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lunes, 19 de mayo de 2014

Jhumpa Lahiri / Cielo e infierno

Jhumpa Lahiri
Jhumpa Lahiri
BIOGRAFÍA
CIELO E INFIERNO
Traducción de Eduardo Iriarte


Jhumpa Lahiri / Hell-Heaven (Cuento en inglés)

Pranab Chakraborty no era, en rigor, el hermano menor de mi padre. Era otro bengalí de Calcuta que había ido a parar a las áridas costas de la vida social de mis padres a principios de los setenta, cuando vivían en un apartamento alquilado en Central Square y podían contar sus amistades con los dedos de una mano. Pero yo no tenía ningún tío de verdad en América, así que me enseñaron a llamarle Pranab Kaku. Por consiguiente, él llamaba a mi padre Shyamal Da, dirigiéndose siempre a él con la fórmula más cortés, y llamaba a mi madre Boudi, que es como los bengalíes deben dirigirse a la esposa de un hermano mayor, en vez de utilizar su nombre de pila, Aparna. Después de que Pranab Kaku trabara amistad con mis padres, confesó que el día que nos conocimos nos había seguido a mi madre y a mí durante buena parte de una tarde por las calles de Cambridge, por donde ella y yo solíamos deambular a la salida del colegio. Nos había seguido los pasos por Massachusetts Avenue y luego cuando entramos y volvimos a salir de la Harvard Coop, donde a mi madre le gustaba mirar los artículos domésticos de rebajas. Merodeó con nosotros por Harvard Yard, donde mi madre acostumbraba sentarse en el césped los días agradables y observar las riadas de estudiantes y profesores que surcaban afanosamente los senderos, hasta que, al cabo, cuando subíamos las escaleras de la Biblioteca Widener para que yo pudiera ir al servicio, le dio un toque a mi madre en el hombro y le preguntó, en inglés, si tal vez era bengalí. La respuesta a esa pregunta estaba clara, dado que mi madre llevaba los brazaletes rojos y blancos característicos de las mujeres casadas bengalíes, y un sari típico de Tangail, así como una gruesa franja de polvos color bermellón en la raya del pelo, y tenía la cara llena y redonda y los grandes ojos oscuros tan habituales entre las mujeres bengalíes. Se había fijado en los dos o tres imperdibles que llevaba sujetos a las finas pulseras de oro detrás de las rojas y blancas, que debía de usar como sustitución de un gancho perdido en una blusa o para pasar un cordel por el interior de una combinación en caso de apuro, una práctica que él asociaba estrictamente con su madre, sus hermanas y tías de Calcuta. Además, Pranab Kaku había oído casualmente a mi madre decirme en bengalí que no podía comprarme un número de Archie en la Coop. Pero en aquel momento, según confesó también, América le resultaba tan nueva que no quería dar nada por sentado, de forma que ponía en tela de juicio hasta lo más evidente.

Mis padres y yo llevábamos tres años viviendo en Central Square; anteriormente vivimos en Berlín, donde nací y donde mi padre había terminado su preparación como microbiólogo antes de aceptar un puesto de investigador en el Hospital General de Massachusetts, y antes de en Berlín mis padres habían vivido en la India, donde no se conocían y donde su matrimonio había sido concertado. Central Square es el primer lugar en que recuerdo haber vivido, y en mis recuerdos de nuestro apartamento, sito en una casa con tejado de tablillas marrón oscuro en Ashburton Place, Pranab Kaku siempre está presente. Según la historia que gustaba de recordar a menudo, mi madre lo invitó a acompañarnos de regreso a nuestro apartamento esa misma tarde y preparó el té para los dos; luego, tras averiguar que no había ingerido una comida bengalí como era debido en más de tres meses, le sirvió la caballa al curry y el arroz sobrantes de nuestra cena de la víspera. Se quedó en casa hasta la noche para comer de nuevo después de que mi padre volviera, y a partir de entonces venía a cenar casi todas las noches, ocupando la cuarta silla en nuestra mesa de formica de la cocina y pasando a formar parte de nuestra familia tanto en la práctica como en el nombre.
Era de una familia acaudalada de Calcuta y nunca había tenido que servirse ni tan sólo un vaso de agua antes de venir a vivir a América para estudiar ingeniería en el MIT. La vida como licenciado universitario en Boston le supuso una cruel sacudida, y en su primer mes adelgazó casi diez kilos. Había llegado en enero, en medio de un temporal de nieve, y al cabo de una semana hizo el equipaje y se fue a Logan, dispuesto a abandonar la oportunidad para la que había estado trabajando toda la vida, pero cambió de parecer en el último instante. Vivía en la calle Trowbridge, en casa de una mujer divorciada con dos niños pequeños que estaban siempre gritando y llorando. Tenía una habitación alquilada en el ático y sólo se le permitía utilizar la cocina en ciertos momentos del día, con las instrucciones de limpiarla siempre con Windex y una esponja. Mis padres convinieron en que era una situación terrible, y si hubieran tenido un cuarto disponible se lo habrían ofrecido. A falta de eso, era bienvenido en nuestras comidas y tenía nuestro apartamento abierto a cualquier hora, y poco después era allí adonde iba entre las clases y en sus días libres, dejando siempre algún vestigio tras él: un paquete de tabaco casi terminado, un periódico, una carta que no se había molestado en abrir, un jersey olvidado.
Recuerdo con nitidez el sonido de su exuberante risa y la visión de su larguirucho cuerpo recostado o derrumbado sobre el mobiliario soso y desparejo del apartamento. Tenía un rostro llamativo, de frente alta y poblado bigote, así como un pelo rebelde y más largo de lo debido que, según decía mi madre, le hacía parecer uno de esos hippies norteamericanos que andaban por todas partes en aquel entonces. Sus largas piernas zangoloteaban raudas arriba y abajo allí donde tomaba asiento, y sus elegantes manos temblaban cuando sostenía un cigarrillo entre los dedos y hacía caer la ceniza en una taza de té que mi madre empezó a reservar con ese fin exclusivo. Aunque era científico de formación, no tenía nada de rígido ni de predecible. Siempre parecía medio muerto de hambre; entraba por la puerta y anunciaba que no había comido, y luego comía con voracidad, incluso se acercaba a mi madre por detrás para robarle chuletas mientras estaba friéndolas, antes de que hubiera tenido ocasión de ponerlas correctamente en una bandeja con ensalada de cebolla roja. En privado, mis padres comentaban que era un alumno brillante, todo un astro en Jadavpur que había venido al MIT con un impresionante puesto de profesor adjunto, pero Pranab Kaku se mostraba desdeñoso con respecto a sus clases y se las saltaba con frecuencia. «Estos americanos están aprendiendo ecuaciones que yo utilizaba a la edad de Usha», se lamentaba. Le asombraba que mi profesor de segundo curso no me pusiera deberes y que a los siete años aún no me hubieran enseñado las raíces cuadradas o el concepto de pi.
