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lunes, 3 de noviembre de 2014

Andrea Maturana / Cita


Andrea Maturana
CITA

Era un aliento tibio que se le quedaba adherido en la nuca y le entraba por el cuello almidonado de la blusa, humedeciéndole la espalda. Alrededor de ella se comprimía la gente llenando el vagón, y sin embargo, la única proximidad real era ese aliento. Podía percibir su ritmo con más nitidez que el ruido de los carros o que su propia respiración: acompasado, tal vez acelerándose un poco a medida que aumentaba el contacto con su espalda y se hacía más intensa la presión entre sus nalgas. Pero los cambios de intensidad eran casi imperceptibles, dentro de un margen que permitía pensar en una casualidad, un inevitable acercamiento.

No tenía espacio para darse vuelta, pero sí para girar la cabeza, y sabía que hacerlo intimidaría al hombre. No lo hizo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el compás que les imponía a ambos el monótono balanceo. Perdió la conciencia de todo lo que no fuera su nuca entibiada, su espalda, esa rodilla perseverante que la obligaba a entreabrir las piernas. Con calma, obedeciendo a ese mismo acuerdo tácito, sintió la mano, pesada y suave a la vez, deslizarse por su cadera hasta el bolsillo lateral de la falda, buscando el fondo de éste para encontrarla a ella, en un gesto que no requería autorización porque presuponía el terreno como propio. Imaginó que era alto porque notó que, para internarse en su bolsillo, había tenido que flectar las piernas. Además, su mano era enorme. (Habría acariciado la punta de sus dos pechos con una sola de ellas, pensó, digitando la octava perfecta del piano, despertándole los pezones, mientras con la otra podría incursionarla entera, descifrarla como ella siempre quiso, atravesarla con el contacto eléctrico de sus dedos). Sentía ahora la presión que su propia piel ejercía sobre la blusa de seda, la carne empinada traspasando en un segundo su más íntima formalidad, la espera perpetuada por años, sin motivo.

Nadie lo notó, pero ella luchaba por no avergonzarse mientras la mano en su bolsillo cobraba ritmo autónomo en un vaivén interminable. En la nuca se le había formado una gota de sudor o de aliento que comenzaba a deslizarse por el cuello. Le costaba mantenerse erguida, pero el tumulto la obligaba. Sólo la estrechez del espacio hacía que pudiera seguir de pie y desentenderse de la languidez de su cuerpo. Habría querido inclinar la cabeza hacia un lado, doblarse en dos para reverenciar esa mano, recogerse sobre sí misma y pasarse la lengua por los labios, respirar libremente y con la boca entreabierta. Estaba inmóvil, ocupada en suavizar la amenaza de sus jadeos, y tan consciente de su cuerpo que la mano de él, su rodilla y su respiración, comenzaban a ser parte de ella, a modelarla a su antojo. La presión sobre su espalda seguía el movimiento de la mano: suave, persistente, sumiéndola en un placer rayano en la angustia que permaneció mucho tiempo después de que él se bajara del carro.

Lo hizo demasiado rápido, sin darle siquiera aviso con un gesto cómplice. Descendió rodeado de gente y ella no pudo identificarlo. Ningún hombre se volteó para mirarla, nadie se quedó frente a su puerta observándola desde el andén. Sólo quiso creer que era él: moreno, de espaldas anchas, caminaba muy erguido. Pronto dejó de verlo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en descender, la puerta se cerró herméticamente, aislándola dentro del carro entre decenas de cuerpos que le daban lo mismo, sola en el tumulto e invadida por un repentino temor, a ese y a todos los abandonos que preveía de ahí en adelante.

