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viernes, 17 de julio de 2015

Tomás Eloy Martínez / José Antonio Ramos Sucre

José Antonio Ramos Sucre

Tomás Eloy Martinez
EL CÓNSUL

Ahora el insomnio se había instalado en su cuerpo con un sentido de la propiedad tan vigoroso que ya el Cónsul no sabía reconocer las cosas sino a través de aquel intruso. Cada vez que abría un libro, el insomnio estaba allí, adelantándose a las letras y llevándolas a un horizonte donde él, José Antonio Ramos Sucre, nunca podía leerlas.
Se asomó a las ventanas del Consulado, en la rue du Rhône, y humedeció con la lengua, distraído, el sobre de la última carta que había escrito. A la señorita Dolores Emilia Madriz —su prima—, en Cumaná, Venezuela: “Todavía me afeito diariamente. Apenas leo: descubro en mí un cambio radical en el carácter. Pasado mañana cumplo cuarenta años y hace dos que no escribo una línea”.
Había adelgazado. Lo abrumaban tantas ojeras que no todas podían ser de él: a veces pensaba que algunas ojeras de otro (¿o del Otro?) habían descendido sobre su cara para atormentarlo. Se vestía con desaliño, sintiendo que la camisa ceñía dos cuerpos y que el lazo de la corbata se apretaba en torno de dos cuellos. Desde hacía seis meses vagaba de sanatorio en sanatorio, sometiéndose a exámenes e interrogaciones desesperantes, para que le extirparan aquella compañía. Pero el insomnio era (le escribía en enero a José Nucete Sardi) “de una tenacidad inverosímil”: se encaramaba en los mismos trenes, se tendía entre las mismas sábanas, se afeitaba con las mismas manos.
El aire de la primavera alzaba en la calle algunas tristes ráfagas de polen. A lo lejos, los doce arcos del puente del Mont-Blanc, sobre el Ródano, se disolvían en la luz viscosa del atardecer, y un golpe de campana, que descendía cansadamente por la colina de Saint-Pierre, acercaba al cuarto los primeros sonidos del insomnio. El cuerpo del Cónsul se puso en estado de alerta: él, José Antonio Ramos Sucre, lo desplazó con sigilo hacia la penumbra de las cortinas para que el Otro no pudiera verlo. Desde allí, atisbó la calle. Un perro vagabundo precedía el desfile de los últimos oficinistas hacia Saint-Gervais, la joyería de enfrente apagaba sus luces, y más allá, en la esquina, los mesoneros del restaurante Aux Nations tendían las mesas sobre la acera. De pronto, el Cónsul vio al insomnio atravesar la calle, esquivando a dos automóviles, y acercarse a los portales de la rue du Rhône. ¿Qué hacer ahora? Una vez más el insomnio franquearía la entrada de un salto, dejaría el sombrero de paja en un perchero del vestíbulo, echaría un vistazo a los expedientes sin despachar que el secretario había ordenado en el escritorio de la entrada, y con una sonrisa malévola irrumpiría luego en la biblioteca donde el cuerpo del Cónsul se preparaba, erizado, a resistir el asedio. Pero aunque José Antonio Ramos Sucre había escondido el cuerpo en las riberas de la ventana, aunque tenía los ojos cerrados y las palmas abiertas hacia adelante, oponiendo a la invasión todas sus fuerzas ya gastadas, sabía que el insomnio acabaría por ocuparlo, como siempre: respiraría por él, le dictaría todas las palabras y ademanes de la vida.


Desde que había llegado a Ginebra, el 12 de marzo, el Cónsul tramaba asesinar a su enemigo. Alejarse d Venezuela le había permitido aventar los últimos resabios de “moral antropófaga” que le prohibían el crimen y, aliviado ahora, con las manos libres, repasaba los medios de poner fin al tormento. “Sólo puedo asegurarte que tú no volverás a verme enfermo”, le había escrito a Dolores Emilia —su prima—, el 8 de abril. Ya entonces había desechado la muerte violenta  —todas las variaciones de la pólvora y el cuchillo—, porque no toleraba la idea de que el cuerpo se deformara en aquel combate, y que los deudos debieran disimular luego, al exponer el cadáver, el rastro de las heridas. Se inclinaba más bien por una muerte limpia y apacible, que desconcertara al insomnio y lo dejara indefenso. A menudo se preguntaba si el Otro, que había resistido las infinitas embestidas d los hipnóticos y de las distracciones, sería capaz de sobrevivir a aquel ataque final: si el insomnio seguiría flotando sobre las calles de Ginebra aún después de que la realidad entera se hubiera dormido.
