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sábado, 7 de marzo de 2015

Enrique Vila-Matas / Ante Lydia Davis

Lydia Davis

Ante Lydia Davis

ENRIQUE VILA-MATAS Madrid 8 JUL 2013 - 21:30 CET

En lugar de repetir los lugares comunes de la opinión pública, puede que, como sugiere Maite Larrauri en un reciente artículo sobre Hannah Arendt, haya llegado la hora de buscar los casos de validez ejemplar que nos hagan entender lo que es un buen político, una buena ley, un buen profesor, un buen médico, un buen ciudadano. Quizás así ya tengamos mucho adelantado.Me circunscribo al terreno literario para decir que me parece envidiable y ejemplar, por ejemplo, la forma que tiene la cuentista norteamericana Lydia Davis de lograr profundidad con un lenguaje muy conciso.

No hace mucho, asistí en el gran teatro Flagey de Bruselas a la lectura que hizo de algunos de sus relatos. Breve y frío como la mayoría de los suyos, comenzó con un cuento que describía un trágico círculo de soledad: “Nadie me llama. No puedo oír el contestador automático porque no me he movido de aquí. Si saliera, alguien podría llamar mientras estoy fuera. Entonces, a la vuelta, podría oír el contestador automático”.
Indecisión en la platea también. ¿Había que llorar o reír? La escritora permaneció seria, imperturbable. Cuando abordó Ventosear, relato tan memorable como irresumible, el público dejó de contenerse y estalló ya en risas imparables. Davis no modificó en nada su gesto grave y enfiló entonces un cuento tan estremecedor como La casa de atrás, al que siguieron unas cuantas breves historias infinitas, algunas de un solo renglón y todas de un impecable humor serio y vagabundo.
Me acuerdo de Perdiendo la memoria: “Me preguntas por Edith Wharton. Sí, me suena mucho el nombre”. Al oírlo, pensé en un aforismo de Jules Renard: “Un escritor muy conocido el año pasado”.
Y me acuerdo también del relato Samuel Johnson se indigna, cuyo texto —que divide en dos una frase de Boswell— dice únicamente: “Porque en Escocia hay pocos árboles”.
A medida que Davis —traductora de Proust y Blanchot— avanzaba en su lectura, no podía dejar de admirar cada vez más su estilo exacto, preciso, esencial, capaz de resucitar a un muerto.
Más tarde, me comentaría que siempre había sido así: hablaba de personajes a los que les resultaba complicado funcionar en sociedad y a menudo lo que decían resultaba cómico para la gente. En todo caso, su escritura no reflejaba más que su manera de percibir la vida, donde risa y tragedia se complementaban. De hecho, el humor había terminado ocupando un lugar central en su mundo.
Aunque Cuentos completos (Seix Barral) se publicaron aquí hace dos años, ha sido en los últimos meses cuando una conjunción de artículos de prensa y notas en Twitter, coincidiendo con el Man Booker International (en el que ha sucedido a Alice Munro), han colocado en nuestro punto de mira a esta fascinante personalidad de la literatura contemporánea.
El mundo de Davis —admiradora, por cierto, de Victoria de los Ángeles; cuando me lo dijo, pensé que estaba hablando un personaje de sus cuentos— es una combinación de inteligencia, brevedad aforística, originalidad estética, comedia ligera, desolación metafísica, influjo filosófico y sabiduría humana. “Por cada millón de poemas que lamentan el cruel destino de un alma profundamente incomprendida, existe un poema divertido de Russell Edson”, me dijo refiriéndose a esa absurda idea de que si un cuento es divertido, entonces, obviamente, no puede ser serio. ¡Como si la comedia no dijera tanto sobre la vida como la tragedia!
El caso genial del para nosotros desconocido Edson —junto a Beckett, maestro de Davis— lo dejo para mejor ocasión. Añadir solo que fue glorioso intuir que toda la platea del gran teatro Flagey de Bruselas comprendía que, si se aspira a una seriedad genuina, debe darse cabida a ambas visiones: la cómica y la trágica. ¿Una inteligente e insólita lectura colectiva en el Flagey? Quisiera creer que fue así. Necesitamos también poder empezar a hablar de públicos ejemplares.
www.enriquevilamatas.com




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