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domingo, 1 de junio de 2014

William Ospina / De dos males

William Ospina

DE DOS MALES

Ahora todos piensan que el mal menor es Santos, porque Colombia tiene una infinita capacidad de equivocarse.


Pero he llegado a la conclusión, que nadie tiene por qué compartir, de que en estos momentos el mal menor de Colombia se llama Oscar Iván Zuluaga.



De que es un mal, no tengo dudas. Es el representante de Uribe, quien tuvo en sus manos ocho años la posibilidad de cambiar a Colombia, de modernizarla, de construir la paz, y no lo hizo.
Más aún, siempre he estado en contra de su discurso de guerra total; siento que Colombia vivió de crispación en crispación bajo su mandato; repruebo que por matar a un colombiano haya bombardeado el suelo hermano del Ecuador y no comparto su rechazo a los procesos democráticos de la nueva izquierda latinoamericana, ya que, como se sabe, soy partidario de Chávez, de Correa, de Evo Morales, de Rousseff, de Pepe Mujica y de Cristina Kirchner.

Sin embargo, considero a Zuluaga el menor de los dos males. ¿Por qué? Yo lo resumiría diciendo que el uribismo es responsable de muchas cosas malas que le han pasado a Colombia en los últimos 20 años, pero el santismo es responsable de todas las cosas malas que han pasado en Colombia en los últimos cien años. Y si me dicen que Santos no tiene cien años, yo le respondería que tiene más.

No es algo personal: Santos es un hombre inteligente, sagaz y hasta elegante. Pero la mirada que arroja sobre el mundo, la manera de su gobierno, es la de la vieja élite bogotana que se siente designada por Dios para manejar este país con una mezcla de desdén y de indiferencia que aterra.

Son expertos en hacerlo todo y no ser nunca responsables de nada. Lo que hoy es Colombia, con sus desigualdades, su miseria, su inautenticidad, sus violencias, sus guerrillas, sus delincuentes, sus narcotraficantes, su atraso, su premodernidad, su docilidad ante la manipulación, se les debe por entero.

Y no es que ellos quieran hacerlo, es que no pueden cambiarlo: son una cosmovisión, son un destino, son la última casta del continente. Tuvieron el talento asombroso de mantenerse en el poder más de cien años, y si lo permitimos, tendrán la capacidad de condenarnos todavía a otros cien años de soledad.
Por eso siento que no hay nada más urgente que decirle adiós a esa dirigencia elegante, desdeñosa y nefasta; porque mientras ellos gobiernen, nada en Colombia cambiará.

Tan excelentes son en su estilo, que ahora han logrado que una parte importante y sensible de Colombia olvide la historia y cierre filas alrededor de ellos, viéndolos como la encarnación de las virtudes republicanas, del orden democrático y de la legalidad. Hace mucho manejan el talento de apadrinar o tolerar el caos, y beneficiarse de él, y cada cierto tiempo encuentran un monstruo al cual culpar de todo: fue Rojas Pinilla, fue Sangrenegra, fue Camilo Torres, fue Fabio Vásquez, fue Pablo Escobar, fueron los Rodríguez, fue Carlos Castaño, fue Manuel Marulanda. Es asombroso pensarlo, pero estos señores engendraron a todos los monstruos, y después con gran elegancia se deshicieron de ellos.

Uribe, con su inteligencia, su astucia y su tremenda energía de animal político, se inventó un poder nuevo que benefició muy poco al pueblo, pero que benefició enormemente al viejo establecimiento colombiano que hacía agua por todas partes. Sin ignorar quién era, Santos se alió con Uribe, guerreó a su lado, gobernó con él, pecó con él, se hizo elegir gracias a la política y el talento del otro, y ahora descarga en él todo el desprestigio de esa acción conjunta, para quedarse con el género y sin el pecado.

Yo he abogado 20 años por la paz negociada, pero, con el perdón de las Farc, nada me parece más inverosímil que la paz de Santos. La paz, para que sea verdadera, tiene que ser otra cosa, y ya muchos han advertido que si la paz sólo puede hacerse con el enemigo, una paz sin Uribe es como una mesa de dos patas.

La verdad es que temo que Santos, por reelegirse, firme todo pero no cumpla nada. Una paz con Zuluaga tal vez sea más difícil, pero hay más probabilidades de que se cumpla. Uribe y Zuluaga representan ya a otro sector de la sociedad. Sé que no representan a los pobres ni a los excluidos, sé que cada vez necesitamos con más urgencia la Franja Amarilla, pero ya no representan a esa vieja élite clasista, racista, que gobernó al país por muchas décadas y nunca supo qué país era este.

Por la ilusión de la paz, Colombia podría firmarle otra vez un cheque en blanco a la vieja aristocracia. Y hoy somos testigos de la última paradoja de Colombia: que el postrer salvavidas para una élite que naufraga se lo arrojen la izquierda y las guerrillas.

Zuluaga y Uribe también son neoliberales, también son partidarios de la economía extractiva, también son autoritarios, también son el adversario, pero algo saben del país y no venden imagen. No fingen ser de izquierda para darle después la espalda a todo; no fingen ser tus amigos cuando les conviene. Con ellos no es posible llamarse a engaños: si hablan de guerra, hacen la guerra; si odian a la oposición, no fingen amarla.

Parece una diferencia de matiz, pero es mucho más. Ante un adversario, más vale saber con qué se cuenta. Sé que si gana Zuluaga estaré en la oposición todo el tiempo. Pero con la vieja dirigencia puesta a un lado, tal vez sea más posible ver luz al final de este túnel, de este largo siglo de centralismo, de desprecio por Colombia y de arrogancia virreinal.

EL ESPECTADOR



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