En un viejo vademécum había consultado las posibilidades del veneno: rechazó el arsénico, por horror a las convulsiones, a la ulceración, al extravío; excluyó la belladona y la estricnina porque imaginaba la entrada del cuerpo en un lento crepúsculo violeta, cada vez más sumido en un sótano de asfixia, y el mero presentimiento de aquella muerte le resultaba aún más insoportable que morir. Vacilaba, ¡cuántas veces había vacilado! “Solamente el miedo al suicidio me permite sufrir con paciencia”, escribía. Pero el propio insomnio se había ocupado de mellar tanto miedo, hasta reducirlo al tamaño de nada: había ido apagando el miedo con sus chillidos nocturnos y su insolencia de sirviente, hasta que él mismo, José Antonio, había acabado por olvidarlo.
Ya todo estaba claro: aniquilaría al Otro a través del sueño, con una sobredosis del hipnótico que los médicos del sanatorio Stefania le habían quitado en Merano y que él había rescatado a hurtadillas, con el auxilio de unas compasivas monjas alemanas. Volvió a consultar el vademécum: “La susceptibilidad individual es variable —leyó—. Los signos de intoxicación aparecen habitualmente después de los 5 centígrados. Una dosis de 0,25 g (por una u otra vía) suele ser mortal en el individuo no acostumbrado”. Tomó de un estante de la biblioteca la bella edición del Wilhelm Meister que lo había acompañado en la travesía de Hamburgo a Merano, cuatro meses atrás, y dejó al descubierto el frasco del hipnótico. Calculó con cuidado el contenido: un gramo, tal vez 1,25. Era más que suficiente para atacar al insomnio dentro de dos días, cuando el Cónsul tuviera la desdicha de cumplir cuarenta años.


Las confusas esperanzas con que había salido de Caracas estaban ya disipadas. Durante meses se había enredado en peticiones y trámites para lograr que la Cancillería venezolana lo desplazara de sus funciones de traductor oficial a un puesto en el servicio exterior. Confiaba en que lo destinaran a París, donde el ministro César Zumeta le había prometido hospitalidad y protección, pero la sorpresiva vacancia del Consulado en Ginebra lo desvió hacia allí, a fines de diciembre de 1929.
Al llegar se había alojado en el hotel Bellevue, ante cuyas ventanas se abrían a la vez el Mont-Blanc y el lago Leman y, con una gozosa impaciencia que no se le presentaba desde los años de la Universidad, había salido a fatigar los paseos de la ciudad: se perdió voluntariamente en la isla Rousseau, disfrutó del leve sol en los jardines del Grand Quai, y se disponía a internarse en el suburbio de Petit Saconnet cuando los ramalazos del frío lo ahuyentaron hacia el vestíbulo del hotel, en cuya chimenea se alborotaban las formas del fuego.
Había creído que el insomnio, como todas las criaturas de la noche, se resistiría a seguirlo en sus desplazamientos. Le pareció natural que, cuanto más se alejaba el barco de La Guaira, fuera más fácil para él ir recuperando su intimidad con el sueño, al punto que ya en la segunda semana de navegación había logrado descansar tres horas seguidas.
El ministro Hurtado Machado lo había recibido en la estación de ginebra, y luego de acompañarlo a dejar el equipaje en el hotel Bellevue, lo había llevado al edificio del Consulado, en la rue du Rhône, donde confirmaron la diligencia del secretario y los buenos modales de los vecinos. Hurtado le confió que pensaban mudar las oficinas a un edificio frente al lago, pero Ramos Sucre le rogó que no lo hicieran: ¿dónde podrían encontrar tanto silencio, tanta gente cortés? Y en cuanto a la habitación, ya Luis Yépez, el cónsul saliente, buscaría para él un hotel apacible y cercano (dijo Hurtado). Nada de eso (lo contuvo Ramos Sucre): sólo aspiraba a una pensión donde la cocina fuera limpia y los huéspedes silenciosos. Le refirió a Hurtado sus largos meses de sufrimiento: era víctima (dijo) de un parásito tropical que no le permitía dormir y que desataba en él crisis nerviosas y desarreglos intestinales. Le habían recomendado un sanatorio en Hamburgo donde tenían experiencia en limpiar el cuerpo de esos parásitos, y tras unas semanas de aclimatación en Ginebra, saldría para Alemania a iniciar el tratamiento. Estaba seguro de que en marzo, cuando Yépez tuviera que regresar a Caracas, él ya estaría ocupándose del Consulado, sin más trastorno que el de la soledad.
