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martes, 7 de abril de 2015

Josefina Licitra / Cerdo




Josefina Licitra

CERDO



Mamá salió de la cocina con grandeza. Parecía una de esas divas que pisan el escenario para dar el último saludo de la noche. Llevaba una fuente inmensa que descargó sobre la mesa como si estuviera arrojándonos una verdad a la cara.

- Acá está el cerdo- dijo.
Siempre comemos cerdo en Navidad. A pesar del calor, del asfalto que sube como un tufo desde la avenida. El cerdo tiene una manzana en la boca. Es el recurso que encuentra mamá para hacernos creer que estamos comiendo algo sano. Miro el cerdo –sus ojos perplejos- y sé que no imaginaba este final. Siento pena pero no protesto. Mi hermanita Lucía siente impresión. Mi padre no sé qué siente: responde a pocos estímulos. Su mirada está clavada en el mantel. Lo pincha con un tenedor.
- Ricardo, vas a rayar la mesa.
Mi padre se llama igual que mi abuelo y mi bisabuelo. En la familia está la idea de que Ricardo es un nombre grande. De que por llamarse así uno podría tener la vida, digamos, de Ricardo III. La primera desilusión llegó con mi bisabuelo, que no pasó de empleado de aduanas. La segunda con mi abuelo, que perdió una casa en el hipódromo. Y a mi padre le pusieron Ricardo como quien tira una tercera bola a ver si emboca. Él llegó un poco más lejos: es contador y tiene un cadete para él solo.
Nadie quiso insistir conmigo. Me llamo Juan. Tengo diecisiete años y no voy a ser contador.
- Ricardo, el mantel.
El mantel fue bordado por mamá. Mi padre quiere que mamá borde manteles y nos críe a nosotros durante toda su vida. Mamá siempre hizo caso. O casi siempre. Hace cuatro meses, mientras mi padre estaba en la oficina y Lucía y yo en el colegio, se le dio por trabajar a escondidas. Consiguió un puesto de administrativa en un importador de juguetes chinos, pero nadie se enteró. Ni siquiera yo, que soy su preferido. Y digo que soy su preferido porque, mamá lo sabe, haría cualquier cosa por ella (hasta me pienso comer el cerdo sin chistar y eso que me da un poco de asco). Pero decía que nadie supo nunca nada. Ni siquiera yo. Al menos hasta ayer.
- ¿Tanto te preocupan los manteles ahora? - contesta con la voz pausada Ricardo III y levanta por primera vez la vista de la mesa. Todos en la familia dicen que tengo sus ojos pardos. Pero él y yo miramos distinto. Él siempre habla –cuando habla- con una ceja más alta que la otra. Ese es un termómetro: la distancia entre la izquierda y la derecha es proporcional al grado de prepotencia con el que se levantó. Mi padre es de esas personas que, como tienen un cadete, piensan que nacieron para ser servidos.
- Y yo que pensé que te gustaban los regalitos- sigue papá-. Regalito te voy a dar yo a vos.
Ayer mamá le trajo a Lucía una cuna de plástico con una muñeca adentro. En el importador se la vendieron con descuento y al final le salió barata. Y papá, que parece que nunca se fija en nada, se fija en todo y se fijó en eso. No sé cómo fue. Quizás se paró encima, quizás usó las manos. Pero reventó la cuna en mil pedazos.
- ¿Te sirvo cerdo? – le responde mamá. Su tono es leve y autista: habla como si estuviera ya muy lejos, quizás comprando cunas en la China. Mamá se llama Gladys y es muy linda, pero hoy tiene una cara que no es suya. La miro y me recuerda a esas mujeres que se sacan fotos bajo el agua: el mismo gesto inflamado y fantasmal. ¿Y si fuera una sirena? Por algo tiene puesto un vestido azul. Combina con sus ojos y con el moretón del pómulo izquierdo.
- Dejá –interrumpo- esta vez lo corto yo.
Ya dije que siempre me gustó ayudarla. Ella se deja. Me pasa el cuchillo y me dispongo a servir.

SEÑORITA LI


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