi
a su madre, fue como si despertara:
—¡Mamá, Vasia está en Moscú!
¡Se lo llevaron en un vuelo especial!
Acabamos de sembrar el huerto:
patatas, coles... [¡Y a la semana evacuarían la aldea!] ¿Quién lo iba a saber?
Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía
tan mal...
Esa noche soñé que me llamaba.
Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: «¡Liusia, Liusia!». Pero, una vez
que murió, ni una sola vez. No me llamó ni una sola vez. [Llora.] Me levanté
por la mañana y me dije: «Me voy sola a Moscú. Yo que...».
—¿Adónde vas a ir en tu estado?
—me dijo llorando su madre. También se vino conmigo mi padre:
—Será mejor que te acompañe.
—Sacó todo el dinero de la libreta, todo el que tenían. Todo...
No recuerdo el viaje. También
se me borró de la cabeza todo el camino... En Moscú preguntamos al primer
miliciano que encontramos a qué hospital habían llevado a los bomberos de
Chernóbil y nos lo dijo; yo hasta me sorprendí de ello porque nos habían
asustado: «No os lo dirán; es un secreto de Estado, ultrasecreto...».
—A la clínica número seis. A la
Schúkinskaya.
En el hospital, que era una
clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la
vigilante de guardia y me dijo: «Pasa». Me dijo a qué piso debía ir. No sé a
quién más le supliqué, le imploré... Lo cierto es que ya estaba en el despacho
de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces
aún no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que
sabía era que debía verlo... Encontrarlo...
Ella me preguntó enseguida:
—¡Pero, alma de Dios! ¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a decirle la verdad?
Estaba claro que tenía que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos
mal que soy delgadita y no se me nota nada.
—Sí —le contesto.
—¿Cuántos? Pienso: «He de
decirle que dos. Si solo es uno, tampoco me dejará pasar».
—Un niño y una niña.
—Bueno, si son dos, no creo que
vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está dañado por
completo; la médula está completamente dañada...
«Bueno —pensé—, se volverá algo
más nervioso.»
—Y óyeme bien: si te pones a
llorar, te mando al instante para casa. Está prohibido que os abracéis y que os
beséis. No te acerques mucho. Te doy media hora.
Pero yo ya sabía que no me iría
de allí. Si me iba, sería con él. ¡Me lo había jurado a mí misma!
Entro... Los veo sentados sobre
las camas, jugando a las cartas, riendo.
—¡Vasia! —lo llaman.
Se da la vuelta.
—¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha
encontrado! ¡Estoy perdido!
Daba risa verlo, con su pijama
de la talla 48, él, que usa una 52. Las mangas cortas, los pantalones... Pero
ya le había bajado la hinchazón de la cara... Les inyectaban no sé qué
solución...
—¿Tú, perdido? —le pregunto.
Y él que ya quiere abrazarme.
—Sentadito. —La médico no lo
deja acercarse a mí—. Nada de abrazos aquí.
No sé cómo, pero nos lo tomamos
a broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros; vinieron hasta de las
otras salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque habían sido
veintiocho los que habían traído en avión. «¿Qué hay de nuevo? ¿Qué pasa en la
ciudad?» Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan
fuera a toda la ciudad durante unos tres o cinco días. Los chicos se callaron;
pero también había allí dos mujeres; una de ellas estaba de guardia en la
entrada el día del accidente, y la mujer rompió a llorar:
—¡Dios mío! Allí están mis
hijos. ¿Qué va a ser de ellos?
Yo tenía ganas de estar a solas
con él; bueno, aunque solo fuera un minuto. Los muchachos se dieron cuenta de
la situación y cada uno se inventó un pretexto para salir al pasillo. Entonces
lo abracé y lo besé. Él se apartó.
—No te sientes cerca. Coge una
silla.
—Todo eso son bobadas —le dije,
quitándole importancia—. ¿Viste dónde se produjo la explosión? ¿Qué es lo que
pasó? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar...
—Lo más seguro es que haya sido
un sabotaje. Alguien lo habrá hecho a propósito. Todos los chicos piensan lo
mismo.
Entonces decían eso. Y lo
creían de verdad.