Al caer la noche, Hurtado había vuelto a visitarlo al hotel, con algunas cartas de recomendación para los médicos de Hamburgo, y le había explicado con minucia los problemas pendientes del Consulado. Yépez (le dijo), que pasaba las vísperas de Navidad fuera de Ginebra, estaría seguramente de regreso el 26. Hablaron de él con afecto, y el ministro se entretuvo en un largo sermón sobre las dolorosas separaciones a que está expuesto un funcionario del servicio exterior y sobre las necesidades de mantener templados los sentimientos.
Fue al marcharse el ministro cuando Ramos Sucre sintió de nuevo, mientras atravesaba el vestíbulo del hotel, la punzada en el vientre que no lo acometía desde la salida de Caracas. Se le erizó la piel y una corriente de sudor le enfrió la espalda. Encorvado, se dejó caer sobre un sillón en busca de aliento. ¿Era aquel dolor el que abría las puertas de su cuerpo el insomnio, o sucedía más bien que el insomnio, al acomodarse dentro de él, le lastimaba las entrañas?
Subió como pudo a su habitación y se tendió vestido en la cama, esperando el infierno de la noche, sin otra defensa que la inmovilidad y la profunda conciencia del sufrimiento. Se complació al pensar, de pronto, que también el insomnio sufría: tantas veces habían entrado en él recuerdos y remordimientos que pertenecían al Otro, con tanta frecuencia había sentido, al hablar, las palabras del insomnio fluyendo de su boca, que no podía imaginarlo ajeno a sus dolores. Y sin embargo, la idea no le servía de consuelo: el sufrimiento estaba allí, y era él, Ramos Sucre, quien no cesaba de sufrirlo.
Adivinó que los días siguientes serían peores, porque se vería obligado a una cadena de inevitables ritos sociales: encuentros con los venezolanos de la embajada, diálogos con el secretario, visitas al Palacio de las Naciones, y una almidonada Nochebuena con la familia de Hurtado que lo obligaría a probar hallacas y a brindar con champaña. ¿Qué sentido tenía?
Al amanecer, escribió una apresurada nota al ministro, explicándole que los desarreglos de salud lo obligaban a adelantar el viaje a Hamburgo y rogándole que no se inquietara por él. Rehízo las maletas, dejó la carta en la recepción del hotel, y deambuló por Ginebra en un auto de alquiler, en procura de una pensión modesta. La encontró a la entrada de Petit Saconnet, sobre la pendiente que desemboca en Saint-Gervais.
Tres días estuvo allí, sin moverse de la cama sino para probar los alimentos que la dueña le alcanzaba, concentrado en su tenaz combate contra el insomnio. Al amanecer del 27 de diciembre, en un estado tan penoso de debilidad que hasta apartar el aire le costaba esfuerzo, José Antonio Ramos Sucre tomó el expreso de Hamburgo. Los campos estaban nevados, y la blancura entraba mansamente en todas las cosas: hasta en los oscuros demonios de su pensamiento.
Pasó en Hamburgo una semana entera encerrado en el hotel Esplanade, sin atreverse a desafiar el frío de la calle. El viento se arremolinaba en la plaza mayor y, a través de la niebla, Ramos Sucre distinguía borrosamente el águila imperial desplegada en la torre del Ayuntamiento y el coro que los veinte emperadores esculpidos en cobre formaban en torno al monumento a Wilhelm I, hacia el centro de la plaza.
A veces, cuando lograba reunir todo su coraje disperso, bajaba al restaurante y tomaba un poco de sopa, angustiado por las corrientes de aire que se alzaban a cada entrada y salida de los huéspedes. Luego se apresuraba a volver al cuarto, donde trataba de distraerse leyendo a Goethe y a Leopardi, o desahogándose en un rosario de cartas a Zumeta, a Luis Yépez, a Dolores Emilia: “…suplico alguna indulgencia por con una persona afligida por insomnios agónicos, enemigos directos de las facultades mentales”.