Aparecía sin previo aviso, nunca telefoneaba de antemano, sino que sencillamente llamaba a la puerta tal como hacía la gente en Calcuta y decía a voz en cuello «¡Boudi!» mientras esperaba a que mi madre le abriera. Antes de que lo conociéramos, yo regresaba de la escuela y me encontraba a mi madre con el bolso en el regazo y la gabardina puesta, ansiosa por escapar del apartamento donde había pasado el día sola. Pero ahora me la encontraba en la cocina, haciendo masa para luchis, que normalmente sólo preparaba los domingos para mi padre y para mí, o colgando unas cortinas que había comprado en Woolworth's. Por entonces yo no sabía que las visitas de Pranab Kaku eran lo que mi madre aguardaba durante tantas horas, que se ponía un sari nuevo y se peinaba esperando su llegada, y que planeaba, con días de antelación, los aperitivos que le serviría con aire de despreocupación. Que vivía para el momento en que lo oía llamar y gritar «¡Boudi!» y que se ponía de un humor de perros los días que no aparecía.
A mi madre debía de agradarle que yo también esperase con ilusión sus visitas. Él me hacía trucos de magia con cartas y una ilusión óptica en la que parecía estar cortándose el pulgar con enorme esfuerzo y dificultad, y me enseñó a memorizar las tablas de multiplicar mucho antes de que tuviera que aprenderlas en el colegio. Su pasatiempo era la fotografía. Tenía una cámara cara que había que ajustar antes de apretar el disparador, y yo me convertí enseguida en su motivo preferido, la cara redondeada, los dientes que me faltaban, el tupido flequillo necesitado de un buen corte. Siguen siendo las fotografías que más me gustan de mí, pues transmiten esa seguridad en uno mismo de la juventud que ya no poseo, sobre todo delante de la cámara. Recuerdo tener que correr de aquí para allá por Harvard Yard mientras él permanecía quieto con la cámara, intentando captarme en movimiento, o posando en las escaleras de los edificios universitarios o en la calle y apoyada contra troncos de árbol. Sólo hay una fotografía en la que aparece mi madre: está abrazándome mientras estoy sentada a horcajadas sobre su regazo, con la cabeza inclinada hacia mí, las manos tapándome las orejas como si quisiera evitar que oyese algo. En esa foto, la sombra de Pranab Kaku, sus dos brazos levantados formando ángulo para sostener la cámara a la altura de la cara, planea en la esquina del encuadre, su silueta oscurecida y sin rasgos solapada por un lado al cuerpo de mi madre. Siempre estábamos los tres. Yo siempre estaba presente cuando él venía de visita. Habría sido inapropiado que mi madre lo recibiera sola en el apartamento; eso se sobreentendía.
Tenían en común todo aquello que no tenían en común ella y mi padre: el amor por la música, el cine, la política izquierdista, la poesía. Eran del mismo barrio en el norte de Calcuta, las casas de sus familias a un paseo una de otra. Conocían las mismas tiendas, los mismos trayectos de autobús y tranvía, los mismos pequeños establecimientos donde preparaban los mejores jelabis y moghlai parathas. Mi padre, en cambio, era de un suburbio unos treinta kilómetros a las afueras de Calcuta, una zona que mi madre consideraba inhóspita, y hasta en las horas más lúgubres de nostalgia estaba agradecida de que mi padre le hubiera ahorrado una vida en la severa casa de sus suegros, donde habría tenido que llevar la cabeza cubierta con el extremo del sari en todo momento y utilizado un aseo exterior que no era sino una plataforma con un agujero, y donde no había una sola habitación decorada con algún cuadro. En cuestión de semanas, Pranab Kaku había traído su grabadora de carrete a nuestro apartamento, y le ponía a mi madre un popurrí tras otro de canciones de las películas hindis de su juventud. Eran animadas canciones de cortejo, que transformaban la callada vida de nuestro apartamento y hacían que mi madre se remontara al mundo que había dejado atrás para casarse con mi padre. Ella y Pranab Kaku intentaban recordar de qué escena de cada película eran las canciones, quiénes eran los actores y cómo vestían. Mi madre describía a Raj Kapoor y Nargis cantando bajo la lluvia con paraguas, o a Dev Anand rasgueando la guitarra en la playa de Goa. Ambos discutían apasionadamente sobre estos asuntos, alzaban la voz en alegre combate, plantándose cara como nunca lo hacían ella y mi padre.
Puesto que desempeñaba el papel de un hermano menor, ella se tomaba la libertad de llamarlo Pranab, mientras que nunca se dirigía a mi padre por su nombre de pila. Mi padre tenía treinta y siete años a la sazón, nueve más que mi madre. Pranab Kaku tenía veinticinco. A mi padre le gustaba el silencio y la soledad. Se había casado con mi madre para aplacar a sus padres, que estaban dispuestos a aceptar su abandono siempre y cuando tuviera esposa. Estaba casado con su trabajo, su investigación, y existía en el interior de una concha que ni mi madre ni yo podíamos atravesar. La conversación era para él un quehacer; le suponía un esfuerzo que prefería invertir en el laboratorio. Le desagradaba el exceso en todos los ámbitos, no manifestaba ningún ansia o necesidad más allá de los frugales elementos de su rutina diaria: cereales y té por la mañana, una taza de té al volver a casa y dos platos diferentes de verduras todas las noches con la cena. No comía con el apetito desordenado de Pranab Kaku. Mi padre tenía mentalidad de superviviente. De vez en cuando le gustaba comentar, en compañía diversa y a menudo sin que mediara la pertinente provocación, que los rusos hambrientos bajo el mandato de Stalin habían recurrido a comerse el pegamento del empapelado. Cualquiera hubiera pensado que debía de estar levemente celoso, o al menos un tanto receloso, por causa de la regularidad de las visitas de Pranab Kaku y el efecto que tenían en el comportamiento y el ánimo de mi madre, pero yo creo que mi padre le estaba agradecido a Pranab Kaku por hacerle compañía, absuelto de la responsabilidad que debió de sentir por obligarla a abandonar la India, y aliviado, tal vez, al verla feliz para variar.
