Gabriel García Márquez y Fidel Castro. |
Gabriel García Márquez
Mi hermano Fidel
Con esta entrevista que le hizo a Emma Castro en Caracas, que aún era bella, García Márquez revela el lado humano del dictador, quien todavía no lo era.
Una muchacha alta delgada, de maneras distinguidas y un extraordinario parecido con el Fidel Castro de las fotografías, así es Emma Castro, la hermana del guerrillero cubano, que se encuentra en Caracas desde hace dos semanas. En el reposado ambiente de una residencia particular, entre muebles de bambú, junto a un curioso cenicero en forma de paraguas abierto, ella habla de su familia. “Yo no admiro a Fidel como hermana –dice–. Lo admiro como cubana”. Pero en el curso de su conversación plácida y discreta, en un español fluyente y preciso, sin acento cubano, Emma Castro evoca una imagen de Fidel que es completamente distinta, más humana que la imagen creada por la publicidad.
“Es muy buen cocinero –dice–. Su plato favorito son los espaguetis”. Después del 26 de julio de 1953, cuando encabezó el asalto al segundo regimiento del cuartel Moncada, Fidel estuvo en la cárcel. Entonces escribía circulares clandestinas para sus simpatizantes y preparaba espaguetis para sus compañeros de celda. En la Sierra Maestra, Fidel sigue preparando espaguetis. “Es un hombre bueno y sencillo –dice su hermana–. Es buen conversador pero, sobre todo, muy auditor”. Dice que es capaz de escuchar con el mismo interés, durante horas, cualquier conversación. Esa preocupación por los problemas de sus semejantes, unida a una voluntad inquebrantable, parece construir la esencia de su personalidad.
En la Facultad de Derecho de La Habana, Fidel no era un estudiante notable. Perdía mucho tiempo en campañas de agitación. Desde el momento en que ingresó a las aulas, después de una infancia corriente en la casa solariega de Oriente, perfumada al atardecer por el viento de los cañaverales, se hizo líder universitario. Pero antes de los exámenes su inflexible voluntad le permitía recobrar el tiempo perdido. Después de aprenderse a fondo cada página de un libro, la arrancaba y la destruía. Quemaba las naves: sabía que no podía olvidar lo aprendido, pues había eliminado la posibilidad de volver atrás.
El mejor atleta, lector de Martí
Fidel Alejandro es el tercer hijo de un emigrante gallego, Ángel Castro, en un segundo matrimonio, con Lidia Ruz, “cubana desde hace mucho tiempo”, según las propias palabras de Emma Castro. El matrimonio tuvo ocho hijos nacidos y crecidos en la colonia de caña de Biram, en Oriente, a poca distancia de la Sierra Maestra. Cuando nació el primer hijo, Ángel Castro, con la laboriosidad, la constancia y la astucia de los gallegos, era un modesto sembrador de caña. Cuando nació el último, era un rico hacendado. “La unidad de la familia no se rompió ahora, con la guerra –explica Emma Castro–. La rompió la necesidad de estudiar”. En efecto, a medida que los muchachos crecían, Ángel Castro los sacaba del virgiliano ambiente de la infancia, de los profundos corredores de ladrillos donde los peones negros molían el tedio de la siesta y los mandaba a estudiar. Fidel y Raúl –los dos hermanos que ahora se encuentran en la Sierra Maestra– empezaron en el colegio de los jesuitas de Belem. Raúl era mejor estudiante. Fidel, en cambio, se ganaba todos los años el premio del mejor atleta.
Emma Castro, cinco años menor que Fidel, recuerda haber visto con muy poca frecuencia a su hermano guerrillero. Máximo, dos o tres semanas durante las vacaciones. Pero Ángel Castro, a quien los años y el dinero dieron aires de patriarca folclórico, con sombrero de hacendado y guayabera de rumbero, se preocupaba porque en la casa hubiera siempre un lugar esperando a los muchachos ausentes. El cuarto de Fidel no tenía nada de especial. Era una habitación cuadrada con una ventana siempre abierta sobre la Sierra Maestra. Lo único que la distinguía de las otras eran los libros. Desde cuando estudiaba, Fidel iba dejando libros por todas partes. Tenía –y tiene aún en el campamento– varios ejemplares de las obras completas de Martí. “Fidel puede olvidarlo todo –dice Emma–. Pero nunca abandona su Martí”.
