Desperté oyendo a tía Olimpia declamar la Nau Catrineta ∗ con su voz
grave y potente de contralto.
Reniego de ti
demonio
que me ibas a
tentar
mi alma es
sólo de Dios
el cuerpo lo
doy al mar.
Lo tomó un
ángel en brazos
y no nos dejó
ahogar,
dio un
reventón el demonio,
se calmaron
viento y mar
y por la noche
la Nau Catrineta
estaba en
tierra varada.
Recordé entonces que era el día de mi vigésimo primer
aniversario. Las tías debían estar todas en el pasillo, esperando que me
despertara. Estoy despierto, grité. Entraron a mi cuarto. Tía Helena llevaba un
viejo y sobado libro con pastas de cuero con presillas de metal dorado. Tía
Regina traía una bandeja con mi desayuno, y tía Julieta una cesta con frutas
secas, cogidas en nuestro huerto. Tía Olimpia vestía el traje que usó al
representar la École des femmes, de
Moliere.
Todo es mentira, dijo tía Helena, ni el demonio reventó, ni
ángel ninguno salvó al capitán; la verdad está toda en el Diario de a bordo,
escrito por nuestro remoto abuelo Manuel de Matos, que tú ya leíste, y en este
otro libro, el Decálogo Secreto del
tío Jacinto, que vas a leer hoy por primera vez.
En el Decálogo Secreto estaba definida mi misión. Era el
único varón de una familia, reducida, además de mí, a cuatro mujeres solteronas
e implacables.
El sol entraba por la ventana y oía los pájaros cantando en
el jardín de la casa. Era una hermosa mañana. Mis tías preguntaron ansiosas si
había elegido ya a la moza. Respondí que sí. Daremos una fiesta de cumpleaños
hoy por la noche. Tráela aquí para conocerla, dijo tía Regina. Mis tías me
cuidaron desde que nací. Mi madre murió de parto y mi padre, primo hermano de
mi madre, se suicidó un mes después.
Dije a las tías que conocerían a la dulce Ermelinda Balsemão
esa misma noche. Sus rostros se llenaron de satisfacción. Tía Regina me entregó
el Decálogo Secreto del tío Jacinto y
todas salieron solemnemente del cuarto. Antes de comenzar la lectura del Decálogo telefoneé a Ermé, como yo la llamaba,
y le pregunté si quería cenar conmigo y las tías. Aceptó satisfecha. Abrí
entonces el Decálogo Secreto y comencé a leer los mandamientos de mi misión: Es
obligación inexcusable de todo primogénito de nuestra Familia, por encima de
las leyes circunstanciales de la sociedad, de la religión y de la ética...
Mis tías retiraron sus más pomposos vestidos de gala de los
armarios y baúles. Tía Olimpia vistió su ropa favorita, que guardaba para
ocasiones muy importantes, el traje que usó para representar Fedra por última
vez. Doña María Nunes, nuestra gobernanta, construyó enormes y elaborados peinados
en la cabeza de cada una; como era praxis entre las mujeres de la familia, las
tías nunca se habían cortado el pelo. Me quedé en el cuarto, después de leer el
Decálogo, levantándome de la cama de vez en cuando para ver el jardín y el
bosque. Era una misión dura, que mi padre había cumplido y mi abuelo y mi
bisabuelo y todos los demás. Saqué a mi padre de la cabeza en seguida. Aquél no
era el mejor momento para pensar en él. Pensé en mi abuela que era anarquista y
fabricaba bombas en el sótano de aquella casa sin que nadie lo sospechara. Tía
Regina acostumbraba decir que todas las bombas que explotaron en la ciudad
entre 1925 y 1960 fue la abuela quien las fabricó y tiró. Mamá, decía tía
Julieta, no soportaba las injusticias y esa era la manera de demostrar su
desaprobación; los que murieron fueron en su mayoría culpables y los pocos
inocentes sacrificados habían sido mártires de una buena causa.