En verano, Pranab Kaku se compró un Volkswagen Escarabajo y empezó a llevarnos de paseo por Boston y Cambridge, y poco después fuera de la ciudad, volando autopista adelante. Nos llevaba a Té y Especias de la India en Watertown, y una vez fuimos hasta Nueva Hampshire para ver las montañas. A medida que iba haciendo más calor, empezamos a ir, una o dos veces a la semana, a Walden Pond. Mi madre siempre preparaba un picnic con sándwiches de huevo duro y pepino y hablaba con cariño de los picnics invernales de su juventud, imponentes excursiones con al menos cincuenta parientes, todos en tren hasta los campos de Bengala occidental. Pranab Kaku escuchaba esas historias con interés, asimilando los detalles de su pasado a punto de desaparecer. No hacía oídos sordos a su nostalgia, como mi padre, ni escuchaba sin comprender, como yo. En Walden Pond, Pranab Kaku engatusaba a mi madre para que se adentrara en el bosque y la llevaba por la acusada pendiente hasta la orilla del agua. Ella disponía el picnic y se sentaba a mirarnos mientras nadábamos. Él tenía el pecho cubierto de un tupido vello moreno, hasta la cintura. Ofrecía un aspecto curioso, con sus piernas delgadas como palos y una barriguilla pequeña y fláccida, igual que una mujer, por lo demás esbelta, que hubiera dado a luz y no se hubiera preocupado de recuperar el tono muscular del abdomen. «Estás haciéndome engordar, Boudi», se quejaba tras atiborrarse con lo que preparaba mi madre. Nadaba ruidosamente, con torpeza, la cabeza siempre fuera del agua; no sabía hacer burbujas ni contener la respiración, como había aprendido yo en clase de natación. Allí adonde fuéramos, cualquier desconocido habría dado por supuesto que Pranab Kaku era mi padre, que mi madre era su esposa.
Ahora veo claro que mi madre estaba enamorada de él. La cortejaba como no la había cortejado ningún hombre, con el afecto inocente de un cuñado. A mi modo de ver, no era más que un pariente, un cruce entre un tío y un hermano mucho mayor, ya que en ciertos aspectos lo protegían y se ocupaban de él de la misma manera que de mí. Se mostraba respetuoso con mi padre, siempre buscaba su consejo con vistas a labrarse un porvenir en Occidente, abrir una cuenta bancaria o encontrar empleo, aunque difería de sus opiniones con respecto a Kissinger y el Watergate. De vez en cuando, mi madre le tomaba el pelo en lo tocante a las mujeres, le preguntaba por las estudiantes indias del MIT o le enseñaba fotos de sus primas más jóvenes en la India. «¿Qué te parece ésta? —le preguntaba—. ¿Verdad que es guapa?» Era consciente de que nunca podría tener a Pranab Kaku para sí, y supongo que de esa manera intentaba que se quedase en la familia. Pero, sobre todo, al principio él tenía una dependencia absoluta de ella, la necesitó durante aquellos meses como nunca la necesitó mi padre en todo su matrimonio. Le aportó a mi madre la primera y, me temo, única alegría pura que sintió en su vida. Yo era prueba de su matrimonio con mi padre, consecuencia asumida de la vida para la que había sido educada. Pero Pranab Kaku era distinto. Era el único placer totalmente inesperado de su vida.

En otoño de 1974, Pranab Kaku conoció a una alumna de Radcliffe llamada Deborah, norteamericana, y ella empezó a acompañarlo a nuestra casa. Yo llamaba a Deborah por su nombre de pila, igual que mis padres, pero Pranab Kaku le enseñó a llamar a mi padre Shyamal Da y a mi madre Boudi, a lo que Deborah accedió de buen grado. Antes de que vinieran a cenar por primera vez, le pregunté a mi madre, mientras ella arreglaba la sala, si debía dirigirme a ella como Deborah Kakima, convirtiéndola en tía tal como había convertido a Pranab en tío. «¿Para qué molestarse? —respondió mi madre, al tiempo que me dirigía una mirada severa—. Dentro de unas semanas, la diversión se habrá terminado y ella lo dejará.» Sin embargo, Deborah siguió a su lado, asistiendo a las fiestas de fin de semana en que Pranab Kaku y mis padres se implicaban cada vez más, reuniones exclusivamente bengalíes salvo por ella. Deborah era muy alta, más que mis padres y casi tanto como Pranab Kaku. Llevaba el cabello color bronce peinado con raya en medio, igual que mi madre, pero recogido en una coleta baja en vez de trenzada, como mi madre, o derramado de cualquier manera sobre los hombros y espalda abajo de un modo que a mi madre le parecía indecente. Llevaba unas gafitas de montura plateada, no se maquillaba en absoluto y estudiaba filosofía. A mí me parecía absolutamente preciosa, pero según mi madre tenía lunares en la cara y caderas demasiado estrechas.
Durante un tiempo, Pranab Kaku siguió viniendo a cenar por su cuenta una vez a la semana, generalmente para preguntarle a mi madre qué le parecía Deborah. Buscaba su aprobación, le decía que Deborah era hija de profesores universitarios del Boston College, que su padre publicaba poesía y que tanto él como ella se habían doctorado. En ausencia de él, mi madre se quejaba de las visitas de Deborah, de tener que preparar la comida con menos especias —aunque Deborah aseguraba que le gustaba la comida picante—, y de avergonzarse de poner una cabeza de pescado frito en el dal. Pranab Kaku enseñó a Deborah a decir khub bhalo y aacha, y a coger ciertos alimentos con los dedos en vez del tenedor. A veces acababan dándose de comer mutuamente, dejando que sus dedos se demoraran en la boca del otro, lo que hacía que mis padres bajaran la vista al plato y esperaran a que pasase el momento. En reuniones más concurridas, se besaban y se cogían de la mano delante de todo el mundo, y cuando no podían oírla mi madre hablaba con las demás mujeres bengalíes. «Antes era muy distinto. No entiendo cómo alguien puede cambiar tan de repente. Es como cielo e infierno, la diferencia», comentaba, utilizando siempre las palabras inglesas para la torpe metáfora de su propia cosecha.
