Rubem Fonseca / O outro (Pessoa)
Llegaba
todos los días a la oficina a las ocho treinta de la mañana. El carro paraba a
la puerta del edificio y yo bajaba, andaba diez o quince metros y entraba.
Como
todo ejecutivo, pasaba las mañanas llamando por teléfono, leyendo memorandos,
dictando cartas a mi secretaria y exasperándome con problemas. Cuando llegaba
la hora del almuerzo, había trabajado duramente. Pero siempre tenía la
impresión de que no había hecho nada útil.
Almorzaba
en una hora, a veces en hora y media, en uno de los restaurantes de las
proximidades y volvía al despacho. Había días que hablaba más de cincuenta
veces por teléfono. Las cartas eran tantas que mi secretaria, o uno de los
asistentes, firmaba por mí. Y siempre, al final del día, tenía la impresión de
que no había hecho nada de lo que necesitaba haber hecho. Iba contra reloj.
Cuando había una fiesta, a mitad de la semana, me irritaba, pues era menos
tiempo el que tenía. Llevaba diariamente trabajo para casa, allí podía traducir
mejor, no me llamaban tanto por teléfono.
Un día
comencé a sentir una fuerte taquicardia. Además, ese mismo día, al llegar por
la mañana al despacho, surgió a mi lado, en la acera, un sujeto que me acompañó
hasta la puerta diciendo, “doctor, doctor, ¿podría usted ayudarme?” Le di unas
monedas y entré. Poco después, cuando estaba hablando por teléfono con São
Paulo, mi corazón se disparó. Durante algunos minutos latió con un ritmo
fortísimo, dejándome extenuado. Tuve que tumbarme en el sofá, hasta que pasó.
Estaba atontado, sudaba mucho, casi me desmayé.
Esa
misma tarde fui al cardiólogo. Me hizo un examen minucioso, inclusive un
electrocardiograma de esfuerzo y, al final, dijo que necesitaba bajar de peso y
cambiar de vida. Me hizo gracia. Entonces me recomendó que dejara de trabajar
algún tiempo, pero le dije que eso, también, era imposible. Finalmente, me
prescribió un régimen alimenticio y me mandó que caminara por lo menos dos
veces al día.
Al día
siguiente, a la hora del almuerzo, cuando fui a dar la caminata recetada por el
médico, el mismo sujeto de la víspera me detuvo pidiéndome dinero. Era un
hombre blanco, fuerte, de pelo castaño largo. Le di algún dinero y proseguí.
El
médico había dicho, con franqueza, que si no tenía cuidado, en cualquier
momento podría tener un infarto. Tomé dos tranquilizantes aquel día, pero eso
no fue suficiente para dejarme totalmente libre de tensión. Por la noche no
llevé trabajo para casa. Pero el tiempo no pasaba. Intenté leer un libro, pero
mi atención estaba en otra parte, en la oficina. Encendí la televisión, pero no
logré aguantar más de diez minutos. Volví a mi caminata, después de la cena, y
me quedé impaciente sentado en un sillón, leyendo los diarios, irritado.
A la
hora del almuerzo el mismo sujeto se emparejó conmigo, pidiendo dinero: “¿Pero,
todos los días?”, pregunté. “Doctor”, respondió, “mi madre está muriendo,
necesita medicinas, no conozco a nadie bueno en el mundo, sólo a usted.” Le di
cien cruceiros.
Durante
algunos días el sujeto desapareció. Un día, a la hora del almuerzo, estaba
caminando cuando apareció súbitamente a mi lado: “Doctor, mi madre murió.” Sin
parar y apresurando el paso, respondí, “lo siento mucho.” Alargó su zancada,
manteniéndose a mi lado, y dijo “murió.” Intenté desembarazarme de él y comencé
a andar rápidamente, casi corriendo. Pero él corrió detrás de mí, diciendo
“murió, murió, murió”, extendiendo los dos brazos contraídos en una expectativa
de esfuerzo, como si fueran a colocar el ataúd de la madre sobre las palmas de
sus manos. Por fin, paré jadeante, “¿cuánto es?” Con cinco mil cruceiros él
enterraba a su madre. No sé por qué, saqué un talonario de cheques del bolsillo
e hice allí, de pie en la calle, un cheque por aquella cantidad. Mis manos
temblaban. “Ahora basta”, dije.