Al día siguiente, cuando
llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte. Les habían
prohibido categóricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando
la pared. Punto-raya, punto-raya. Punto... Los médicos lo justificaron diciendo
que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiación, de
manera que lo que uno aguanta puede que no lo resista otro. Allí, donde estaban
ellos, hasta las paredes reaccionaban al geiger. A derecha e izquierda, y en el
piso de abajo. Sacaron a todo el mundo de allí; no dejaron ni a un solo
paciente... Por debajo y por encima, tampoco nadie...
Viví tres días en casa de unos
conocidos de Moscú. Mis conocidos me decían: coge la cazuela, coge la olla,
coge todo lo que necesites, no sientas vergüenza. ¡Así resultaron ser estos
amigos! ¡Así eran! Y yo hacía una sopa de pavo para seis personas. Para seis de
nuestros muchachos... Los bomberos. Del mismo turno. Todos estaban de guardia
aquella noche: Vaschuk, Kibenok, Titenok, Právik, Tischura...
En la tienda les compré a todos
pasta de dientes, cepillos, jabón... No había nada de esto en el hospital. Les
compré toallas pequeñas... Ahora me admiro de aquellos conocidos míos; tenían
miedo, por supuesto; no podían dejar de tenerlo; ya corrían todo tipo de
rumores; pero, de todos modos, se prestaban a ayudarme: coge todo lo que
necesites. ¡Cógelo! ¿Y él cómo está? ¿Cómo se encuentran todos? ¿Saldrán con
vida? Con vida... [Calla.]
En aquellos días me topé con
mucha gente buena; no los recuerdo a todos. El mundo se redujo a un solo punto.
Se achicó... A él. Solo a él... Recuerdo a una auxiliar ya mayor, que me fue
preparando:
—Algunas enfermedades no se
curan. Debes sentarte a su lado y acariciarle la mano.
Por la mañana temprano voy al
mercado; de allí a casa de mis conocidos; y preparo el caldo. Hay que rallarlo
todo, desmenuzarlo, repartirlo en porciones... Uno me pidió: «Tráeme una
manzana».
Con seis botes de medio litro.
¡Siempre para seis! Y para el hospital.... Me quedo allí hasta la noche. Y
luego, de nuevo a la otra punta de la ciudad. ¿Cuánto hubiera podido resistir?
Pero, a los tres días, me ofrecieron quedarme en el hotel destinado al personal
sanitario, en los terrenos del propio hospital. ¡Dios mío, qué felicidad!
—Pero allí no hay cocina. ¿Cómo
voy a prepararles la comida?
—Ya no tiene que cocinar. Sus
estómagos han dejado de asimilar alimentos.
Él empezó a cambiar. Cada día
me encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las quemaduras
le salían hacia fuera. Aparecían en la boca, en la lengua, en las mejillas...
Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo. Las mucosas se le
caían a capas..., como si fueran unas películas blancas... El color de la cara,
y el del cuerpo..., azul..., rojo..., de un gris parduzco. Y, sin embargo, todo
en él era tan mío, ¡tan querido! ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible
escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!...
Lo que te salvaba era el hecho
de que todo sucedía de manera instantánea, de forma que no tenías ni que
pensar, no tenías tiempo ni para llorar.
¡Lo quería tanto! ¡Aún no sabía
cuánto lo quería! Justo nos acabábamos de casar... Aún no nos habíamos saciado
el uno del otro... Vamos por la calle. Él me coge en brazos y se pone a dar
vueltas. Y me besa, me besa. Y la gente que pasa, ríe...
El curso clínico de una
dolencia aguda de tipo radiactivo dura catorce días... A los catorce días, el enfermo
muere...
Ya el primer día que pasé en el
hotel, los dosimetristas me tomaron una medida. La ropa, la bolsa, el monedero,
los zapatos, todo «ardía». Me lo quitaron todo. Hasta la ropa interior. Lo
único que no tocaron fue el dinero. A cambio, me entregaron una bata de
hospital de la talla 56 —a mí, que tengo una 44—, y unas zapatillas del 43 en
lugar de mi 37. La ropa, me dijeron, puede que se la devolvamos, o puede que
no, porque será difícil que se pueda «limpiar».