Durante las vacaciones, el hombre por quien ofrece Batista cien mil dólares, se dedicaba a la caza. De allí viene su familiaridad con las armas de fuego y su reputación de buen tirador. Su rebeldía, que se manifestó desde la universidad, se reveló como una virtud positiva y dinámica desde el momento en que Batista se apoderó del gobierno. Fidel estaba en La Habana. Hasta la hacienda de Biram llegaban noticias relacionadas con la inquietud estudiantil. El viejo Ángel Castro sabía que su hijo andaba complicado en la oposición, a pesar de que sus cartas no contenían más que referencias familiares. Nunca hablaba de política. El 26 de julio de 1953, después de la comida, la familia Castro escuchaba el boletín de noticias de la CMQ, en el silencioso corredor de la hacienda, a pocos metros del patiecito de piedra donde los peones negros habían dejado de cantar sus plegarias de amor y superstición. Un comentarista oficial dio la noticia de que un puñado de estudiantes, más armados de temeridad que de fusiles, había atacado en la madrugada el cuartel Moncada. Antes de acostarse, interrumpiendo sus reflexiones patriarcales, don Ángel Castro comentó: “No sé por qué se me ocurre que Fidel está metido en eso”.
Era un presentimiento certero. Fidel no solo estaba comprometido en el asalto al cuartel Moncada. Era el cabecilla. Aquel golpe frustrado dio nombre al movimiento que ha sacudido la conciencia de los cubanos y ha reducido el dictador Batista a la condición de un perseguido dentro del palacio presidencial.
Su primera experiencia: ‘El Bogotazo’
Fidel no fue el primero en abandonar a Cuba para preparar el desembarco desde el exterior. El primero fue Raúl, su hermano inseparable, que se trasladó a México a principios de 1956 para preparar la expedición. En un principio no estaba de acuerdo con la aventurada armada. Pensaba que una campaña cívica intensiva lograría despertar la conciencia nacional hasta el punto de que Batista se viera precisado a abandonar el poder. Desconfiaba de los grupos dirigentes pero tenía una confianza inquebrantable en las reservas morales del pueblo. Esa convicción había nacido muy lejos de La Habana, en la brumosa capital de Colombia, el 9 de abril de 1948, fecha en que mataron a Jorge Eliécer Gaitán.
Cuando el pueblo bogotano se lanzó a la calle en una demoledora explosión de cólera por el asesinato de su caudillo máximo, dos muchachos cubanos que se encontraban allí por casualidad participaron en la acción popular. “Eran dos muchachos entusiastas, espigados, vestidos con chaquetas de cuero”, recuerda un político colombiano que en esa ocasión los conoció de una manera incidental. Movidos por el fervor democrático, ellos trataron de orientar la desenfrenada cólera de la muchedumbre hacia un objetivo preciso: el poder. Un grupo de políticos liberales que los encontró en la mañana del 10 de abril cuando preparaban a las brigadas callejeras para atacar un cuartel, los disuadió de su temeridad. “Ayer hubiera sido posible –les dijeron–. Ahora no. La situación ha cambiado”. Les hicieron ver el nido de ametralladoras emplazadas en la azotea del cuartel: “Contra eso no resistirán veinte minutos”.
El más alto de los dos, cuyo rasgo predominante era la arqueada nariz ósea, pareció reflexionar y desistió de la temeraria operación. Nunca más se supo de ellos. Pocos días después, los periódicos convirtieron a esos dos muchachos en una leyenda. Se habló de dos cubanos que, según se decía, habían comandado ‘el Bogotazo’. Se llegó a decir incluso que en el hotel donde se hospedaban, el detectivismo decomisó un plan minucioso del asesinato de Gaitán. La verdad es que los dos muchachos cubanos, estudiantes, habían llegado a Bogotá a fines de marzo, con el fin de asistir a un congreso estudiantil. Ante la explosión popular no habían podido contener su entusiasmo y se habían lanzado a la calle, como lo hicieron tantos demócratas extranjeros residentes en Bogotá: exiliados de Santo Domingo, estudiantes de Venezuela, mexicanos, perseguidos del peronismo. Solo ahora, olvidaba la leyenda de los dos cubanos que se mezclaron a la multitud bogotana el 9 de abril de 1948, se conoce la identidad de unos de ellos, el más espigado, sereno y decidido. Era Fidel Castro.
