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lunes, 22 de diciembre de 2014

Juan Benet / El nombre del maestro

Juan Benet
Poster de T.A.


JUAN BENET
El nombre del maestro

Javier Marías nunca ocultó la deuda literaria que tiene con su mentor, uno de los escritores españoles más destacados del siglo XX, al que lo unió un vínculo de afecto y admiración
Por Matías Serra Bradford  | 
Para LA NACION, 3 de agosto de 2012


El lugar más secreto de un escritor es con frecuencia el que esconde el nombre de su maestro. Fiel al espíritu indócil del suyo -el novelista y ensayista Juan Benet (Madrid, 1927-1993)-, Javier Marías llevó sus secretos a otra parte, porque nunca calló el nombre de su consabido mentor. No es raro que un discípulo traicione al maestro, para superarlo, para esbozar un camino propio mientras le ofrece al mundo una versión diluida, menos sazonada, de la obra que lo precedió e iluminó. Pero los estilos de Benet y Marías tienen poco en común, excepto que se piense, maliciosa e inútilmente, que el estilo de Marías es un destilado -una adaptación simplificada- del de Benet. (Lo que sí puede decirse es que Marías es más fácil de traducir.) Son menos influencias que ecos -como los hay de Benet a Onetti y viceversa- y ya lo anticipaba el propio Benet: "Comparable en materia literaria no es nada, excepto lo mediocre".
A lo sumo, Marías adoptó, como con Thomas Bernhard, algún tic casi inasible; los que adoptó de Shakespeare son más evidentes, hasta el punto de apropiárselos y constituirlos en bastiones de su prosa cadenciosa. Tal vez sólo tomó de Benet, precisamente, la idea de consagrarse a un ritmo sostenido, pero sus pulsos son de naturaleza distinta. Podría decirse que si Benet rehízo, en otra clave, a Faulkner o a Proust, Marías hizo algo similar con otros -acaso Conrad y Nabokov- pero no con Benet. Sucede que habitualmente no hay un único maestro. Pero en castellano Marías eligió a uno de los más grandes, uno de los ejemplos mayores del siglo XX, y elegir contra quién medirse da una idea de la honestidad de la ambición y de la impiedad que apadrinará la aventura. Sucede también que un maestro puede dar lugar a epígonos muy diversos, caso Beckett con Banville, Coetzee o el mismo Saer.
Lo que Benet y Marías encontraron el uno en el otro fue asimismo algo más modesto, y a menudo más decisivo: un interlocutor. Un coterráneo: alguien que funciona como un campo de pruebas confiable, un horizonte de disciplina y rigurosidad. En una ocasión Marías admitió: "Benet me descubrió defectos en mis novelas; aún hoy, al escribir, a veces retiro un adjetivo o rehúyo un tipo de frase porque recuerdo que él me los criticó una vez, y razonadamente". Lo que importa de maestros como Benet o Borges no son sus opiniones específicas -muchas veces caprichosas y aun contradictorias, siempre atendibles por su validez general- sino, como queda dicho, la impronta y una dedicación más allá de toda lógica. La mera presencia de ciertos escritores -y más su frecuentación- deja planteada una exigencia mutua saludable, y quien sobrevive al otro prolonga ese pacto más allá de la muerte. (Está claro que Marías no escribe peor que antes de 1993.) Benet le dio un empujón inicial pero fue capaz de opinar, en 1989, que lo que más le había gustado de Marías hasta la fecha era Todas las almas y que hasta ese momento Marías "había hecho mucho pastiche".
¿Cómo no iba a quedar Marías bajo el ala de ese hombre que con generosidad -los verdaderos maestros la practican con discreción y a la vez sin medir consecuencias- dio por comenzada la carrera de un joven novelista con portación de apellido y del rubor consiguiente? Habla bien de Marías oírlo decir que Benet "tenía la elegancia de encubrir su extremada bondad". Intercambiaban cartas después de cada libro publicado, no importa que vivieran los dos en Madrid. El 25 de diciembre de 1986 Benet le escribe a Marías: "Definir la narración como 'el arte de contar una historia' me parece una banalidad incalificable; ni siquiera es una tautología. Pienso a veces que todas las teorías sobre el arte de la novela se tambalean cuando se considera que lo mejor de ellas son, pura y simplemente, algunos fragmentos".