Y así, con ese aspecto, me
presenté ante él. Se asustó:
—¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado?
Aunque yo, a pesar de todo, me
las arreglaba para hacerle un caldo. Colocaba el hervidor dentro del bote de
vidrio. Y echaba allí los pedazos de pollo... Muy pequeños... Luego, alguien me
prestó su cazuela, creo que fue la mujer de la limpieza o la vigilante del
hotel. Otra persona me dejó una tabla en la que cortaba el perejil fresco. Con
aquella bata no podía ir al mercado; alguien me traía la verdura. Pero todo era
inútil: ni siquiera podía beber... ni tragar un huevo crudo... ¡Y yo que quería
llevarle algo sabroso! Como si eso hubiera podido ayudar.
Un día, me acerqué a Correos:
—Chicas —les pedí—, tengo que
llamar urgentemente a mis padres a Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo aquí el
marido.
Por alguna razón, enseguida
adivinaron de dónde y quién era mi marido, y me dieron línea inmediatamente.
Aquel mismo día, mi padre, mi hermana y mi hermano tomaron el avión para Moscú.
Me trajeron mis cosas. Dinero.
Era el 9 de mayo... Él siempre
me decía: «¡No te imaginas lo bonita que es Moscú! Sobre todo el Día de la
Victoria, cuando hay fuegos artificiales. Quiero que lo veas algún día».
Estoy a su lado en la sala; él
abre los ojos:
—¿Es de día o de noche?
—Son las nueve de la noche.
—¡Abre la ventana! ¡Van a
empezar los fuegos artificiales!
Abrí la ventana. Era un séptimo
piso; toda la ciudad ante nosotros. Y un ramo de luces encendidas se alzó en el
cielo.
—Esto sí que...
—Te prometí que te enseñaría
Moscú. Igual que te prometí que todos los días de fiesta te regalaría flores...
Miro hacia él y veo que saca de
debajo de la almohada tres claveles. Le había dado dinero a la enfermera y ella
había comprado las flores.
Me acerqué a él y lo besé.
—Amor mío. Cuánto te quiero.
Y él, que se me pone protestón,
y me dice:
—¿Qué te han dicho los médicos?
¡No se me puede abrazar! ¡Ni se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo. Pero
yo... Yo lo incorporaba, lo sentaba... Le cambiaba las sábanas... Le ponía el
termómetro, se lo quitaba... Le ponía y le quitaba la cuña. Lo aseaba... Me
pasaba la noche a su lado... Vigilando cada uno de sus movimientos, cada
suspiro.
Menos mal que fue en el pasillo
y no en la sala. La cabeza me empezó a dar vueltas y me agarré a la repisa de
la ventana. En aquel momento pasó por allí un médico, que me sujetó de la mano.
Y de pronto:
—¿Está usted embarazada?
—¡No, no! —Me asusté tanto.
Tenía miedo de que alguien nos oyera.
—No me engañe —me dijo en un
suspiro.
Me sentí tan perdida que ni se
me ocurrió contestarle.
Al día siguiente me dijeron que
fuera a ver a la médico jefe.
—¿Por qué me ha engañado? —me
preguntó en tono severo.
—No tenía otra salida. Si le
hubiera dicho la verdad, ustedes me habrían mandado a casa. ¡Fue una mentira
piadosa!
—Pero ¿es que no ve lo que ha
hecho?
—Sí, pero a cambio estoy a su
lado...
—¡Criatura! ¡Alma de Dios!
Toda mi vida le estaré
agradecida a Anguelina Vasílievna Guskova. ¡Toda mi vida!
También vinieron otras esposas.
Pero no las dejaron entrar. Estuvieron conmigo sus madres. A las madres sí les
dejaban pasar. La de Volodia Právik no paraba de rogarle a Dios: «Llévame mejor
a mí».
El profesor estadounidense, el
doctor Gale —fue él quien hizo la operación de trasplante de médula—, me
consolaba: hay esperanzas, pocas, pero las hay. ¡Un organismo tan fuerte, un
joven tan fuerte! Llamaron a todos sus parientes. Dos hermanas vinieron de
Belarús; un hermano, de Leningrado, donde hacía el servicio militar. La hermana
pequeña, Natasha, de catorce años, lloraba mucho y tenía miedo. Pero su médula
resultó ser la mejor... [Se queda callada.] Ahora puedo contarlo. Antes no
podía. He callado durante diez años... Diez años. [Calla.]