Desde la ventana de mi cuarto vi, iluminado por el claro
brillo de la luna llena, el coche de Ermé, con la capota levantada, entrar
lentamente por el portalón de piedra, subir el camino ladeado de hortalizas y
parar frente a la alta casuarina que se erguía en el centro del césped. La
brisa fresca de la noche de mayo desordenaba sus finos cabellos rubios. Por
unos instantes Ermé pareció oír el sonido del viento en el árbol; después miró
en dirección a la casa, como si supiera que yo la estaba observando, y pasó la
bufanda alrededor del cuello, atravesada por un frío que no existía, a no ser
dentro de ella. Con un gesto abrupto, aceleró el carro y partió, ahora
resueltamente, en dirección a la casa. Bajé a recibirla.
Tengo Miedo, dijo Ermé, no sé por qué pero tengo miedo. Creo
que es esta casa, es muy bonita, ¡pero es tan sombría!
Tienes miedo de las tías, dije.
Llevé a Ermé a la Sala Pequeña, donde estaban las tías.
Quedaron impresionadas con la belleza y la educación de Ermé, y la trataron con
mucho cariño. En seguida vi que había recibido la aprobación de todas. Será esta
misma noche, dije a tía Helena, avisa a las otras. Quería terminar pronto mi
misión.
Tía Helena contó animadas aventuras de los parientes, que remontaban
al siglo XVI. Todos los primogénitos eran y son obligatoriamente artistas y
carnívoros y, siempre que es posible, cazan, matan y comen la presa. Vasco de
Matos, uno de nuestros abuelos, comía hasta los zorros que cazaba. Más tarde,
cuando comenzamos a criar animales domésticos, nosotros mismos matábamos los
carneros, conejos, patos, gallinas, cerdos y hasta los becerros y vacas que comíamos. No somos como los demás, dijo tía
Helena, que no tienen valor para matar o incluso ver matar un animal y sólo
quieren saborearlo inocentemente. En nuestra familia somos carnívoros
conscientes y responsables. Tanto en Portugal como en Brasil.
Y ya hemos comido personas, dijo tía Julieta; nuestro remoto
abuelo, Manuel de Matos, era segundo de la Nau Catrineta y se comió a uno de
los marineros sacrificados para salvar a los otros de la muerte por hambre.
Escuchen ahora, señores, una historia para pasmarse, allí
viene la Nau Catrineta, que tiene mucho que contar..., recité, imitando el tono
grandilocuente de tía Olimpia. Todas las tías, con excepción de Olimpia, tuvieron
un acceso de risa. Ermé parecía acompañarlo todo con curiosidad.
Tía Julieta, apuntándome con su largo dedo, blanco y
descarnado, donde brillaba el Anillo con el Sello de Armas de la familia dijo:
José está siendo entrenado desde pequeño para ser artista y carnívoro.
¿Artista?, preguntó Ermé, como si aquello le divirtiera.
Es Poeta, dijo tía Regina.
Ermé, que era estudiante de letras, dijo que adoraba la
poesía — después quiero que me enseñes tus poemas— y que el mundo necesitaba mucho
de los poetas. Tía Julieta preguntó si conocía el Cancionero portugués. Ermé
dijo que había leído alguna cosa de Garret, y que entendía el poema como una
alegoría de la lucha entre el Mal y el Bien, acabando éste por vencer, como se acostumbra
en tantas homilías medievales.
¿Entonces crees que el ángel salvó al capitán?, preguntó tía
Julieta.
Es lo que está escrito, ¿no? De cualquier forma, son sólo
versos salidos de la imaginación fantasiosa del pueblo, dijo Ermé.
¿Entonces no crees que ocurrió un episodio verdadero
semejante al poema, en el navío que llevaba de aquí para Portugal, en 1565,
Jorge de Albuquerque Coelho?, preguntó tía Regina. Ermé sonrió delicadamente,
sin responder, como hacen los jóvenes con los viejos a quienes no quieren desagradar.