Cuanto más molestaban a mi madre las visitas de Deborah, más me ilusionaban a mí. Quedé prendada de Deborah, tal como las niñas suelen prendarse de mujeres que no son su madre. Me encantaban sus serenos ojos grises, los ponchos y las faldas cruzadas de tela vaquera, su cabello lacio, que me dejaba manipular en toda suerte de peinados absurdos. Suspiraba por su aire despreocupado; mi madre insistía en que siempre que había una reunión me pusiera uno de mis vestidos hasta los tobillos de aspecto levemente Victoriano, que ella denominaba «maxis», y me peinara para la ocasión, lo que significaba sacar un mechón de cada lado de la cabeza y unirlos con un pasador en la nuca. En las fiestas, Deborah siempre conseguía escabullirse educadamente, para enorme alivio de las mujeres bengalíes con que se esperaba trabase conversación, y se ponía a jugar conmigo. Era mayor que todos los hijos de los amigos de mis padres, pero era una compañera para mí. Conocía todos los libros que yo leía, Pipi Calzaslargas y Ana de las Tejas Verdes. Me hacía toda clase de regalos que mis padres no podían comprar por falta de dinero e inspiración: un libro grande de cuentos de los Grimm con ilustraciones a la acuarela sobre gruesas y sedosas páginas, marionetas de madera con el pelo de lana. Me hablaba de su familia, tres hermanas mayores y dos hermanos, el menor más cercano a mi edad que a la suya. Una vez, después de ir a ver a sus padres, me trajo tres libros de Nancy Drew, su nombre escrito con caligrafía infantil en la parte superior de la primera página, y un viejo juguete que tenía, un teatrillo de papel con telones de fondo intercambiables, el exterior de un castillo y una sala de baile y un campo abierto. Deborah y yo hablábamos con toda libertad en inglés, idioma en el que, por aquel entonces, yo ya me expresaba mejor que en el bengalí que se me exigía hablar en casa; en cierta ocasión, me preguntó qué significaba asobbho. Vacilé y luego le dije que era lo que me llamaba mi madre si había hecho alguna travesura de las gordas, y a Deborah se le nubló el gesto. Yo tenía una actitud protectora con ella, consciente de que estaba de más, de que resultaba molesta, consciente de los comentarios desagradables de la gente.
Ahora en las salidas en el Volkswagen éramos cuatro: Deborah delante, su mano sobre la de Pranab Kaku apoyada en la palanca de cambios, mi madre y yo detrás. Poco después, mi madre empezó a alegar razones para disculparse, dolores de cabeza y catarros incipientes, así que entré a formar parte de un nuevo triángulo. Para mi sorpresa, mi madre me permitía ir con ellos, al Museo de Bellas Artes, los Jardines Públicos y el Acuario. Ella estaba esperando a que terminara su aventura, a que Deborah le rompiera el corazón a Pranab Kaku y él regresase a nosotros, escarmentado y penitente. Yo no veía indicios de que su relación hiciera aguas. Su cariño declarado, la felicidad que con tanta franqueza expresaban me resultaban novedosos y románticos. Llevarme a mí en el asiento trasero les permitía hacer prácticas para el futuro, poner a prueba la idea de una familia propia. Tomamos incontables fotografías en las que aparecíamos Deborah y yo, yo sentada en el regazo de Deborah, cogida de su mano, besándole la mejilla. Cruzábamos lo que yo creía eran sonrisas cómplices, y en esos momentos tenía la sensación de que me entendía mejor que con cualquier otra persona del mundo. Cualquiera hubiera dicho que Deborah llegaría a ser una madre excelente algún día. Pero la mía se negaba a reconocer nada semejante. Por entonces yo ignoraba que mi madre me dejaba salir con ellos porque estaba embarazada por quinta vez desde mi nacimiento, y estaba tan destemplada y cansada, tan atemorizada de perder otra criatura que dormía buena parte del día. Tras diez semanas, volvió a tener un aborto espontáneo y su médico le aconsejó que dejara de intentar quedarse encinta.
Para el verano, Deborah lucía un diamante en la mano izquierda, algo que a mi madre nunca le habían regalado. Dado que su familia vivía tan lejos, un día Pranab Kaku vino solo a casa para pedir la bendición de mis padres antes de darle el anillo. Nos enseñó la cajita, la abrió y sacó el diamante anidado dentro. «Quiero ver qué tal queda puesto», dijo, e instó a mi madre a que se lo probara, pero ella se negó. Fui yo la que tendió la mano, sintiendo el peso del anillo en la base del dedo. Entonces él pidió algo más: quería que mis padres escribieran a los suyos para decirles que habían conocido a Deborah y la tenían en gran estima. Lo ponía nervioso, naturalmente, decirle a su familia que tenía intención de casarse con una chica americana. Les había hablado a sus padres de todos nosotros, y en cierta ocasión mis padres recibieron una carta de ellos en la que expresaban su agradecimiento por cuidar tan bien de su hijo y ofrecerle un hogar en Estados Unidos. «No hace falta que sea larga —dijo Pranab Kaku—. Sólo unas líneas. La aceptarán de mejor grado si la enviáis vosotros.» Mi padre no tenía buen ni mal concepto de Deborah, nunca hacía comentarios ni la criticaba como mi madre, pero le aseguró a Pranab Kaku que a finales de esa misma semana una carta de apoyo estaría camino de Calcuta. Mi madre asintió, pero al día siguiente vi la taza de té que Pranab Kaku utilizaba como cenicero en la basura de la cocina, hecha añicos, y tres tiritas en la mano de mi madre.