Cuando Vasia se enteró de que
le sacarían médula espinal a su hermana menor, se negó en redondo:
—Prefiero morir. No la toquéis;
es pequeña.
La mayor, Liuda, tenía
veintiocho y además era enfermera, sabía de qué se trataba: «Lo que haga falta
para que viva», dijo. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto al otro
en dos mesas. En el quirófano había una gran ventana... La operación duró dos
horas
Cuando acabaron, quien se
sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía en el pecho dieciocho
inyecciones, y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma, le han
dado la invalidez... Había sido una muchacha guapa, fuerte... No se ha
casado...
Yo iba corriendo de una sala a
otra, de verlo a él a visitarla a ella. Él no se encontraba en una sala normal,
sino en una cámara hiperbárica especial, tras una cortina transparente, donde
estaba prohibido entrar. Había unos instrumentos especiales para, sin atravesar
la cortina, ponerle las inyecciones, meterle los catéteres... Y todo con unas
ventosas, con unas tenazas, que yo aprendí a manejar. A extraer de allí... Y
llegar hasta él... Junto a su cama había una silla pequeña.
Entonces se empezó a encontrar
tan mal que ya no podía separarme de él ni un momento. Me llamaba
constantemente: «Liusia, ¿dónde estás? ¡Liusia!». No paraba de llamarme.
Las otras cámaras hiperbáricas
en que se encontraban nuestros muchachos las cuidaban unos soldados, porque los
sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos trajes aislantes. Los
soldados sacaban las cuñas. Limpiaban el suelo; cambiaban las sábanas. Lo
hacían todo. ¿De dónde salieron aquellos soldados? No lo pregunté... Solo
existía él. Él... Y cada día oía: «Ha muerto...». «Ha muerto...» «Ha muerto
Tischura.» «Ha muerto Titenok.» «Ha muerto...» Como martillazos en la sien.
Hacía entre veinticinco y
treinta deposiciones al día. Con sangre y mucosidad. La piel se le empezó a
resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió de
forúnculos. Cuando movía la cabeza sobre la almohada, se le quedaban mechones
de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío. Tan querido... Yo intentaba bromear:
—Hasta es más cómodo. No te
hará falta peine.
Poco después les cortaron el
pelo a todos. A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.
Si lo hubiera podido resistir
físicamente, me hubiera quedado las veinticuatro horas a su lado. Me daba pena
perderme cada minuto. Un minuto, y así y todo me dolía perderlo... [Calla largo rato.]
Vino mi hermano y se asustó:
—No te dejaré volver allí. —Y
mi padre que le dice: —¿A esta no la vas a dejar? ¡Si es capaz de entrar por la
ventana! ¡O por la escalera de incendios!
Un día, me voy..., regreso y
sobre la mesa tiene una naranja... Grande, no amarilla, sino rosada. Él sonríe:
—Me la han regalado. Quédatela.
—Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina de que la naranja no se
puede comer. En cuanto algo permanece a su lado un tiempo, no es que no se
pueda comer, es que hasta tocarlo da miedo—. Venga, cómetela —me pide—. Si a ti
te gustan las naranjas. —Cojo la naranja con una mano. Y él, entretanto, cierra
los ojos y se queda dormido.
Todo el rato le ponían
inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera me mira horrorizada,
como diciendo... ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para
que él no pensara en la muerte... ni sobre lo horrible de su enfermedad, ni que
yo le tenía miedo...
Hay un fragmento de una
conversación. Lo guardo en la memoria. Alguien intenta convencerme:
—No debe usted olvidar que lo
que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento
radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la
sensatez.
Pero yo estoy como loca: «¡Lo
quiero! ¡Lo quiero!». Él dormía y yo le susurraba: «¡Te amo!». Iba por el patio
del hospital: «¡Te amo!». Llevaba el orinal: «¡Te amo!». Recordaba cómo
vivíamos antes. En nuestra residencia... Él se dormía por la noche solo después
de cogerme de la mano. Tenía esa costumbre, mientras dormía, cogerme de la
mano... toda la noche.