Pronto comenzaron a esfumarse la tibieza en su cuello y el recuerdo de aquel contacto en la espalda. Y como un reflejo, como un homenaje para eternizarlo, introdujo su propia mano en el bolsillo y trató de darle las dimensiones de la otra mano, imaginándola grande y omnipotente, sabia y conocedora de todos los pliegues de su piel. Pero al hacerlo encontró un pequeño papel, un mensaje arrugado y húmedo de sudor. No quiso leerlo de inmediato, pero el resto del viaje lo sostuvo con fuerza por temor a que desapareciera, e intentó imaginar lo que habría escrito en él.

Sentía miedo; tanto de no ver nunca más al hombre, como de que en el papel hubiera una proposición para volver a encontrarse. Y era ese miedo el que le impedía leerlo mientras pensaba deshacerse de él en el primer basurero que viera. Quiso pensar que no era una nota, sino un papel inútil que ella misma había puesto allí, sin querer, y tuvo que contener el impulso de arrojarlo por la ventana antes de salir de dudas. Pero la venció la curiosidad y al desdoblarlo vio que en él no había más que una fecha, una hora y una dirección, firmadas con un nombre que podía no ser el verdadero: Esteban.

Todo lo demás estaba en sus manos. El no sabía nada de ella, no podía buscarla ni perseguirla, y probablemente no volverían a cruzarse nunca viajando en el metro, así como no se habían encontrado hasta entonces. Pero eso no podía asegurarlo. Tal vez él viajaba siempre a su lado y ella no había reparado en él; de hecho aún no lo había visto, y ella solía abstraerse en el metro. Tal vez la había estado mirando desde hacía tiempo, todos los días, y conocía el destino y el horario de cada uno de sus viajes.

Por otro lado, era iluso pensar que él no hubiera visto más que su nuca. Cayó en cuenta de que pudo haber distinguido claramente su rostro en el reflejo del vidrio, y se arrepintió de no haber intentado, por el desconcierto y la agitación, verlo a él. Tuvo la esperanza de haber disimulado lo que sentía, y de que él no hubiera captado en su rostro estático los ribetes del placer, ciertas muecas mínimas que no pudo evitar.

En el mundo ya no hay hombres que pidan matrimonio con un ramo de flores en el alero de la puerta, pensó mientras salía a la calle; y pensó también que, si no iba, vería esfumarse lo que podía ser la única oportunidad de salir de su tan defendida (y ridícula, le pareció ahora) piel intacta. Cárcel intacta, se dijo.

Quiso llegar antes, para reconocer el sitio y no sentirse incómoda; para encontrarse con él ya tranquila, preparada, vencida la inquietud inicial, y con el tiempo a su favor para aventajarlo en ganas. La vereda estaba limpia y la puerta no tenía ningún aviso llamativo. Al lado había un estacionamiento con una cortina que no dejaba ver los autos ni sus patentes. Eso, inexplicablemente, le inspiró confianza y, aunque nunca antes había estado en un lugar así, no le resultó del todo ajeno. Prefirió entrar, para no llamar la atención de nadie, antes de arrepentirse. Pero una vez adentro comprendió que era extraño estar ahí sola y, cuando se le acercó la mujer encargada de los cuartos pensó decir que esperaba a un amigo, dar su nombre, que lo hicieran pasar cuando llegara, que le indicaran donde lo aguardaba. Entonces, él entraría en cualquier momento, sin golpear, pensó, y ella tendría que ostentar ante sus ojos una seguridad que todavía no se sentía capaz de fingir; tendría que invitarlo a pasar como a su propia casa. Improvisó cualquier cosa, le dijo a la mujer que ella misma subiera apenas llegara un hombre sin compañía que dijera llamarse Esteban, y que golpeara, para luego esperar un momento antes de hacerlo pasar. Temió que le preguntaran por su aspecto, para poder reconocerlo, pero no fue así. La empleada simplemente asintió y la condujo a la puerta del fondo del pasillo. Tal vez le bastara saber su nombre, pensó, o tal vez lo conociera por otras veces, por innumerables otras veces. Prefirió no pensar en eso.