A los padres de Pranab Kaku les horrorizó la idea de que su único hijo se casara con una norteamericana, y pocas semanas después sonó nuestro teléfono en plena noche: era el señor Chakraborty para decirle a mi padre que no podían dar su aprobación a semejante matrimonio, ni hablar, que si Pranab Kaku osaba casarse con Deborah ya no lo reconocería como hijo suyo. Luego se puso al teléfono su esposa, pidió hablar con mi madre y la atacó como si fueran amigas íntimas, culpándola por permitir que la aventura llegara a mayores. Dijo que ya le habían encontrado esposa en Calcuta, que él había partido hacia América a condición de que regresara cuando terminase sus estudios y se casara con aquella chica. Habían comprado el piso contiguo en su edificio para Pranab y su prometida, y estaba vacío, a la espera de su regreso. «Estábamos convencidos de que podíamos confiar en vosotros, y sin embargo nos habéis infligido una grave traición —dijo su madre, que ventilaba su ira con una desconocida como no podría haber hecho con su hijo—. ¿Eso es lo que le pasa a la gente en América?» Por el bien de Pranab Kaku, mi madre defendió el compromiso, le aseguró a su madre que Deborah era una chica educada y de una familia decente. Los padres de Pranab Kaku suplicaron a los míos que hablaran con él, pero mi padre se negó y decidió que no era cosa suya enredarse en algo así. «No somos sus padres —le indicó a mi madre—. Podemos decirle que no aprueban su decisión, pero nada más.» De manera que mis padres no le contaron a Pranab Kaku cómo los suyos los habían regañado y culpado, y habían amenazado con desheredar a Pranab Kaku, sólo que se negaban a darle su bendición. A la vista de su negativa, Pranab Kaku se encogió de hombros. «Me da igual. No todos pueden ser tan abiertos de miras como vosotros —dijo a mis padres—. La vuestra es bendición suficiente.»

Tras el compromiso, Pranab Kaku y Deborah empezaron a alejarse de nuestras vidas. Se mudaron a un apartamento en Boston, en el South End, una parte de la ciudad que mis padres consideraban poco segura. Nosotros también nos mudamos, a una casa en Natick. Aunque mis padres habían comprado la casa, la ocupaban como si aún fueran inquilinos, cubrían las rozaduras con pintura sobrante y eran reacios a hacer agujeros en las paredes, y todas las tardes, cuando el sol brillaba por la ventana del salón, mi madre cerraba las persianas para que nuestro mobiliario nuevo no perdiera color. Unas semanas antes de la boda, mis padres invitaron a Pranab Kaku a casa solo, y mi madre preparó una comida especial para conmemorar el final de su soltería. Sería el único elemento bengalí de su boda; el resto sería estrictamente norteamericano, con tarta y pastor, y Deborah ataviada con un largo vestido blanco y velo. Hay una fotografía de la cena que tomó mi padre, la única foto, que yo sepa, en la que aparecen juntos Pranab Kaku y mi madre. La imagen es levemente borrosa; recuerdo que Pranab Kaku le explicaba a mi padre el funcionamiento de la cámara y así es como aparece, levantando la mirada de la mesa de la cocina y el elaborado banquete que había preparado mi madre en su honor, la boca abierta, el largo brazo extendido y el dedo señalando, mientras daba instrucciones a mi padre acerca de cómo leer el fotómetro o algo por el estilo. Mi madre está de pie a su lado, con una mano colocada sobre su cabeza como dándole la bendición, la primera y última vez que lo tocó en su vida. «Ella lo abandonará —les dijo después a sus amigas—. Está lanzando su vida por la borda.»
La boda se celebró en una iglesia de Ipswich, con banquete en un club campestre. Iba a ser una ceremonia pequeña, cosa que mis padres interpretaron como que asistirían cien o doscientas personas en vez de trescientas o cuatrocientas. A mi madre la dejó estupefacta ver que no habían sido invitadas ni treinta personas, y probablemente se sintió más perpleja que halagada al comprobar que, de todos los bengalíes que conocía Pranab Kaku por entonces, éramos los únicos en la lista. En la ceremonia nos sentamos, al igual que los demás invitados, primero en los duros bancos de madera de la iglesia y luego en una larga mesa dispuesta para el banquete. Aunque éramos lo más parecido que tenía Pranab Kaku a una familia aquel día, no fuimos incluidos en las fotografías que se hicieron en los jardines del club campestre, con los padres, los abuelos y los numerosos hermanos de Deborah, y ni mi padre ni mi madre se levantaron para proponer un brindis. A mi madre no le hizo gracia el detalle de que Deborah se hubiera asegurado de que a ella y mi padre, que no comían ternera, se les sirviera pescado en vez de filet mignon como a todos los demás. Ella no hacía más que hablar en bengalí, se quejaba de la formalidad de la ceremonia y de que Pranab Kaku, vestido de esmoquin, apenas nos dirigió la palabra porque estaba muy ocupado inclinándose sobre los hombros de su nueva familia política americana conforme daba la vuelta a la mesa. Como siempre, mi padre no respondió a los comentarios de mi madre, y continuó comiendo con actitud callada y metódica, pese a que el cuchillo y el tenedor a veces le chirriaban contra la superficie de la porcelana, pues estaba acostumbrado a comer con las manos. Se terminó su plato y luego el de mi madre, que lo había declarado incomible, y luego anunció que había comido más de la cuenta y tenía dolor de estómago. La única vez que mi madre hizo el esfuerzo de sonreír fue cuando Deborah apareció detrás de su silla, la besó en la mejilla y preguntó si estábamos pasándolo bien.
Cuando empezó el baile, mis padres se quedaron en la mesa, tomando té, y tras dos o tres canciones decidieron que era momento de irnos a casa; mi madre empezó a lanzarme miradas con esa intención desde el otro lado de la sala, mientras yo bailaba en un corro con Pranab Kaku, Deborah y los otros niños de la boda. Quería quedarme, y cuando, a regañadientes, acudí a donde estaban sentados mis padres, Deborah me siguió. «Boudi, déjale a Usah que se quede. Se lo está pasando de maravilla —le dijo a mi madre—. Hay mucha gente que tiene que regresar por donde vivís, alguien puede dejarla en casa dentro de un rato.» Pero mi madre se opuso, ya me había divertido bastante, y me obligó a ponerme el abrigo encima del vestido de mangas filipinas. Cuando regresábamos en el coche le dije, por primera aunque no última vez en la vida, que la odiaba.