En el hospital también yo le
cogía la mano y no la soltaba.
Es de noche. Silencio. Estamos
solos. Me mira atentamente, fijo, muy fijo, y de pronto me dice:
—Qué ganas tengo de ver a
nuestro hijo. Cómo es.
—¿Cómo lo llamaremos?
—Bueno, eso ya lo decidirás tú.
—¿Por qué yo sola, o es que no
somos dos?
—Vale, si es niño, que sea
Vasia, y si es niña, Natasha.
—¿Cómo que Vasia? Yo ya tengo
un Vasia. ¡Tú! Y no quiero otro.
¡Aún no sabía cuánto lo quería!
Solo existía él. Solo él... ¡Estaba ciega! Ni siquiera notaba los golpecitos de
debajo del corazón. Aunque ya estaba en el sexto mes. Creía que mi pequeña, al
estar dentro de mí, estaba protegida. Mi pequeña...
Ningún médico sabía que yo
dormía con él en la cámara hiperbárica. No se les pasaba por la cabeza. Las
enfermeras me dejaban pasar. Al principio también me querían convencer:
—Eres joven. ¿Cómo se te
ocurre? ¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor nuclear! Os quemaréis los
dos. —Y yo corría tras ellas como un perrito. Me quedaba horas enteras ante la
puerta. Les rogaba, les imploraba. Y entonces ellas decían: «¡Que te parta un rayo!
¡Estás loca perdida!».
Por la mañana, antes de las
ocho, cuando empezaba la ronda de visitas médicas, me hacían señas desde detrás
de la cortina: «¡Corre!». Y yo me iba durante una hora al hotel. Pues desde las
nueve de la mañana hasta las nueve de la noche tenía pase. Las piernas se me
pusieron azules hasta las rodillas, se me hincharon, de tan cansada que me
encontraba. Mi alma era más fuerte que mi cuerpo... Mi amor...
Mientras yo estaba con él... No lo hacían.
Pero cuando me iba, lo fotografiaban. Sin ropa alguna. Desnudo. Solo con una
sábana ligera por encima. Yo cambiaba cada día esa sábana, aunque, al llegar la
noche, estaba llena de sangre. Lo incorporaba y en las manos se me quedaban
pedacitos de su piel; se me pegaban.
Yo le suplicaba: —¡Cariño!
¡Ayúdame! ¡Apóyate en el brazo, sobre el codo, todo lo que puedas, para que
alise la cama, para que te quite las costuras, los pliegues! —Cualquier
costurita era una herida en su piel. Me corté las uñas hasta hacerme sangre,
para no herirlo.
Ninguna de las enfermeras se
decidía a acercarse a él, ni a tocarlo; si hacía falta algo, me llamaban. Y
ellos... Ellos, en cambio, lo fotografiaban. Decían que era para la ciencia.
¡Los hubiera echado a patadas a todos de allí! ¡Les hubiera gritado y les
hubiera pegado! ¿Cómo se atrevían? Era todo mío. Lo que más quería... ¡Si
hubiera podido impedirles entrar! ¡Si hubiera podido!...
Salgo de la sala al pasillo. Y
me guío por la pared, por el sofá, porque no veo nada. Paro a la enfermera de
guardia y le digo:
—Se está muriendo.
Y ella me dice:
—¿Y qué esperabas? Ha recibido
mil seiscientos roentgen, cuando la dosis mortal es de cuatrocientos. —A ella
también le daba pena, pero de otra manera. En cambio para mí, él era todo mío.
Lo que más quería.
Cuando murieron todos, repararon el hospital.
Quitaron el yeso de las paredes, arrancaron el parqué y lo tiraron. La
madera...
Prosigo. Lo último... Lo recuerdo
a fogonazos. A fragmen... Todo se desvanece...
Una noche, estoy sentada a su
lado en una silla. Eran las ocho de la mañana:
—Vasia, salgo un rato. Voy a
descansar un poco.
Él abre y cierra los ojos: me
deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación, y me acuesto en el suelo
—no podía echarme en la cama, de tanto que me dolía todo—, llega una auxiliar:
—¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te llama
sin parar! —Pero aquella mañana Tania Kibenok me lo había pedido con tanta
insistencia, me había rogado: «Vamos juntas al cementerio. Sin ti no soy
capaz». Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik.