‘La idea de mi hermano Raúl’
Uno de los grandes méritos de Fidel es haber logrado aglutinar a los 150.000 cubanos que en los Estados Unidos trabajan por la subversión. Él los entusiasmó con su anuncio al pueblo de Cuba: “Antes de fin de año desembarcaré en la isla”. En menos de un mes recogió 160.000 dólares, se trasladó a Cayo Hueso y luego a México, donde su hermano Raúl lo puso en contacto con los exiliados cubanos a la cabeza del movimiento. La versión de que sus últimos veinte dólares los gastó en la publicación de un folleto contra Batista es completamente falsa. Fidel nunca estuvo escaso de fondos: siempre dispuso de su fortuna personal. No tocó jamás el dinero recolectado para el desembarco, que pasaba directamente a la tesorería del movimiento.
Con Fidel en el primer plano de la oposición, la mansión feudal de Biram no fue más una colonia de vacaciones. Dos de las hermanas de Fidel –Agustina y Emma, la que ahora se encuentra en Caracas– tomaron el camino del exilio, hacia México. Su padre murió de muerte natural poco después. En la casa solariega quedaron solamente la madre y Ramón, el mayor, encargado de la hacienda paterna.
Aún viven allí, escuchando las noticias de la radio al atardecer, sin mezclarse en política y sin ser molestados por Batista, que teme a las incómodas consecuencias publicitarias que pudiera tener cualquier medida oficial contra la madre de Fidel Castro.
Emma Castro vio a Fidel por última vez dos horas antes de que se embarcaran en las naves expedicionarias hacia Cuba. Ella vivía en casa de una familia amiga –la de su antigua y fraternal conocida Orquídea Pino de Gutiérrez– y estaba informada de los proyectos de sus hermanos. El 25 de noviembre de 1956, después de la comida, Fidel y Raúl fueron a despedirse de ella. Entonces no tenían la apariencia guerrillera con que ahora lo muestran sus retratos. Fidel vestía un traje azul oscuro, impecable, con corbata a rayas. Como un anuncio incipiente de su barba mesiánica, solo existía el bigotillo lineal y un poco afectado de los enamorados antillanos. Fidel abrió los brazos y le dijo: “Bueno, llegó la hora”.
No necesitó decir nada más. Emma Castro sabía de qué se trataba. Pocos días después una noticia la sacó de la cama. Batista anunciaba la muerte de Fidel. Emma y Agustina leyeron los periódicos con una sonrisa de burla. “También esperábamos eso –comenta Emma Castro–. Sabíamos que de todos modos Batista diría que Fidel había sido muerto en el desembarco”. Estaban preparadas para no creerlo.
¿Dónde está Juanita Castro?
A un año largo del desembarco, las hermanas de Fidel, que siempre fueron indiferentes a la política, han sido arrastradas por las circunstancias hacia una militancia efectiva en el movimiento 26 de julio. Emma decidió viajar por el Caribe, recolectando fondos para la lucha. La más conocida de ellas, Juanita, que fue la última en abandonar a Cuba, es también la más revoltosa. Hace poco tiempo, su madre fue a visitarla a México. Emma llamó por teléfono a Juanita, que se encontraba en Miami, donde había anunciado en un mitin de cubanos en el exilio que los hombres de Fidel incendiarían la próxima cosecha de caña. Juanita viajó a México. Pero cuando fue a comprar el pasaje de regreso se le comunicó una orden del consulado de los Estados Unidos: no podía regresar a Miami.
Entonces fue cuando Juanita Castro, escondida en el baúl de un automóvil conducido por un exiliado cubano, penetró clandestinamente en los Estados Unidos. En Miami lo primero que hizo fue presentarse a las autoridades de inmigración con su abogado. El funcionario que había impedido su reingreso se quedó con la boca abierta. Solo pudo decir en su perplejidad: “Miss Castro”.
Se le permitió permanecer en Miami a condición de que no se moviera de allí ni interviniera en política. Pero las noticias de Cuba la mantenían en tensión. Un día, cansada de tanta pasividad, decidió meterse en la boca del lobo. Desembarcó públicamente en La Habana. Por temor a la publicidad, Batista la dejó en paz. Pero solo por poco tiempo. El 25 de marzo, cuando Emma Castro abandonó México rumbo a Venezuela, supo que Juanita debería ser sacada clandestinamente de Cuba, pues Batista había iniciado una acción directa contra ella. Ahora mismo se ignora dónde se encuentra. Es probable, conociendo su espíritu decidido, su valor personal y su fervor por la causa de Fidel, que haya subido a reunirse con sus hermanos en la Sierra Maestra.
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