El año siguiente recibimos una participación de nacimiento de los Chakraborty, una foto de gemelas, que mi madre no colocó en el álbum ni puso a la vista en la puerta de la nevera. Las niñas recibieron los nombres de Srabani y Sabitri, aunque las llamaban Bonny y Sara. Aparte de una tarjeta de agradecimiento por nuestro regalo de boda, fue la única vez que se pusieron en contacto con nosotros; no nos invitaron a su casa nueva en Marblehead, adquirida después de que Pranab Kaku consiguiera un empleo muy bien pagado en Stone & Webster. Durante un tiempo, mis padres y sus amigos siguieron invitando a los Chakraborty a sus reuniones, pero como nunca asistían, o se marchaban tras apenas una hora, las invitaciones cesaron. Mis padres y su círculo atribuían las ausencias de Pranab Kaku a Deborah, y se llegó al consenso general de que ella lo había despojado no sólo de sus orígenes sino también de su independencia. Ella era el enemigo, él era su presa, y su ejemplo se invocaba como advertencia y justificación de que los matrimonios mixtos eran una empresa abocada al fracaso. De vez en cuando sorprendían a todo el mundo, aparecían en la festividad de pujo durante unas horas con sus dos niñas idénticas, que apenas tenían aspecto bengalí, sólo hablaban inglés y estaban siendo criadas de manera muy distinta a mí y la mayoría de los demás niños. No las llevaban a Calcuta todos los veranos, no tenían padres que se aferraran a otro estilo de vida y exhortaran a sus hijos a hacer lo mismo. Debido a Deborah, estaban exentas de todo ello, y por esa razón yo las envidiaba. «Usha, hay que ver, tan mayor y tan guapa», decía Deborah cada vez que me veía, reavivando, aunque sólo fuera por un momento, nuestro vínculo de años atrás. Para entonces se había cortado la preciosa melena y llevaba el pelo a lo garçon. «Seguro que dentro de poco ya tendrás edad para hacer de canguro —me decía—. Te llamaré: a las niñas les encantaría.» Pero nunca me llamó.

Empecé a dejar atrás la infancia, pasé al instituto y comencé a encapricharme con chicos norteamericanos de mi clase. Los encaprichamientos no tuvieron la menor trascendencia: a pesar de los halagos de Deborah, nadie reparaba en mí a aquella edad. Pero mi madre debió de notar algo, porque me prohibió asistir a los bailes que se celebraban el último viernes de cada mes en la cafetería del instituto, y era una ley tácita que no se me permitía salir con nadie. «No creas que vas a casarte con un americano, tal como hizo Pranab Kaku», me advertía de vez en cuando. A mis trece años, la idea del matrimonio no tenía ninguna importancia en mi vida. Aun así, sus palabras me afectaron, y me dio la sensación de que mi madre me retenía con más fuerza incluso. Se ponía hecha una furia cuando le decía que quería empezar a llevar sujetador, o si pretendía ir a Harvard Square con una amiga. En mitad de nuestras discusiones, solía evocar a Deborah como su antítesis, la clase de mujer que ella se negaba a ser. «Si ella fuera tu madre, te dejaría hacer todo lo que quisieras, porque la traería sin cuidado. ¿Es eso lo que quieres, Usha, una madre a la que no le importas?» Cuando empecé a menstruar, el verano antes de pasar a tercero de secundaria, mi madre me soltó un discurso: dijo que no debía permitir que ningún chico me tocara y luego pregunté si sabía cómo se quedaba embarazada una chica. Le dije lo que me habían enseñado en ciencias, lo del esperma que fertilizaba el óvulo, y a continuación me preguntó si sabía exactamente cómo ocurría. Vi miedo en sus ojos y entonces, aunque también estaba al tanto de ese aspecto de la procreación, mentí y le dije que no nos lo habían explicado.
Comencé a ocultarle otras cosas y me zafaba de ella con ayuda de mis amigas. Le decía que me quedaba a dormir en casa de una amiga cuando en realidad iba a fiestas, bebía cerveza y dejaba a chicos que me besaran, me sobaran los pechos y restregaran su erección contra mi cadera mientras nos magreábamos en un sofá o en el asiento trasero de un coche. Empecé a compadecer a mi madre; cuanto mayor me hacía, más comprendía la vida tan solitaria que llevaba. No había trabajado nunca, y durante el día veía culebrones para pasar el rato. Su única ocupación, todos los días, era cocinar y limpiar para mi padre y para mí. Rara vez íbamos a restaurantes; mi padre siempre señalaba, incluso en los baratos, lo caro que resultaba en comparación con comer en casa. Cuando mi madre se quejaba de lo mucho que detestaba la vida en las afueras y lo sola que se sentía, él no decía nada para apaciguarla. «Si tan desdichada eres, vuélvete a Calcuta», proponía, dejando claro que su separación no le afectaría en absoluto. Empecé a seguir el ejemplo de mi padre en mi trato con ella, aislándola por partida doble. Cuando me gritaba por estar mucho rato al teléfono, o por quedarme demasiado en mi cuarto, aprendí a responder a gritos, a decirle que era patética, que no sabía nada de mí, y a las dos nos quedó claro que yo había dejado de necesitarla, brusca y definitivamente, igual que Pranab Kaku.
Luego, el año antes de irme a la universidad, nos invitaron a casa de los Chakraborty para Acción de Gracias. No éramos los únicos invitados del antiguo grupo de amigos de mis padres en Cambridge; resultó que Pranab Kaku y Deborah querían celebrar una especie de reunión de toda la gente con que habían trabado amistad por aquel entonces. Por lo general, mis padres no celebraban Acción de Gracias; el ritual de una gran comida todos sentados a la mesa y los platos que uno debía comer les resultaban ajenos. Lo consideraban como si fuera el día de los Caídos o el día de los Veteranos: otra fecha festiva en el calendario estadounidense. Pero nos fuimos en coche a Marblehead, hasta una impresionante casa con fachada de piedra y un camino particular de grava con forma semicircular abarrotado de vehículos. La casa estaba a un breve trecho del océano; de camino, habíamos pasado por el puerto que daba al Atlántico, frío y reluciente, y cuando bajamos del coche nos recibió el sonido de las gaviotas y las olas. La mayor parte del mobiliario del salón había sido trasladada al sótano y se habían empalmado varias mesas para formar una «u» gigante. Estaban cubiertas con manteles de paño, dispuestas con platos blancos y cubertería de plata, y había calabazas a modo de centros de mesa. Me llamaron la atención los juguetes y las muñecas que había por todas partes, los perros que iban soltando largos pelos en cualquier lugar, todas las fotografías de Bonny y Sara y Deborah que decoraban las paredes y recubrían la puerta de la nevera. Estaban preparando la comida cuando llegamos, cosa que a mi madre siempre le hacía fruncir el ceño, la cocina un caos de gente, olores y enormes cuencos sucios.
