Catrina con sombrero Cuernavaca, México, 2013 Foto de Triunfo Arciniegas |
Denise Levertov
MUERTE EN MÉXICO
Dos semanas antes de su declive,
tres semanas antes de su muerte, el jardín
ya empezó a desaparecer. La cerca desvencijada se rindió
a las amenazas y los chicos arrojaban
juguetes de plástico rotos -amarillos feroces,
rojos sin resonancia, en el camino y en el limonero;
o se metían corriendo por los huecos, pisoteando las plantitas.
Durante dos semanas nadie las regó, excepto yo, dos veces
pero después me fui. Ella todavía estaba consciente
y me dio las gracias. Les pedí a los demás que regaran
pero empezaron las lluvias; cuando volví eran aguaceros
violentos, repentinos que azotaban todas las tardes.
Brotó la maleza,
el manto seco fue barrido pronto
por los desagües. Oh, todavía quedaba verde
pero el jardín se esfumaba- cada día
menos señales del oasis
planeado con esmero, un cantero circular que su mente
concibió para las begonias, las rosas y los lirios,
y el romero-para-la-memoria.
Veinte años para construirlo-
menos de un mes para deshacerse,
y los que lo habían visto crecer,
los que vivieron esas décadas a su vera
no hicieron nada por conservarlo. Oh, Alberto sí,
un día arregló un poquito la cerca
cuando le dije que un jardín sería valioso
para un futuro inquilino. Pero nadie creyó
que la jardinera iba a vivir (yo menos que nadie),
así que su dolor ante la ruina
permanecía abstracto, un concepto incomprensible
que no movía a ningún acto. Cuando se la llevaron
en una camilla
camino del sanatorio*, el deterioro visual
se volvió una bendición,
no pudo haber visto más que un manchón verdoso.
Pero a mí la maleza, los rosales sin rosas, los
tallos rotos de la caña india y de los amarilis, toda
esa jungla verde y opaca, me mostraban
-antes de que terminara su agonía-
una mirada obstinada, ciega, que lo veía todo:
la había visto ya en los museos,
en las máscaras de piedra de dioses y de víctimas.
Una mirada que no admite ternura alguna, si sonríe,
lo hace con amargura sublime -no,
ni siquiera es amarga: no admite
arrepentimiento, en su cosmos no hay lugar para la nostalgia,
la amargura es irrelevante.
Si sostiene una flor, y lo hace,
una flor sedosa, brillante y delicada que florece
un solo día, la sostiene
apretada entre los dientes filosos.
Sobre su rostro pueden arrastrarse enredaderas y escorpiones pero aunque los siglos limen
los párpados y las anchas fosas nasales, la mirada de piedra
sigue inmóvil, fija, absoluta,
una sonrisa negadora frente a la eternidad.
Los jardines desaparecen. Ella, aquí, era extranjera,
igual que yo. Su muerte
no era asunto de México. El jardín
era un rehén. Los viejos dioses
tomaron lo que era de ellos.
*N de la T: en español en el original.
Catrina Cuernavaca, Mexico, 2013 Photo by Triunfo Arciniegas |
DEATH IN MEXICO
by Denise Levertov
Even two weeks after her fall,
three weeks before she died, the garden
began to vanish. The rickety fence gave way
as it had threatened, and the children threw
broken plastic toys –vicious yellow,
unresonant red, onto the path, into the lemontree;
or trotted in through the gap, trampling small plants.
For two weeks no one watered it, except
I did, twice, but then I left. She was still conscious then
and thanked me. I begged the others to water it-
but the rains began; when I got back there were violent,
sudden, battering downpours each afternoon.
Weeds flourished,
dry topsoil was washed away swiftly
into the drains. Oh, there was green, still,
but the garden was disappearing-each day
less sign of the ordered,
thought-out oasis, a squared circle her mind
constructed for rose and lily, begonia
and rosemary-for-remembrance.
Twenty years in the making-
less than a month to undo itself;
and those who had seen it grow,
living around it those decades,
did nothing to hold it. Oh, Alberto did,
one day, patch up the fence a bit,
when I told him a future tenant would value
having a garden. But no one believed
the garden-maker would live (I least of all),
so her pain if she were to see the ruin
remained abstract, an incomprehensible concept,
impelling no action. When they carried her past
on a stretcher,
on her way to the sanatorio, failing sight
transformed itself into a mercy, certainly
she could have seen no more than a greenish blur.
But to me the weeds, the flowerless rosebushes, broken
stems of the canna lilies and amaryllis, all
a lusterless jungle green, presented-
even before her dying was over-
an obdurate, blind, all-seeing gaze:
I had seen it before, in the museums,
in stone masks of the gods and victims.
A gaze that admit no tenderness, if it smiles, it
only smiles with sublime bitterness-no,
not even bitter: it admits
no regret, nostalgia has no part in its cosmos,
bitterness is irrelevant.
If it holds a flower-and it does,
a delicate brilliant silky flower that blooms only
a single day-it holds it clenched
between sharp teeth.
Vines may crawl, and scorpions, over its face,
but though the centuries blunt
eyelid and flared nostril, the stone gaze
is utterly still, fixed, absolute,
smirk of denial facing eternity.
Gardens vanish. She was an alien here,
as I am. Her death
was not México’s business. The garden though
was a hostage. Old gods
took back their own.
Poems 1972-1982
New Directions Publishing Corporation, 2001
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