Desde el 2 de enero vivió aferrado al teléfono: llamaba una y otra vez al Tropensinsitut para precisar su cita con el doctor Mühlens, inquiría sobre el tipo de tratamiento a que sería sometido, sobre la temperatura del cuarto donde iban a internarlo, sobre los remedios que emplearían para combatir su insomnio. El 3 llamó al consulado de Venezuela para pedir referencias sobre la fama del doctor Mühlens y peguntar si había llegado alguna correspondencia a su nombre. Dijo que estaba inquieto por la confusión que podía trabar la entrega de su primer salario: el director de la Oficina d Consulados había prometido enviárselo a Ginebra, pero él lo necesitaba en Hamburgo, donde lo someterían a un tratamiento costoso. Habló con la irritación y la angustia de quienes caen por azar entre las mallas de la burocracia y no saben orientarse. Vivía tenso, y las mandíbulas le dolían de tanto apretar los dientes.
El 4, por fin, se internó en la clínica. Sintió cierto alivio al delegar en otros el cuidado de su cuerpo y al disponer de voluntades auxiliares para mantener a raya las embestidas del insomnio. Con cierta distracción, solía pensar en las formas que Dios empleaba par a manifestarse, y se decía que la llovizna, los vahos del sol, la indefensión de las mujeres y el perfume del jabón eran los signos que Dios elegía para que los hombres no olvidaran su existencia. Estaba entusiasmado con el descubrimiento de un brote teológico en el Whilelm Meister de Goethe, y se apresuró a confiar el hallazgo a César Zumeta en la primera carta que escribió después de sumirse en el sanatorio.


Durante todo enero advirtió con inquietud que el insomnio no se retiraba. En las primeras noches de internación, las monjas del sanatorio habían rodeado su cama, rezando en voz alta para que durmiera. Más por sorpresa que por convicción, el insomnio parecía bajar la guardia ante el arrullo de las preces. El sueño entonces, aprovechando el descuido, ascendía hasta los ojos de José Antonio con la cautela de una confidencia. Pero al regresar, el insomnio se apoderaba con tanto brío de los aires del cuarto que a las monjas se les enredaban las avemarías y las enfermeras no sabían cómo aplacar el alboroto de los algodones.
Cuando lograba descansar, Ramos Sucre se volvía locuaz. Escribía cartas beatíficas a Dolores Emilia y entretenía a los analistas del laboratorio con sus lecciones de moralidad: “La virtud austera o con facha de burro y alma de caníbal merece a cada paso mi abominación (explicaba, eufórico). El hábito de la censura es tan sólo un desahogo de la soberbia, de creernos superiores a los demás, y la superioridad depende del punto de vista y es casi siempre ilusoria”.
Se contradecía al hablar de Europa. Las primeras impresiones eran sombrías: “Encuentro a Europa discorde, empobrecida y relajada. Ese espectáculo me contrista; yo quiero el bien de todos los hombres”. Pero luego se ponía en guardia contra su propia insatisfacción y escribía, moderándose: “Lo mejor de Europa es la gente. Aquí todo el mundo es cortés y risueño”.
Le complacía verse con fuerzas para cuidar otra vez los jardines de su idioma, limpiándolos de la maleza que brotaba con el insomnio: arrancaba con cuidado los pronombres relativos que enturbiaban la fluencia de los párrafos, apartaba los infinitivos sustantivados y los adjetivos ociosos. Pero a veces, el mero presentimiento del insomnio lo deprimía, y en la última frase de las cartas se dejaba caer: “Perdona las molestias que pueda proporcionarte”; “Deseo que prosperen todos ustedes”; “Yo te suplico que disculpes estas confidencias”.
Observaba temeroso la sucesión de análisis a que lo sometían diariamente. Cada vez que los resultados eran negativos, se refugiaba desolado en su habitación, hasta que los médicos optaron por llevarle la corriente y admitir que sí, que el insomnio y el virus tropical eran un matrimonio indisoluble, y que la muerte de uno arrastraría también al otro. Pero a veces dejaba entrever en las cartas sus dudas: “… si el malestar posee existencia independiente y no deriva de esa infección, estoy perdido”.