Diciendo que conocían, ella y las hermanas, todos los
romances marítimos que trataran del tema de la Nau Catrineta, tía Regina salió
de la sala para volver poco después, cargada de libros. Éste es El náufrago salvado, del poeta
castellano Gonzalo de Berceo; éste, las
Cantigas de Santa María, de Alfonso el Sabio; éste, el libro del pobre
Teófilo Braga; éste, la Carolina Michaëlis; éste, un romance incompleto del
ciclo, encontrado en Asturias con versos reproducidos de las versiones
portuguesas. Y éste, y éste otro, y éste —y tía Regina fue arrojando los libros
sobre la mesa manuelina en el centro de la Sala Pequeña—, todos llenos sólo de
especulaciones, raciocinios sin fundamento, falsas proposiciones, impostura e
ignorancia. La verdad histórica la tenemos aquí en este libro, el Diario de a bordo, de nuestro remoto abuelo
Manuel de Matos, segundo del navío que en 1565 llevó de aquí para Portugal a
Jorge de Albuquerque Coelho.
Después de esto fuimos a la mesa. Pero el asunto no había
sido zanjado. Era como si el silencio de Ermé estimulara a mis tías aún más a hablar
del asunto. En el poema, que los juglares se encargaron de difundir, el capitán es salvado
de la muerte por un ángel, dijo tía Julieta. La verdadera historia, que está en
el diario de nuestro remoto abuelo, nunca se supo, para que se protegiera el
nombre y el prestigio de Albuquerque Coelho. ¿Te están gustando los calamares?
Es una receta antigua, de la familia, y este vino viene de nuestra hacienda en
Villa Real, dijo tía Regina. El historiador Narciso Acevedo, de Oporto, que
tiene parentesco con nosotros, felizmente no de sangre —sólo está casado con
nuestra prima María de la Ayuda Fonseca, de Sabrosa—, alega que, durante el
viaje, algunos marineros hicieron un requerimiento a Albuquerque Coelho, para
que él los autorizara a comerse a varios compañeros muertos de hambre y que
Albuquerque Coelho se había rehusado enérgicamente, diciendo que mientras
estuviera vivo no permitiría la satisfacción de tan brutal deseo. Ahora bien,
dijo tía Olimpia, en verdad lo que pasó fue enteramente distinto; los marineros que murieron
de hambre habían sido tirados al mar y Manuel de Matos notó que muchos, tal vez
todos los tripulantes del navío, inclusive Jorge Albuquerque Coelho, morirían
simultáneamente de hambre. Hablando de esto, este cabrito que estamos comiendo
fue criado por nosotros mismos, ¿te agrada al paladar? Antes que Ermé
respondiera, tía Julieta continuó: la tripulación fue entonces reunida por
Manuel de Matos, nuestro remoto abuelo, y mientras Jorge Albuquerque Coelho se
desentendía postrado en el lecho de su cabina, se decidió, por mayoría de votos
—y aquí uso las propias palabras del Diario, que sé de memoria—, jugarse a la
suerte la ventura de ver cuál habría de ser matado. Y la suerte fue echada
cuatro veces y cuatro marineros fueron matados y comidos por los
sobrevivientes. Y cuando la Nau San Antonio llegó a Lisboa, Albuquerque Coelho,
que se enorgullecía de su fama de cristiano, héroe y disciplinador, prohibió a
todos los marineros que hablaran del asunto. De lo que al final se filtró, se
hizo la versión romántica de la Nau Catrineta. Pero la verdad, cruda y
sangrienta, está aquí en el Diario de
Manuel de Matos.
La sala pareció oscurecer y una bocanada de inesperado aire
frío entró por la ventana, alanceando
las cortinas. Doña María Nunes, que nos servía, se encogió de hombros y por
unos instantes se escuchó un fuerte silencio profundo, casi insoportable.
Esta casa es tan grande, dijo Ermé, ¿vive alguien más aquí?
Solamente nosotros, dijo tía Olimpia. Nosotros mismos lo
hacemos todo, con la ayuda de doña María Nunes; cuidamos el jardín y la huerta,
nos dedicamos a la crianza de animales, limpiamos la casa y, cocinamos, lavamos
y planchamos la ropa. Esto nos mantiene ocupadas y sanas.
¿Y José no hace nada?
Es Poeta, tiene una misión, dijo tía Julieta, la guardiana
del Anillo.
¿Y porque es poeta no come? No tocaste la comida, dijo Ermé.