Al día
siguiente no salí a dar mi vuelta, almorcé en la oficina. Fue un día terrible
en que todo salía al revés: algunos papeles no fueron encontrados en los
archivos; una importante competencia se perdió por una diferencia mínima; un
error en la planeación financiera exigió que nuevos y complejos cálculos
presupuestarios tuvieran que ser elaborados en régimen de urgencia. Por la
noche, incluso con los tranquilizantes, mal conseguí dormir.
Por la
mañana fui a la oficina y, en cierta manera, las cosas mejoraron un poco. Al
mediodía salí a dar mi vuelta.
Vi que
el sujeto que me pedía dinero estaba en pie, medio escondido en la esquina,
acechándome, esperando que pasara. Di la vuelta y caminé en sentido contrario.
Poco después oí el ruido de tacones de zapatos golpeando en la acera como si
alguien estuviera corriendo detrás de mí. Apreté el paso, sintiendo un ahogo en
el corazón, era como si estuviera siendo perseguido por alguien, un sentimiento
infantil de miedo contra el cual intenté luchar, pero en ese instante él llegó
a mi lado, diciendo “doctor, doctor.” Sin parar, pregunté, “¿ahora qué?.”
Manteniéndose a mi lado, dijo “doctor, tiene usted que ayudarme, no tengo a
nadie en el mundo.” Respondí con toda la autoridad que pude poner en la voz,
“busca un empleo.” Dijo “no sé hacer nada, usted tiene que ayudarme.” Corríamos
por la calle. Tenía la impresión de que la gente nos observaba con extrañeza.
“No tengo que ayudarlo, de ninguna manera”, respondí. “Tiene que hacerlo, si
no, usted sabe lo que puede ocurrir”, y me agarró del brazo y me miró, y por
primera vez vi cómo era su rostro, cínico, vengativo. Mi corazón latía de
nervios y de cansancio. “Es la última vez”, dije, parando y dándole dinero, no
sé cuánto.
Pero no
fue la última vez. Todos los días aparecía, repentinamente, suplicante y
amenazador, caminando a mi lado, arruinando mi salud, diciendo es la última
vez, doctor, pero nunca era. Mi presión subió más aún, mi corazón estallaba
sólo de pensar en él. No quería ver más a aquel sujeto, ¿qué culpa tenía yo de
que él fuera pobre?
Resolví
dejar de trabajar un tiempo. Hablé con mis colegas de la dirección que
estuvieron de acuerdo con mi ausencia por dos meses.
La
primera semana fue difícil. No es sencillo parar de repente de trabajar. Me
sentía perdido, sin saber qué hacer. Poco a poco me fui acostumbrando. Mi
apetito aumentó. Empecé a dormir mejor y a fumar menos. Veía televisión, leía,
dormía después del almuerzo y andaba el doble de lo que andaba antes,
sintiéndome óptimo. Estaba volviéndome un hombre tranquilo y pensando
seriamente cambiar de vida, dejar de trabajar tanto.
Un día
salí para mi paseo habitual cuando él, el mendigo, apareció inesperadamente.
Diablos, ¿cómo descubrió mi dirección? “¡Doctor, no me abandone!” Su voz era de
pena y resentimiento. “Sólo lo tengo a usted en el mundo, no vuelva a hacerme
eso, estoy necesitando algo de dinero, esta es la última vez, lo juro”, y
arrimó su cuerpo muy cerca al mío, mientras caminábamos, y yo podía sentir su aliento
ácido y podrido de hambriento. Era más alto que yo, fuerte y amenazador.
Fui en
dirección de mi casa, él acompañándome, el rostro fijo vuelto hacia mí,
vigilándome curioso, desconfiado, implacable, hasta que llegamos a mi casa. Le
dije, “espera aquí.”
Cerré
la puerta, fui a mi cuarto. Volví, abrí la puerta y al verme dijo “no haga eso,
doctor, sólo lo tengo a usted en el mundo.” No acabó de hablar, o si acabó no
lo oí, con el ruido del tiro. Cayó al suelo, entonces vi que era un niño
delgado, con espinillas en el rostro y de una palidez tan grande que ni la
sangre, que fue cubriendo su faz, conseguía esconder.
Rubem Fonseca
Feliz año
nuevo,
1975
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