A comienzos de febrero, uno de los médicos le dijo que el virus había sido atrapado, y que con un par de inyecciones lo aniquilarían. Sintió con fruición la retirada del adversario; recorrió, con todos los recuerdos y sentimientos que habían sido desplazados por la enfermedad, el bello campo desierto que se abría ahora dentro de su cuerpo, libre para que soplaran los vientos del sueño y lo ocuparan de nuevo las casas del pensamiento.
El 5 lo declararon curado y le aconsejaron que pasara su convalecencia en Merano. El 7 atravesó Alemania en el expreso de Munich, y allí cambió d tren. En la estación leyó con desinterés las noticias sobre la alianza que los desconocidos caudillos de derecha, Alfred Hugenberg y Adolf Hitler, habían entablado para acabar “la esclavización del pueblo alemán” y rechazar la responsabilidad económica del país en los desastres de la Gran Guerra. Sentía un profundo desdén por todas las farsas de la política, y el desafiante paseo de una decena de jóvenes con uniforme pardo por los andenes de la estación le parecía un preludio ridículo del carnaval.
De pronto, entre los bancos de la sala de espera, creyó ver una golondrina moribunda que se arrastraba hacia el muro. Recordó el mito que él mismo había imaginado en un poema (“Las golondrinas… subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo”). Se acercó para ayudarla y ofrecerle el calor nuevo de su cuerpo. La tomó con cuidado entre las manos y trató de acariciarla. La golondrina volvió entonces la cabeza hacia él, irguió el pico y esbozó la misma sonrisa cruel que Ramos Sucre había visto tantas veces en la cara del insomnio.


Al salir de Hamburgo supuso que ya no quedaban en su cuerpo rincones que no estuviesen ocupados por el sufrimiento, y en cierto modo, la sensación de haber tocado fondo lo sosegaba. Pero en Merano aprendió que lo peor del sufrimiento no es el tamaño sino la intensidad.
Le habían reservado un cuarto en la casa de salud Stefania (el sanatorio Stephanie lo llamaba él, afrancesando el nombre). Era un edificio de dos plantas, en las tierras bajas de la ciudad, a unos doscientos metros del Correo y a ciento cincuenta del río Passirio, por cuyas riberas comenzó a pasear apenas declinó el frío. Pagaba sesenta liras al día, un tercio de lo que le hubiese costado cualquiera de los grandes hoteles, con la ventaja de que la vecindad era apacible y rara vez venían a atormentarla las fanfarrias fascistas.
Después del almuerzo, al menos en los primeros días, se aventuraba por la via dei Portici, hasta el bello Duomo gótico cuyo campanile dominaba la ciudad. O, si la tarde era soleada, se entretenía en la Paseggiata Regina Elena, frente al Casino Municipal, oyendo los conciertos marciales de las bandas que llegaban desde Bolzano a Naturno a competir por los premios del Ayuntamiento. Una de esas caminatas lo acercó a la via Goethe, cerca de la iglesia de los capuchinos. Al regresar al sanatorio, le escribió a Yépez: “He descubierto aquí un vestigio de Goethe, la calle de su nombre, y he juntado este hallazgo con el recuerdo de Manuel Díaz Rodríguez, quien me hablaba una vez sobre la composición étnica del Tirol. Muchos eslavos. El poeta alemán debió residir aquí al dirigirse a Italia. No poseo los medios de verificar esa conjetura. Recuerdo precisamente su estancia en Trento, donde descubrió un solo edificio distinguido: un palacio atribuido al diablo, fabricado por él en una sola noche”.
Cada crepúsculo, el insomnio se presentaba puntualmente. Los médicos verificaron que, en verdad, el virus tropical se había esfumado por completo, y que el insomnio sobrevivía solo, armado de más ferocidad, ahora que no compartía con nadie la posesión de aquel cuerpo. Ramos Sucre se sentía herido de muerte, a la espera de que su extrema debilidad desembocara en una tisis. Apenas se movía. El frío que bajaba al amanecer del monte Benedetto apagaba en él las últimas brasas de voluntad y así, tendido durante horas, dejaba ir la atención tras las pequeñas fosforescencias que se abrían en el aire.
A comienzos de marzo, harto de la tenacidad con que el insomnio lo acometía, reunió sus últimas fuerzas y volvió a Ginebra.