La familia de Deborah, que yo recordaba vagamente de la boda, estaba presente: sus padres, hermanos y hermanas, sus maridos y esposas, amigos y niños. Sus hermanas estaban en la treintena, pero, al igual que Deborah, podrían haber pasado por universitarias, con vaqueros, zuecos y jerséis de pescador, y su hermano Matty, con quien yo había bailado en un corro en la boda, era ahora alumno de primero en Amherst, con ojos verdes bien separados, fino pelo castaño y una tez que se sonrojaba con facilidad. En cuanto vi a los hermanos de Deborah, bromeando entre sí mientras troceaban y removían cosas en la cocina, me enfurecí con mi madre por haberme montado una escena antes de salir de casa y obligarme a llevar un shalwar kameez. Supe que daban por supuesto, debido a mi ropa, que tenía más en común con los demás bengalíes que con ellos. Pero Deborah insistió en incluirme, me puso a pelar manzanas con Matty y, sin que lo vieran mis padres me dieron a beber cerveza. Cuando estuvo preparada la comida, me dijeron dónde sentarme, en una formación alterna de chicos y chicas que hizo sentirse incómodos a los bengalíes. Había botellas de vino alineadas en la mesa. Se sirvieron dos pavos, uno relleno de embutido y otro sin relleno. Se me hizo la boca agua al ver la comida, pero era consciente de que luego, de regreso a casa, mi madre se quejaría de que todo era soso e insípido. «Imposible», dijo mi madre al tiempo que ponía la mano encima de la copa cuando alguien intentó servirle vino.
El padre de Deborah, Gene, se levantó para bendecir la mesa y pidió a todos los presentes que se cogieran de la mano. Inclinó la cabeza y cerró los ojos. «Señor, te damos hoy las gracias por la comida que vamos a recibir», comenzó. Mis padres estaban sentados juntos y me asombró ver que se ceñían a la ceremonia, que los dedos morenos de mi padre cogían levemente los dedos pálidos de mi madre. Me fijé en Matty sentado en el otro extremo de la sala y lo vi mirarme mientras su padre hablaba. Tras el coro de «Amén», Gene alzó la copa y dijo: «Perdonadme, pero nunca pensé que tendría la oportunidad de decir algo así: "Brindo por Acción de Gracias con los indios."» Sólo alguna que otra persona rió el chiste.
Luego Pranab Kaku se levantó y agradeció a todo el mundo su presencia. Estaba relajado gracias al alcohol, su cuerpo antaño enjuto y fuerte un poco ancho ya. Empezó a hablar en tono sentimental de sus viejos tiempos en Cambridge, y entonces, de pronto, relató la historia de cuando nos vio a mi madre y a mí por primera vez y cómo nos había seguido aquella tarde. La gente que no nos conocía rió, entretenida por la descripción del encuentro y por la desesperación de Pranab Kaku. Rodeó la mesa hasta donde estaba mi madre y le pasó un brazo larguirucho por los hombros, obligándola a levantarse brevemente. «Esta mujer —anunció, a la vez que la acercaba hacia sí—, esta mujer fue la anfitriona de mi primer día de Acción de Gracias de verdad en Estados Unidos. Tal vez fuera una tarde de mayo, pero aquella primera comida a la mesa de Boudi fue como Acción de Gracias para mí. De no ser por aquella comida, me hubiera vuelto a Calcuta.» Mi madre apartó la mirada, avergonzada. Tenía treinta y ocho años, ya le asomaban las canas, y parecía más cercana a la edad de mi padre que a la de Pranab Kaku, que, a pesar del ensanchamiento de cintura, mantenía su aspecto atractivo y despreocupado. Él regresó a su sitio en la cabecera de la mesa, junto a Deborah, y concluyó: «Y de haber sido así nunca te habría conocido, cariño», y la besó en la boca delante de todo el mundo, entre sonoros aplausos, como si fuera otra vez el día de su boda.
Después del pavo se distribuyeron tenedores más pequeños y se sirvieron porciones de tres clases de tarta a elegir, anotadas en libretitas por las hermanas de Deborah, como si fueran camareras. Tras los postres, los perros tenían que salir, y Pranab Kaku se ofreció para pasearlos. «¿Qué tal si damos una vuelta por la playa?», sugirió, y los parientes de Deborah convinieron en que era una idea excelente. Ninguno de los bengalíes quiso ir, optando por quedarse a tomar el té y arracimarse, por fin, en un extremo de la sala, para hablar tranquilamente tras el obligado palique con los americanos durante la comida. Matty se acercó, se sentó en la silla que había a mi lado, que ahora estaba libre, y me animó a unirme al paseo. Cuando vacilé, indicando que no iba vestida ni calzada adecuadamente pero también consciente de la furia silenciosa de mi madre al vernos juntos, dijo: «Seguro que Deb puede dejarte algo.» Así que subí a la planta de arriba, donde Deborah me dio unos vaqueros, un grueso jersey y unas zapatillas, de manera que tuviera un aspecto similar al de sus hermanas.
Ella se sentó en el borde de la cama, mirando cómo me cambiaba, igual que si fuéramos amigas, y me preguntó si tenía novio. Cuando le dije que no, respondió:
—Matty cree que eres muy guapa.
—¿Te lo ha dicho?
—No, pero se le nota.
Cuando volví a bajar las escaleras, animada por la información, con los vaqueros cuyos bajos había tenido que recoger y en los que por fin me sentía a mis anchas, reparé en que mi madre levantaba la vista de su taza de té y me miraba fijamente, pero sin decir nada, así que me fui con Pranab Kaku, sus perros y su familia política, por un camino y luego siguiendo una empinada escalera de madera hasta la orilla. Deborah y una de sus hermanas se quedaron en la casa para empezar a limpiar y atender a los que se habían quedado. Al principio todos caminamos juntos, en una sola hilera por la arena, pero luego me fijé en que Matty se rezagaba, así que los dos nos quedamos atrás, la distancia con los demás cada vez mayor. Empezamos a flirtear, hablamos de cosas que ya no recuerdo, y al final nos desviamos hacia una ensenada rocosa y Matty sacó un canuto del bolsillo. Nos lo fumamos de espaldas al viento, nuestros dedos fríos tocándose mientras lo hacíamos, nuestros labios pegados a la misma sección húmeda del papel de fumar. Al principio no noté ningún efecto, pero luego, al oírle hablar del grupo en que tocaba, su voz parecía venir de algún lugar a kilómetros de distancia y yo tenía ganas de reírme, aunque lo que estaba diciendo no era gracioso. Me dio la impresión de que pasábamos horas alejados del grupo, pero cuando regresamos a la arena aún estaban a la vista, encaramándose a un promontorio para contemplar la puesta de sol.
