Lauren Bacall
Una señora del ‘upper west’
Lauren Bacall era una mujer, grande, fuerte, atractiva hasta la tumba
Lauren Bacall era de otra época. Ideal para una cronista que también se siente de otra época como es mi caso. Eso pensé cuando una señorita me abrió la puerta de su apartamento en el edificio Dakota, me condujo al salón y me dejó allí sola un rato. ¡Sola! Me asomé a la ventana, contemplé los invernales árboles pelados de Central Park y pensé que ese era el jardín privado de la señora Bacall, el gran cuadro viviente donde la diva celebraba el paso de las estaciones, observando en la primera línea más privilegiada del mundo la rotundidad y el colorido furioso con que responden los árboles americanos al otoño o a la primavera. Después, comencé a ser progresivamente más audaz, y me fui aproximando a las fotos que adornaban las paredes. Encontré, fascinada, que entre los rostros del álbum familiar estaban los de Hepburn, Tracy, David Niven, Leslie Howard… Si me hubieran dejado media hora más hubiera podido escribir un reportaje sin haber conocido a mi entrevistada, contando sólo cómo una estrella de las que no quedaban, o casi no quedan, permite a una cronista que husmee el cuarto en el que ella pasa los días desde finales de los cincuenta, desde que dijera adiós a Hollywood y volviera a la ciudad de la que se despidió cuando tenía 17 años.
Cuando Bacall entró yo tenía entre las manos un dibujo enmarcado en el que aparecía su amiga Katherine Hepburn felicitándola por un premio. Me miró. Me miró con la mirada de Lauren Bacall. Sobran las descripciones, ya está el cine para mostrar el tipo de mirada de la que les estoy hablando, y me saludó con esa voz que a los espectadores españoles se nos escatimó siempre. Gravedad e ironía en la mirada, gravedad e ironía en la voz.
No hubo interrupciones, no hubo preguntas que resultaran molestas ni respuestas con evasivas. Fue una conversación relajada sobre su vida en la que ella dominaba la situación con maestría, como debe ser, haciéndote creer que de aquella entrevista saldrían cosas que aún no se habían dicho. Eso es un arte. Y a los periodistas nos gusta que los entrevistados lo practiquen con nosotros. Ella se desenvolvía de maravilla. Con el desparpajo de quien a los 16 años ya era una preciosa acomodadora en un cine, digna de protagonizar un cuadro de Edward Hopper, y a los 17 se marchara rumbo a Hollywood acompañada de su madre para comenzar una carrera que se elevó de inmediato y se contrajo al poco tiempo, por estar a la sombra de Bogart, el hombre de su vida.
Todo eso era, de alguna manera, historia sabida en aquella mañana de invierno, digna de ser escuchada, escrita, recordada, pero para qué negarlo, registrada en la memoria de casi cualquier cinéfilo o amante de los mitos. No eran conocidas, sin embargo, algunas claves de su carácter que pude apreciar observándola de cerca y conociendo el terreno en el que se movía. Lauren Bacall era una señora del Upper West Side, con todo lo que eso significa, de ese barrio de Nueva York en el que se agruparon las distintas capas de la inmigración judía que huía de la Europa del Este. Esto quiere decir que aunque la joven llamada Betty se criara en una familia tan humilde como para tener que abandonar sus estudios al entrar en la universidad eso jamás restara en su educación el aprecio a la cultura, a la palabra escrita y a las distintas lenguas de origen que la madre y la abuela de la Bacall aún manejaban con soltura. Ser vecina del Upper West Side, todavía hoy, significa algunas cosas que marcan el carácter colectivo de este barrio. Por ejemplo, quiere decir apoyar al partido demócrata, máxime si eres uno de los artistas que habitan los señoriales edificios que miran a Central Park, y practicar un judaísmo poco ortodoxo, más apegado a las costumbres que a las pasiones religiosas. Entre esas costumbres está, como primer e inexcusable mandamiento, comprar en el mítico supermercado Zabar´s el salmón, los bialys, los bagels y el queso crema para el brunch de los sábados, entablar conversación con los vecinos de mesa, como así se hacía en los viejos diners, frecuentar los restaurantes del barrio, ser un tiquismiquis con el menú y la cuenta, acabar convirtiéndote en el dolor de cabeza de cualquier camarero paciente, estar dispuesto continuamente a defender tus derechos de consumidor e ir por las aceras con una desahogada excentricidad.
Lauren Bacall era una de esas mujeres que pisan las calles del Upper West: grande, fuerte, de melena canosa, atractiva hasta la tumba, luciendo nobles arrugas y un orgullo irreductible. Era una de esas ancianas que atraen y que atemorizan, que se ríen de ti en tu cara o te riñen como si fueran las dueñas de la calle. Los años convirtieron a Betty Bacall en una vecina del Upper West, la devolvieron a su pequeña patria. A ella, que era distinta a todas las mujeres; a ella, tan parecida a las señoras tremendas de su barrio.
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