Durante las primeras semanas, lo mantuvo ocupado el aprendizaje de su nuevo oficio y la preparación de algunos informes para la delegación venezolana que acudiría en abril a la asamblea de la Liga de las Naciones. No dormía, pero afrontaba las noches ejercitándose en la traducción de algún poeta danés (alguien, acaso su prima Dolores Emilia, dijo que era Jens Peter Jacobsen) o intercalando al azar versos de la Ilíada y del Himno a Hermes, que, al sumarse, componían otra saga homérica, en la que el fuego renacía entre ramas de laurel y hojas de granado. El tiempo (ahora lo sabía) disuelve cruelmente la identidad de los hombres: Homero, que alguna vez había sido muchos poetas, volvía a ser uno solo gracias a aquel juego de versos griegos que se acercaban a la boca del Cónsul desde siglos distintos.
Cuando conoció hasta el último detalle de los expedientes consulares y quedó otra vez a solas con su infortunio, Ramos Sucre sintió que el asesinato era su única escapatoria. Cada vez con menos zozobra asistía, al avanzar la tarde, a los desplazamientos del insomnio por la rue du Rhône, sorteando con intrepidez los automóviles y demorándose ante el kiosco de cigarrillos para intercambiar con los vendedores alguna broma soez. El intruso vestía con atildamiento: un traje oscuro, una camisa impecable y un sombrero de paja rígida, que disimulaba la altura de su frente y la ligera separación de sus orejas. Así entraba a ocupar el cuerpo del Cónsul, cada vez que caía la tarde sobre Ginebra.
Consiguió mantener la mente ajena a las reuniones de la Liga, entre el 27 de abril y el 2 de mayo. Traducía mecánicamente los informes, servía de intérprete con una cortés distracción a los delegados venezolanos, y hasta se daba el lujo de caminar con ellos por la ribera del lago, entreteniéndolos con sus observaciones eruditas sobre el calvinismo y las teorías lingüísticas de Saussure, sin apartar por un instante la atención de las tácticas que emplearía para acabar con el Otro. Reflexionaba sobre las debilidades del insomnio, pasaba revista a las distracciones que había incurrido, ensayaba fórmulas para atacarlo por sorpresa y apretarle la garganta hasta que muriera.
Poco a poco, el afán de matar fue más sólido que el miedo a morir. Sabía que del otro lado había sólo llanuras vacías y espejos en los que se reflejaba la nada. Que nunca más oiría pronunciar otro nombre que su nombre ni vería otra silueta que la del horizonte.
El 7 de junio de 1930, dos días antes de su cumpleaños, escribió las últimas cartas. Se sabía a punto de dar el salto, y, sin embargo, confiaba en que su cuerpo quedaría a salvo en esta orilla de la vida, donde aún había manos que podían consolarlo con ternura.
Al amanecer del 9 se afeitó y se vistió con prolijidad. Sintió, bajo las tristes palpitaciones de la garganta, los desplazamientos del insomnio: adivinó las armazones de su musculatura, la ferocidad de su apetito, el tamaño de su odio. Se acercó a la ventana y contempló, sin la más leve melancolía, los vapores azules que se alzaban desde el lago y envolvían mansamente las agujas de la ciudad, se enredaban en la ruedas de los automóviles y se adelantaban luego hacia las faldas del Mont-Blanc.
Dio de pronto un salto de cazador: arrancó de la biblioteca el ejemplar del Wilhelm Meister y atrapó el frasco de hipnótico. Antes de que el insomnio pudiera reponerse de la sorpresa, bebió el jarabe de un sorbo.
Cuatro días tardaron ambos en morir, pero cuando las salvajes mordeduras de la intoxicación le daban alguna tregua, el Cónsul reconocía con felicidad, en las profundidades de su cuerpo, el mar despejado de la primera infancia, la iglesia blanca de Santa Lucía, la llegada de los lanchones cargados de sal al viejo muelle de Cumaná, el olor de las flores, el color de los muros, las rondas que había ensayado con timidez en la escuela de don Jacinto Alarcón. El sucio cadáver del insomnio se alejaba entre los frascos del alcohol y las jeringas de las transfusiones, mientras él, José Antonio Ramos Sucre, entraba en un cielo olvidado, donde las cosas no tenían nombre y los ríos iban a ninguna parte.
(1978)


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