¿Pero quién era Juan Benet y dónde encontrarlo? El autor de Una meditaciónVolverás a RegiónUn viaje de invierno Otoño en Madrid hacia 1950 -cuesta creerlo- vino de afuera de la literatura. Era ingeniero de caminos y pintor aficionado, y quizás esto le otorgó una soberanía absoluta con respecto a los dictados que la literatura tiene especialmente preparados para quienes se hunden en ella con exceso. (Lector de Laurence Sterne, Pío Baroja y Euclides da Cunha, Benet definía así la relación de profesores y críticos con la lectura: "Se diría que beben no por el placer de beber sino por el prurito de demostrar que resisten los efectos de la bebida".) De allí su indolencia teórica y su exigencia suprema. En el medio de los dos polos está la fascinación de Benet con lo imponderable y las dos caras del tiempo: el clima y el destino. En Benet el lector se cruza, de manera constante, con la palabra justa o la inesperada. Benet avanza hasta que la frase se tuerce y su divisa parece ser: no decir nunca nada como ya fue dicho. Lo suyo es la inclemencia y la aspereza -el suelo volcánico suele resultar muy fértil-, la voluta y la exactitud. Benet podría haber redactado con Beckett y Bernhard un manual de uso de la coma. Como ellos, peinado a la raya, está parado entre lo cómico y lo sublime.
Estamos ante un ilusionista de proporciones, cuyo truco básico consiste en decirlo todo, pero todo, para no decir nada. Se entiende, se sabe: su intención -aunque intención no hay en Benet como no sea la de explorar- es la de llevar lo más lejos posible los resquicios y las urgencias que ofrece una frase (un pensamiento). Fabular a partir de un indicio mínimo. Causa gracia que Benet desdeñe la intriga porque una y otra vez el lector queda agradecido de haber sido llevado hasta la puerta de un enigma, hasta la promesa que encierra casi cada una de sus oraciones. Saúl ante Samuel En la penumbra son, como el resto de su bibliografía, una campaña de alfabetización sobre la ambigüedad. Una palabra podría definirlo todo -estilo- si no fuera que Benet hace lo imposible para no reducir las cosas a una sola palabra: "Percibió el relámpago, el desgarrón conjunto y contradictorio de un cielo y un mar que tras el espejismo mudaran hacia un continente más falso y grave, como el niño que con su cuerpo trata de ocultar el desperfecto que ha causado". El tema de Benet es un terreno o una casa, solitarios y heredados, en caída libre; la perplejidad de una persona en el lugar incorrecto, en el momento justo. La definición literaria bella y atinada corre el riesgo de ser leída como invariablemente cierta. Las de Benet lo son y la infancia le procura ocasiones inmejorables:
Los ojos del niño, aumentados por los cristales de las gafas, no parpadearon. No eran expresivos y, encerrados tras el cristal y deformados por el aumento, parecían encarnar esa melancolía de la pecera donde no se añora la libertad y abundancia de otras aguas, donde el pez no se lamenta de la pérdida de una condición porque no ha alcanzado el nivel de la añoranza y el ansia de libertad y que, por consiguiente, sólo sabe mirar con esa muda, profunda e impenetrable seriedad en el fondo de la cual un brillo apasionado, pugnando por atravesar mil tardes de abandono, se traduce en la superficie en una expresión de asombro.
Demora segundos quedar alelado con las espirales que traza Benet sobre una página; recorrer su Región ficticia, maravillosa, lleva años de navegación lenta, imperiosa.

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