Joan Didion |
Joan Didion
Precaria cordura
LUIS DANIEL IZPIZUA 2 NOV 2006
"Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba", nos dice Joan Didion de forma reiterada en su muy hermoso libro El año del pensamiento mágico. Un libro sobre el duelo tras la muerte de alguien con quien nuestra vida se hallaba fuertemente vinculada; en el caso de la autora, su marido, John Gregory Dunne. Se disponían a cenar juntos el 30 de diciembre de 2003 después haber visitado a su hija Quintana, en coma en el hospital tras un choque séptico producido por una gripe que había derivado en neumonía. John le había pedido un whisky antes de sentarse, se sentaron a la mesa, ella removía la ensalada, John hablaba, de repente dejó de hablar. Ante el silencio de su marido, alzó la vista y lo vio desplomado, inmóvil y con la mano izquierda levantada. Al principio creyó que era una broma y le recriminó por ello. Luego pensó que se había atragantado e intentó hacerle la maniobra de Heimlich. Después vino la llamada a una ambulancia, la conversión del salón en una sala de urgencias, el electrocardiograma, las palas desfibriladoras, el viaje al hospital, la breve espera, la notificación de la muerte. "Está bien" -dijo el asistente social-. Es una mujer muy entera".
Joan Didion, sin embargo, desmenuza a lo largo del libro el "efecto persona muy entera". Lo sorprendente en él, lo fascinante, es esa patología de la normalidad que nos revela, la otra cara a la que parece plegarse una racionalidad aparentemente sin tacha. Tras la muerte de su marido, Joan Didion no parece alejarse en ningún momento de aquella entereza primera, e indaga y analiza con minuciosidad sus estados de ánimo, los momentos anteriores y posteriores al acontecimiento, consulta libros y artículos de psicología, informes médicos, cuadros clínicos sobre la enfermedad de su marido. Y, sin embargo. Cuando le preguntan si desea que le hagan la autopsia al cadáver de su marido, responde que sí, sin dudarlo, pese a que había presenciado ya algunas y sabía lo desagradables que eran. Duda, después, ante la posibilidad de donar alguno de los órganos de su marido, órganos que concluye que sólo podían ser las córneas, tras reflexionar sobre las circunstancias que se requieren para donar los órganos de un cadáver. Dona la ropa de su marido a una institución de caridad, aunque se resiste a entregar sus zapatos. Se ocupa de las necrológicas, organiza los funerales. Pero, a pesar de todo, comprende que si se había resistido a entregar los zapatos de su marido era porque "cómo podría regresar si no tenía zapatos". Si se había negado a donar sus córneas era porque "cómo podría regresar si no tenía órganos". Si había aceptado la autopsia era con la esperanza de que los médicos descubrieran que se habían equivocado y que estaba vivo. Si las necrológicas le habían molestado tanto, era porque "había permitido que otra gente pensara que estaba muerto. Había dejado que lo enterraran vivo". Joan Didion no creía en la resurrección de la carne, pero aún creía que, dadas las circunstancias adecuadas, él volvería. "Que volviera, ese había sido durante aquellos meses mi objetivo oculto, mi truco mágico".
La vida que conoces se acaba, dice Joan Didion, y nos cuesta aceptarlo. En realidad, más que acabarse, se va con ellos, con los muertos, y ansiamos su regreso para que nos la devuelvan. Nos llevan con ellos, los muertos, y es nuestra vida la que yace enterrada cuando nos dejan. Y nuestra vida está viva, o eso creemos, y es esta vivencia la que vuelve tan transitable el límite entre vida y muerte. Horacio, en una de sus odas -la XXIV del primer libro- le aconseja resignación a Virgilio tras la muerte de Quintillo Varo, ya que serán vanas sus invocaciones a los dioses para que regrese. En cambio, Jaroslav Seifert, en ese maravilloso poema que es El peso de la tierra, se pregunta si a los hombres no les quedará, después de la muerte, un poquito de vida allí abajo, debajo de la tierra. Si no seremos como los árboles, que repiten su copa en la copa de sus propias raíces y éstas aún viven años después de que el árbol haya sido talado. Y pide que lo entierren con un bastón blanco para moverse como un ciego en las tinieblas e intentar comunicarnos desde allí, a través de la hierba, "cómo es la muerte,/ ese instante/ que esperamos durante toda la vida". Pero ellos no nos hablan de su muerte, sino de nuestra vida, a la que arrastran consigo y con la que se resisten a regresar. Por eso hay que dejarlos, concluirá Joan Didion, porque "si hemos de continuar viviendo llega un momento en que debemos abandonar a los muertos, dejarlos marchar, mantenerlos muertos".
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