Ya había oscurecido cuando regresamos a la casa, yo temerosa de que mis padres me vieran colocada. Pero, cuando llegamos, Deborah me dijo que ellos, cansados, se habían ido tras consentir en que alguien me llevara a casa más tarde. Habían encendido la chimenea y me instaron a que me pusiera cómoda y tomara más tarta mientras recogían las sobras y volvían a poner la sala en orden. Naturalmente, fue Matty quien me llevó a casa. Sentados en el sendero de entrada de mis padres lo besé, emocionada y al mismo tiempo aterrada porque mi madre saliera al jardín en camisón y nos descubriera. Le di mi número de teléfono, y durante unas semanas pensé en él constantemente, esperando como una tonta a que me llamara.
***
Al final, mi madre había estado en lo cierto, y catorce años después de aquel día de Acción de Gracias, tras veintitrés años de matrimonio, Pranab Kaku y Deborah se divorciaron, Fue él quien se descarrió: se enamoró de una mujer bengalí y destruyó de golpe dos familias. La otra mujer era una conocida de mis padres, aunque no muy íntima. Por entonces, Deborah tenía cuarenta y tantos años, y Bonny y Sara se habían ido a la universidad. En medio de la conmoción y la pena, fue a mi madre a quien recurrió Deborah: la llamaba y lloraba al teléfono. De alguna manera, a lo largo de tantos años había seguido considerándonos prácticamente familia política; nos enviaron flores cuando murieron mis abuelos y cuando acabé la carrera me regalaron una edición abreviada del Oxford English Dictionary. «Tú lo conocías muy bien. ¿Cómo ha podido hacer algo así?», le preguntó Deborah a mi madre. Y luego: «¿Sabías tú algo al respecto?» Mi madre respondió con toda sinceridad que no. Les había roto el corazón el mismo hombre, aunque el de mi madre había cicatrizado tiempo atrás, y en cierta manera extraña, conforme mis padres se acercaban a la vejez, ambos se habían encariñado mutuamente, aunque sólo fuera por la costumbre. Creo que mi ausencia de casa, cuando me fui a la universidad, tuvo algo que ver, porque con los años, cuando iba de visita, fui notando un afecto entre mis padres que antes no existía, un mudo coqueteo, una solidaridad, una preocupación cuando el otro enfermaba. Mi madre y yo también habíamos hecho las paces; ella había aceptado la realidad de que además de ser hija suya, también lo era de América. Poco a poco, aceptó que saliera con un hombre americano, y luego con otro, y después con otro más, que me acostara con ellos e incluso que viviera con uno de ellos sin estar casados. Dio la bienvenida a mis novios a nuestra casa, y cuando las cosas no salían bien me aseguraba que encontraría a alguien mejor. Tras años de ociosidad, al cumplir los cincuenta decidió titularse en biblioteconomía en una universidad cercana.
Por teléfono, Deborah reconoció algo que sorprendió a mi madre: que durante todos aquellos años se había sentido excluida de una parte de la vida de Pranab Kaku. «Tenía unos celos terribles de ti por aquel entonces, por conocerlo, por entenderlo como yo nunca podría llegar a hacerlo. Él dio la espalda a su familia, a todos vosotros, pero aun así me sentía amenazada. Nunca logré superarlo.» Le dijo a mi madre que, durante años, intentó que Pranab Kaku se reconciliara con sus padres, y que también lo instó a que mantuviera sus lazos con otros bengalíes, pero él se resistía. Había sido idea de Deborah invitarnos en Acción de Gracias; irónicamente, la otra mujer también había asistido. «Espero que no me culpes por haberlo apartado de vuestras vidas, Boudi. Siempre temí que así fuera.»
Mi madre le aseguró que no la culpaba de nada. No le confió nada de sus propios celos décadas atrás, sólo que lamentaba lo ocurrido, que era un trago amargo y horrible para su familia. Tampoco le contó que unas semanas después de la boda de Pranab Kaku, mientras yo asistía a una reunión de exploradoras y mi padre estaba trabajando, había rastreado la casa entera en busca de todos los imperdibles que había en cajones y botes, y los había añadido a los que llevaba colgados de los brazaletes. Cuando tuvo bastantes, se los prendió al sari uno a uno, sujetando la pieza delantera a la capa inferior de paño, de modo que nadie pudiera arrancarle la prenda del cuerpo. Luego cogió una lata de combustible para el mechero y una caja de cerillas de cocina y salió a nuestro frío jardín trasero, aún cubierto de hojas por rastrillar. Llevaba encima del sari una gabardina lila hasta las rodillas, y a los ojos de cualquier vecino debía de aparentar que había salido simplemente a tomar el fresco. Se abrió la trinchera y se roció con la lata de combustible. Luego se abrochó la gabardina y el cinturón y fue hasta el cubo de basura de detrás de la casa para deshacerse de la lata. Después regresó al centro del jardín con la caja de cerillas en el bolsillo de la gabardina. Durante casi una hora estuvo allí plantada, mirando nuestra casa, intentando reunir la valentía necesaria para encender una cerilla. No fui yo quien la salvó, ni mi padre, sino la vecina de al lado, la señora Holcomb, con la que mi madre nunca había tenido especial amistad. Salió a rastrillar las hojas de su jardín, la saludó y le comentó lo bonita que era la puesta de sol. «Veo que llevas un rato contemplándola», le dijo. Mi madre asintió y luego volvió a entrar en casa. Para cuando regresamos mi padre y yo a media tarde, estaba en la cocina preparando arroz, para la cena, como si fuera un día cualquiera.
Mi madre no le contó nada de eso a Deborah. Fue a mí a quien se lo confesó, después de que me hubiera roto el corazón un hombre con el que tenía esperanzas de casarme.


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