Estoy guardando mi hambre para más tarde.
Cuando terminó la cena, tía Helena preguntó si Ermé era una
persona religiosa. Las tías siempre rezaban una novena, en compañía de doña
María Nunes, en la pequeña capilla de la casa, después de la cena. Antes que salieran
para la capilla —Ermé declinó la invitación, lo que me agradó, pues podríamos
quedarnos juntos, solos— besé tía por tía, como lo hacía siempre. Primro tía
Julieta, un rostro flaco y huesudo, nariz larga y ganchuda, los labios finos
del dibujo de la hechicera de mis libros de hadas de la infancia, ojos pequeños
y brillantes, contrastando con la palidez del rostro —hasta entonces no sabía
por qué era ella la Guardiana del Anillo, tuve ganas de preguntarle, ¿por qué
eres tú quien usa el Anillo?, pero sentí que lo sabría muy en breve. Tía
Olimpia era morena, de ojos amarillentos, me besó con sus labios gruesos y su
boca ancha y su nariz grande y su voz modulada; para cada sentimiento tenía
ella una mímica correspondiente, casi siempre expresada en el rostro por
miradas, muecas y gestos. Tía Regina me miró con sus pequeños ojos astutos y
desconfiados de perro pequinés —era tal vez la más inteligente de las cuatro.
Tía Helena se levantó cuando llegué cerca de ella. Era la más alta de todas y
también la más vieja y la más bonita; tenía un rostro noble y fuerte, parecido
al de la abuela María Clara, la anarquista tiradora de bombas, y estaba
señalada por las hermanas como el arquetipo de la familia; las hermanas decían
que todos los hombres de la familia eran guapos como ella, pero la fotografía
de tío Alberto, el otro hermano de ellas, más joven que mi padre y que murió de
peste en África cuando luchaba al lado de los negros, mostraba una figura de
monumental fealdad. Tía Helena pidió permiso para decirme una palabra en
privado. Salimos del comedor y conversamos por unos instantes tras las puertas cerradas.
Cuando volví las otras tías ya se habían retirado.
Es graciosa la forma en que hablan. Sólo se tratan de tú
para acá, y tú para allá, dijo Ermé.
Usamos el usted para los empleados y para los desconocidos
sin importancia, dije. Así era en Portugal y continuó en Brasil, cuando la
familia vino para acá.
Pero no tratan a la gobernanta de usted.
¿Doña María Nunes? Pero ella es como si fuera una persona de
la familia; está en nuestra casa desde tiempos de la abuela María Clara, antes incluso
de que mi padre y mis tías hubieran nacido. ¿Sabes cuántos años tiene? Ochenta
y cuatro.
Parece un marinero, con el rostro lleno de arrugas, quemada
por el sol, dijo Ermé. Es diferente de ustedes, ¡tú eres tan pálido!
Es para poder tener cara de poeta, dije. Vamos al lugar que
más me gusta de la casa.
Ermé miró los estantes llenos de libros. Es aquí donde paso
la mayor parte de mi tiempo, dije. A veces duermo aquí en ese sofá; es una
especie de cuarto-biblioteca; hay también un pequeño baño aquí al lado.
Estábamos de pie, tan próximos que nuestros cuerpos casi se
tocaban. Ermé no tenía ninguna pintura en el rostro, en el cuello, en los
brazos, pero su piel brillaba de salud. La besé. Su boca era fresca y cálida,
como vino maduro.
¿Y tus tías?, preguntó Ermé cuando la acosté en el sofá.
Nunca vienen aquí, no te preocupes. Su cuerpo tenía la
solidez y el olor de un árbol de muchas flores y frutos y la fuerza de un
animal salvaje libre. Nunca podré olvidarla.
¿Por qué no buscas un empleo y te casas conmigo?, preguntó
Ermé. Reí, pues no sabía hacer nada, a no ser escribir poemas. ¿Y para qué trabajar?
Era muy rico, y cuando mis tías murieran iba a quedar más rico aún. Yo también
soy rica y pretendo trabajar, dijo Ermé. Está bien, vamos a casarnos, dije. Me
vestí, salí de la biblioteca y fui hasta el aparador.