A medida que se internaba en el pasillo tuvo la impresión de que los colores se hacían más oscuros, adquiriendo una viscosa profundidad. Le pareció oír respiraciones entrecortadas, murmullos; le pareció ver cierta humedad en los muros y ser alcanzada, cada vez que pasaba junto a una puerta, por un aire tibio que se escapaba por las rendijas. Apuró el paso para ir a resguardarse tras la mujer. Por un momento pensó pedirle que entrara con ella, contárselo todo, que la aconsejara, pero logró controlarse y musitó un débil agradecimiento cuando ella la dejó de pie en el umbral, con la puerta abierta. Le indicó, con un gesto, que se fuera. No quería que nadie la viera descubriendo ese espacio, nadie debía constatar sus reacciones. Y sobre todo, deseaba poder irse si se arrepentía.

Permaneció inmóvil un momento. Luego buscó a tientas un interruptor en la pared y, al pulsarlo, todo se iluminó de rojo, envolviéndola en un calor nuevo, en una intimidad que la golpeaba desde todos los rincones de la habitación y se multiplicaba en cada uno de los espejos, ubicados estratégicamente alrededor de la cama. Cerró la puerta a sus espaldas, temiendo que alguien pudiera escuchar sus latidos, que golpeaban a un ritmo que le pareció estridente. Se quedó un momento así, de pie observando cada detalle. Fijó la vista en la cama y creyó distinguirlo ahí, desgarbado, desnudo, las piernas abiertas y el rostro lascivo, en un gesto grotesco. Quiso irse, pero comprendió que no era otra cosa que su miedo, la ignorancia, cualquier excusa para eternizar esa condición que la protegía de todos los peligros, pero que ya no servía para nada.

Caminó tranquilamente hacia la cama, en el centro de la pieza, pero, a medida que lo hacía, el rojo iba poniéndose cada vez mas intenso, casi tangible, y delineaba un universo de bocas, lenguas, lóbulos. Tocó la cama, la alfombra, los muebles, y en sus texturas sintió vida, humedad, sintió carne, latidos, calor. Cerró los ojos y pudo percibir cómo se le erizaba cada centímetro de la piel, cómo se le abrían los poros, dispuestos a recibir todo lo que él pudiera darle esa noche. Se detuvo, inquieta por la intensidad de esa sensación, y para conservarla intacta se sentó en una esquina de la cama, presionando más de lo necesario y sintiendo el escalofrío, teniéndolo a él antes de su llegada, imaginándolo adentro, incorporando sus vaivenes, el ancho que suponía a sus caderas, el contacto húmedo de su vientre, el ritmo progresivo de la respiración en su cuello, en su frente, en su boca. Con urgencia empezó a musitar todo aquello que había pensado decirle, transmitirle, sudándole las palabras, empapándolo con años de deseo acumulado. Cientos de espejos le devolvían su propia imagen, que le pareció distinta. Le gustó ver su rostro así, las pupilas más dilatadas y los labios engrosados y oscuros, humedecidos por su aliento. Lentamente abrió las piernas para ver, por primera vez, el camino real hacia su sexo, una profundidad oscura e invitante; invitante incluso para ella. Se tendió de espaldas sobre el cubrecamas satinado, intentando controlar sus latidos y sin dejar de sorprenderse por todo el aire que consumía al respirar. Sin pensarlo, deslizó su mano hasta los muslos, buscando mas allá de las ligas que la presionaban desvergonzadamente. Encontró una piel suave y húmeda, tal como lo había imaginado a él, durante esos días, y ese contacto la alteró tanto como las veces que intentó reconstruirlo, revivir sus caricias, la tibieza del aire sobre su cuello, las dimensiones exactas de su mano. Todo resultaba un diálogo, como con el espejo: la sensación de piel sobre los dedos la hacía desear más contacto, más presión, y con la memoria reconstruyó ahora sus propias pausas, un persistente ir y venir que recorría entero su sexo, mientras llevaba la otra mano a sus labios y luego, por entre los botones de la blusa, hasta su pezón, mas allá del sostén de encaje, humedeciéndolo, sintiendo la pequeña erección que en su fantasía le regalaba a él para que pudiera recogerla entre sus dientes o con las yemas de sus dedos, para luego bajar la cabeza hasta sus muslos y quedarse allí, ella jadeante, ansiosa, agradeciéndole la lengua entre las piernas, su presión incesante en el vientre, esa rodilla que la abrió en aquel encuentro fortuito, las caricias en la espalda, un beso en la nuca mientras el ir y venir no cesa, no cesa, no cesa, sintiendo ella que le van a estallar uno a uno los botones de la blusa, que va a fundirse la mano con la piel ansiosa, que contiene dentro suyo todo el aire que es posible respirar, que ella misma se va haciendo roja como la alfombra, la luz, los labios, la carne que continúa, la eterniza, las manos húmedas, viscosas, un extraño elixir que vierte sobre el encaje para que él lo beba, que le regala sin condiciones hasta agotarlo, empaparlo, hasta que por fin sube, los ojos fijos, gime, el cuerpo tenso, respira, se curva, lame los dedos húmedos, se contrae, se eleva. Muere.

