Joan Didion |
La imagen de la escritora que Céline ha elegido no es la de la mujer juvenil, sino la de la octogenaria que es hoy
Que “los tipos duros no bailan” ya no es algo sensatamente defendible. El título de la novela de Norman Mailer está anclado en una época en que ser duro todavía tenía prestigio. Ahora, atendiendo a la verdad, habría que decir que los que no bailan son los tímidos, los que se creen torpes o temen el ridículo, y más bien lo que producen, esos tipos, es ternura, cuando se aferran a la barra por ser incapaces de dejar que se les muevan los pies. El tiempo en el que “duro” podía ser un adjetivo halagador pasó, pero en absoluto nos hemos librado de los estereotipos que acompañan al sexo, o al género, dígase como se diga: a la rubia guapa se le sigue presuponiendo cierta flojera mental y provoca más interés sexual que otra cosa, tal vez sea esa la explicación de la célebre frialdad de las rubias, de esa distancia defensiva que algunos hombres consideran mal humor; la mujer que vive de su inteligencia o su talento debe hacer por borrar lo voluptuoso, lo sexy, lo femenino para que el interlocutor no se le despiste o para que, sencillamente, la tomen en serio.
Está más arraigado de lo que se piensa. En España sumamos otros prejuicios de corte moralista, una lista de mandamientos no escritos pero de obligada obediencia: el escritor o la escritora no prodigarán en exceso su hedonismo; justificarán sus viajes como parte obligada del trabajo; el escritor o la escritora no hablarán jamás de segunda residencia; no mostrarán pasión por el vestir, tampoco por los buenos restaurantes que les gusta frecuentar; el escritor o la escritora deberán borrar los rasgos de sofisticación del relato de su vida hasta el punto de afirmar que sólo con patatas para cenar y un suelo para dormir podrían alcanzar la felicidad. Lo he leído. Hay artículos que rondan por ahí que muestran cómo alcanza la escritora o el escritor el éxtasis de la perfección solidaria. No me han producido más que sonrojo y estupor. Y un poco de rabia, qué caramba, por esos lectores que se tragan el discurso del desprecio a lo material y de la felicidad sin deseos. La crisis, por supuesto, ha acentuado la moralina cristianoide, porque no es otra cosa que eso.
Hace unos meses la marca de ropa francesa Céline eligió a la escritora Joan Didion como imagen de su campaña. Didion tiene 80 años, y un gran prestigio como escritora de distintos géneros. Fue en los años cincuenta editora de Vogue y su relación con el mundo de la estética no le restó en absoluto seriedad en la consideración que se le tiene. Joan Didion no ha sido una mujer guapa pero sí tremendamente atractiva. Sus fotos de joven guionista en Hollywood, cuando escribía a cuatro manos con su marido, el escritor John Gregory Dunne, la convirtieron sin pretenderlo en maestra de un estilo que ahora se denominaría bohemian-chic, definición que resulta pobre para describir una personalidad bohemia, chic, elegante, frugal, discreta pero no puritana, y con una tendencia a disfrutar de la vida sin ocultarlo. La imagen que Céline eligió para su campaña no fue la de una Joan juvenil, que ha llegado a ser icónica por poseer una belleza atemporal, sino la de la octogenaria que es hoy, la anciana de extrema delgadez, rostro arrugado, gesto melancólico y atractivo perenne. Joan Didion, vestida con un suéter negro y oculta tras unas enormes gafas de sol. Una mujer marcada por la pérdida. Sus libros, El año del pensamiento mágico, que narra con detalle y hondura la muerte repentina de su marido en los mismos días en que su hija agonizaba en un hospital, y Noches azules, donde da cuenta de la corta vida de esa hija, aumentaron la admiración que ya despertaba. La maestría con que había contado cómo es la vida americana se volvió excelencia a la hora de narrar la suya propia, que cambió en un instante, en ese momento en que iba a llevar la cena a la mesa y vio a su marido en el suelo, agonizando. Fue ella, la mujer que supo escribir sobre la pena, la elegida como imagen de un diseño de ropa exquisito. Y no pasa nada. Salta a la vista que su elegancia no depende de la ropa que lleva, es algo que emana del alma de una escritora de carácter difícil, que impone a quien la mira, al contrario de lo que hoy se estila, distancia y respeto.
Al margen de la presencia de la muerte, que atraviesa todas las páginas de estos dos asombrosos libros, está el relato de cuánto disfrutó con su marido: el vino, la comida, los viajes, los baños en un mar salvaje, los restaurantes californianos, los neoyorquinos, todo ello nombrado con precisión y celebrado sin recato. Si a la muerte la precede una buena vida en común la pérdida es aún más insoportable. ¿Y qué hay de malo en contar una buena vida?
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