Josefina Licitra
MONSTRUOS*
31 de julio de 2014
Cuando era chica —entre los cinco y los siete años— viví con un monstruo. Se llamaba Guillermo y era pareja de mi madre. Tenía bigotes y ojos muy azules. Era contador. Era pintón. Pero ninguno de estos datos importa en ésta, una historia de monstruos.
Conocí a Guillermo en 1980. Mi madre se había puesto en pareja con él porque estaba sola. Tenía veintipocos años y su desamparo de entonces era un estado del alma que todavía hoy, más de treinta años después, me sigue conmoviendo. Es decir que entiendo a la joven que era mi madre. Entenderla a ella es, de algún modo, entender el barro del que estamos hechas las mujeres.
Lo cierto es que no sé cómo pasó todo. El resumen es que en algún momento terminamos viviendo los tres juntos —mi madre, el monstruo, yo— y que en algún otro momento posterior empezó el espanto. De aquellos días sólo tengo recuerdos aislados: Guillermo enfureciendo porque no lo llamaba «papá» (yo ya tenía un padre, sólo que vivía en el exilio); Guillermo enfureciendo cuando no guardaba mis juguetes (y entonces rompía los que estaban «fuera de lugar»); Guillermo dando puñetazos contra las paredes (una vez rompió de un golpe un interruptor de luz); y Guillermo intentando reparar sus daños con insólitos accesos de benevolencia. Una vez volvió de la calle con patines nuevos; otra con una bicicleta; otra con decenas de sobres de figuritas (oh, ese momento: el monstruo las sacaba de las mangas, los bolsillos, las medias; llovían figuritas sobre el suelo del living y yo asistía a esas dádivas enfermas con un recelo que todavía siento en las rodillas).
Guillermo nunca nos pegó a mí ni a mi madre, pero qué más da: hay demasiadas formas de hacer daño. Y mi madre, por suerte, en algún momento se hizo fuerte y reaccionó a esas formas y nos terminamos yendo de un infierno que, a pesar del paso del tiempo, cada tanto vuelve con las señas cambiadas —con otros nombres, con otros grados, con otras historias—, cuando las portadas de los diarios dan cuenta de un caso, siempre extremo, de violencia doméstica.
Es curioso. En el mundo una de cada tres mujeres padeció en algún momento este tipo de sometimiento, es decir que todas deberíamos tener, ya que no el propio, algún caso cercano. Pero las sociedades sólo se revisan a sí mismas cuando aparece una historia, sólo una, que encarna todos esos números de un modo noticioso.
Hemos tenido de eso en Argentina algunas semanas atrás. Sucedió cuando se hizo pública la historia de Corina Fernández: una mujer que, luego de años de golpizas y amenazas feroces, y luego de ochenta denuncias policiales que no habían sido atendidas, fue baleada por su ex marido en la puerta de la escuela a la que iban las hijas de ambos, dando lugar a lo que la justicia luego llamaría «un caso paradigmático de violencia de género». El episodio, que sucedió en el 2010, llegó a la prensa en estos días porque el agresor, Javier Weber, fue condenado a veintiún años de prisión por el intento de homicidio y porque Corina Fernández se animó a contar al diario Clarín los detalles revulsivos de su calvario.
Desde entonces la «violencia de género» tiene, como tiene cada tanto y en todos los países del mundo, su momento de gloria: dos diputadas y una asociación de abogados pidieron que se declare la «emergencia nacional» por este tema; el Poder Judicial admitió estar desbordado por las denuncias; y los medios se dedicaron a hacer visible, al menos por unos días, los casos de mujeres vejadas, acompañándolos por una cifra alarmante: cada 30 horas una argentina muere en manos de su pareja; un número que encima deja afuera la infinidad de casos que no terminan en muerte o que —como aquel mío— están fundados en la violencia «moderada», los insultos y los «pequeños» desprecios cotidianos.
Y es tal vez ahí, en la grisura peligrosa de los días normales —y no sólo en los titulares de los diarios—, donde anida esa clase de silencio que termina en pregunta: si estas cosas pasan tanto, ¿por qué no las vemos? ¿Dónde están nuestros ojos cuando todo esto ocurre? Una respuesta posible la dio el mismo Javier Weber. Cuando las cámaras mostraron su rostro durante el juicio, lo que se vio fue un hombre de gestos educados y cabello entrecano que, con su sola presencia, dejaba en relieve el dato quizás más inquietante: que los monstruos no se notan. Que los monstruos siempre parecen otra cosa. Pero que esos disfraces, además de una trampa, son también una marca de fragilidad: alcanza con descubrirlos —nombrarlos— para que los monstruos se queden solos, mordiéndose su propia cola, muertos de incertidumbre pero también de vergüenza.
* Año 2013. Publicado en la revista Ya del diario chileno El Mercurio.
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