Los latidos volvieron a calmarse y de pronto ella oyó bocinas sordas desde la calle. Una gota de sudor se deslizaba por la ranura del escote; los pechos se erguían como queriendo traspasar la tela. Miró a su alrededor creyendo, por un momento, que lo encontraría al otro lado de la cama, desnudo y agotado. Estaba sola. Lentamente se sentó, sintiendo que su fuerza había quedado suspendida en el aire y ahora se le filtraba por la piel, de regreso.

No lo pensó demasiado. Tomó el mismo mensaje con que él la había citado y, bajo su escritura firme, anotó "Gracias" con letras grandes y redondas. Dejó el papel en un lugar visible, justo en el centro del enorme colchón, y arreglándose la falda apuró el paso para salir sin que nadie lo notara y alcanzar el último bus de la noche.

Andrea Maturana
(Des) encuentros (des) esperados 
Alfaguara, Santiago de Chile, 2000

Andrea Maturana (1969, Santiago de Chile). Fue colaboradora en Zona de Contacto, Suplemento Wikén, Diario El Mercurio; y columnista semanal en Revista Ya, Diario El Mercurio. Dirigió varios talleres literarios entre 1992 y 1998. Realizó traducciones para la Editorial Andrés Bello (Chile) y para TESAM-RADIAN, S.A. Escribió guiones para la serie documental "Disfrute Chile" (Nueva Imagen Producciones) y para el programa "Cinevideo", sección "Historias de cine", entre otros. Publicaciones individuales: (Des) Encuentros (Des) Esperados (Los Andes, Chile, 1992), El daño (novela, Alfaguara, Chile, 1997), La Isla de las langostas (CIDCLI, México, 1997). Publicaciones en antologías: Cuentos de mi país (Antártica, 1986), 26 Cuentos Ilustrados "Ensacados" (ERGO SUM, 1987), 25 Cuentos (ERGO SUM, 1988), El cuento feminista latinoamericano (ILET, 1988), Machismo se escribe con M de mamá ( ERGO SUM, 1989), Cuando no se puede vivir del cuento (ERGO SUM, 1989), Brevísima Relación del cuento Breve en Chile (LAR, 1989), Encuentro Nacional de Arte (Antártica, 1990), Santiago, pena capital (Documentas, 1991), Nuevos Cuentos Eróticos (Grijalbo, 1991), Los pecados capitales (Grijalbo, 1993), Disco duro, Zona de Contacto (Planeta Biblioteca del Sur, 1995), 17 Narradoras Latinoamericanas (Grupo Coedición Latinoamericana, 1996), Líneas Aéreas (Lengua de Trapo, España, 1999). Licenciada en Biología, realizó también estudios de Arte y Teatro.



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