Sin decir una palabra, doña María Nunes me dio la botella de
champaña con las dos copas. Llevé a Ermé a la sala pequeña y, apartando los libros
que aún estaban sobre la mesa manuelina, coloqué el champaña y las copas sobre
ella. Ermé y yo nos sentamos, lado a lado.
Saqué del bolso el frasco negro de cristal que tía Helena me
había dado aquella noche y me acordé de nuestro diálogo tras la puerta: Yo
mismo tengo que elegir y sacrificar a la persona que voy a comer en mi vigésimo
primer año de vida, ¿no es así?, pregunté. Sí, tú mismo tienes que matarla; no
uses eufemismos tontos, vas a matarla y después a comerla, hoy mismo, fue el
día que tú escogiste y eso es todo, respondió tía Helena; y cuando dije que no
quería que Ermé sufriera, tía Helena dijo, ¿y nosotros acostumbramos hacer
sufrir a las personas? Y me dio el frasco de cristal negro, adornado de plata
labrada, explicando que dentro del frasco había un veneno poderosísimo, del que
bastaba sólo una ínfima gota para matar; incoloro, insípido e inodoro como agua
pura, la muerte causada por él era instantánea —tenemos este veneno hace siglos
y cada vez se pone más fuerte, como la pimienta que nuestros remotos abuelos
traían de la India.
¡Qué frasco tan bonito!, exclamó Ermé.
Es un filtro de amor, dije, riendo.
¿De veras? ¿Lo juras? Ermé también reía.
Una gotita para ti, una gotita para mí, dije, echando una
gota en cada copa. Quedaremos locamente enamorados uno del otro. Llené las
copas de champaña.
Yo ya estoy locamente enamorada de ti, dijo Ermé. Con un
gesto elegante se llevó la copa a los labios y sorbió un pequeño trago. La copa
cayó de su mano sobre la mesa, partiéndose, e inmediatamente el rostro de Ermé se
abatió sobre los fragmentos de cristal. Sus ojos permanecieron abiertos,como si
estuviera absorta en algún pensamiento. No tuvo tiempo ni de saber lo que
ocurrió.
Las tías entraron al saloncito, acompañadas de doña María
Nunes.
Estamos orgullosos de ti, dijo tía Helena.
Todo será aprovechado, dijo tía Regina. Los huesos serán
molidos y se los daremos a los cerdos junto con harina de maíz y saúco. Con las
tripas haremos salpicón y sopas de ajo. Los sesos y las carnes nobles tú los comerás.
¿Por dónde quieres empezar?
Por la parte más tierna, dije.
Desde la ventana de mi cuarto vi que la madrugada comenzaba
a despuntar. Me puse la casaca, como mandaba el Decálogo, y esperé a que vinieran a llamarme.
En la mesa grande del Salón de Banquetes, que nunca en mi
vida había visto que fuera usado, cumplí mi misión, con mucha pompa y ceremonia.
Las luces de la inmensa lámpara estaban todas encendidas, haciendo brillar los
negros trajes de rigor que las tías y doña María Nunes usaban.
No pusimos mucho picante para no estropear el gusto. Está
casi cruda, es un pedazo de nalga, muy blando, dijo tía Helena. El gusto de
Ermé era ligeramente dulce, como ternera lechal, pero más sabroso.
Cuando engullí el primer bocado, tía Julieta, que me
observaba atentamente, sentada como las otras alrededor de la mesa, retiró el
Anillo de su dedo índice, colocándolo en el mío.
Fui yo quien lo sacó del dedo de tu padre, el día de su
muerte, y lo guardaba para hoy, dijo tía Julieta. Eres ahora el jefe de la
familia.
∗ A Nau Catrineta es uno de los romances más sabios y
repetidos en Brasil conservando el original llegado de Portugal. Hoy puede
oírse aún, especialmente en el nordeste brasileño, en la zona del Maranhão, en diferentes
versiones De origen discutido, este romance viene a representar la síntesis de
la tragedia de las navegaciones por el Atlántico.
Rubem Fonseca
Feliz año nuevo,
1975
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