Éramos amigos de Vitia. Dos
familias amigas. Un día antes de la explosión nos habíamos fotografiado juntos
en la residencia. ¡Qué guapos se veía a nuestros maridos! Alegres. El último
día de nuestra vida pasada... La época anterior a Chernóbil... ¡Qué felices
éramos!
Vuelvo del cementerio, llamo a
toda prisa a la enfermera:
—¿Cómo está?
—Ha muerto hará unos quince
minutos.
¿Cómo? Si he pasado toda la
noche a su lado. ¡Si solo me he ausentado tres horas! Estaba junto a la ventana
y gritaba: «¿Por qué? ¿Por qué?». Miraba al cielo y gritaba... Todo el hotel me
oía. Tenían miedo de acercarse a mí. Pero me recobré y me dije: «¡Lo veré por
última vez! ¡Lo iré a ver!». Bajé rodando las escaleras. Él seguía en la
cámara, no se lo habían llevado.
Sus últimas palabras fueron:
«¡Liusia! ¡Liusia!». «Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve», lo intentó calmar la
enfermera. Él suspiró y se quedó callado...
Ya no me separé de él. Fui con
él hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una bolsa de
polictileno. Aquella bolsa... En la morgue me preguntaron:
—¿Quiere que le enseñemos cómo
lo vamos a vestir?
—¡Sí que quiero!
Le pusieron el traje de gala, y
le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No encontraron
unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies. En lugar de
pies, unas bombas. También cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron
poner.
Tenía el cuerpo entero
deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos
días... Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había
separado la carne... Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se
ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la
introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar
esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!... Todo esto tan
querido... Tan mío... Tan... No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron
en el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de gala,
lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esa bolsa, lo
colocaron dentro del ataúd. El ataúd también envuelto en otra bolsa. Un celofán
transparente, pero grueso, como un mantel. Y todo eso lo metieron en un féretro
de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Solo quedó el gorro encima...
Vinieron todos. Sus padres, los
míos. Compramos pañuelos negros en Moscú... Nos recibió la comisión
extraordinaria. A todos les decían lo mismo: que no podemos entregaros los
cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy
radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera
especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón. Deben
ustedes firmarnos estos documentos... Necesitamos su consentimiento. Y si
alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se
trataba de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son
personalidades. Y pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los
parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio se oía:
«¡Esperen órdenes! ¡Esperen!». Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o
tres horas, por la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a
Moscú. Y por la radio: «No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los
corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco». Los parientes callamos. Mamá
lleva el pañuelo negro... yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de histeria:
—¿Por qué hay que esconder a mi
marido? ¿Quién es: un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién
enterramos?
Mamá me dice: —Calma, calma,
hija mía. —Y me acaricia la cabeza, me coge de la mano...
El coronel informa por la
radio:
—Solicito permiso para
dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria.
En el cementerio nos rodearon
los soldados. Marchábamos bajo escolta, hasta el ataúd. No dejaron pasar a
nadie para despedirse de él. Solo los familiares... Lo cubrieron de tierra en
un instante.
—¡Rápido, más deprisa!
—ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd.
Y, corriendo, a los autobuses.
Todo a escondidas.
Compraron en un abrir y cerrar
de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron. Al día siguiente, en todo
momento estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales de
militar; no me dejó salir del hotel siquiera a comprar comida para el viaje. No
fuera a ocurrir que habláramos con alguien; sobre todo yo. Como si en aquel
momento hubiera podido hablar, ni llorar podía.
La responsable del hotel,
cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas... Y allí mismo
las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo...
Pagamos nosotros el hotel. Por los catorce días...
El proceso clínico de las
enfermedades radiactivas dura catorce días. A los catorce días, el enfermo
muere...
Al llegar a casa, me dormí.
Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días enteros. No
me podían despertar. Vino una ambulancia.
DE OTROS MUNDOS
Svetlana Alexievich / Premio Nobel de Literatura 2015
DRAGON
Svetlana Alexievich wins 2015 Nobel prize in literature
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