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miércoles, 15 de octubre de 2014

Así comienza / Ethan Frome


Edith Wharton
ETHAN FROME

Esta historia me la contaron, fragmentariamente, varias personas y, como suele suceder en tales casos, cada vez era una historia distinta.
Si conoce usted Starkfield, Massachusetts, sabrá dónde está la oficina de correos, tiene que haber visto subir hasta allí a Ethan Frome, soltar las riendas de su bayo de hundido lomo y cruzar cansinamente el suelo de ladrillo hasta la columnata blanca: y seguro que alguna vez se ha preguntado quién es.
Fue allí donde le vi por primera vez, hace ya varios años, y la verdad es que me impresionó mucho su aspecto. Todavía era el personaje más sorprendente de Starkfiield, pese a ser ya sólo una ruina de hombre. No era su elevada estatura lo que le hacía destacar, pues los «nativos» se diferenciaban claramente por su flaca altura de las gentes de origen extranjero, más bajas y achaparradas: era aquel aspecto vigoroso e indiferente, pese a una cojera que frenaba cada uno de sus pasos como el tirón de una cadena. Había algo lúgubre e inabordable en su rostro y estaba tan tieso y canoso que le tomé por un viejo y me sorprendí mucho al enterarme de que no tenía más de cincuenta y dos años. Me lo dijo Harmon Grow, que había conducido la diligencia de Bettsbridge a Starkfield en los tiempos en que aún no había ferrocarril y que conocía la crónica de todas las familias del trayecto.


Edith Wharton
Ethan Frome
Barcelona, Ediciones B, 1997




Edith Wharton
ETHAN FROME

I had the story, bit by bit, from various people, and, as generally happens in such cases, each time it was a different story.
If you know Starckfield, Massachusetts, you know the post-office. If you know the post-office you must have seen Ethan Frome drive up to it, drop the reins on his hollow-backed bay and drag himself across the brick pavement to the white colonnade: and you must have asked who he was.
It was there that, several years ago, I saw him for the first time; and the sight pulled me up sharp. Even then he was the most striking figure in Starckfield, though he was but the ruin of a man. It was not so much his great height that marked him, for the ‘‘natives’’ were easily singled out by their lank longitude from the stockier foreign breed: it was the careless powerful look he had, in spite of a lameness checking each step like the jerk of a chain. There was something bleak and unapproachable in this face, and he was so stiffened and grizzled that I took him for an old man and was surprised to hear that he was not more than fifty-two. I had this from Harmon Gow, who had driven the stage from Bettsbridge to Strarckfield in pre-trolley days and knew he chronicle of all the families on his line.


Edith Wharton
Ethan Frome and Other Short Fiction




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