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jueves, 24 de abril de 2014

Juan Gosaín / Me quedo con el García Márquez periodista

Gabriel Garcia Márquez
según David Levine

Juan Gossaín

'Me quedo con el García Márquez periodista' 



El Tiempo, 19 de abril de 2014

Gabo, el periodista
García Márquez durante sus primeros años en 'El Espectador'.

La solemnidad del Nobel acabó con la lozanía del muchacho desconocido.


No pudo escoger otro día: tenía que morirse un jueves santo. Escribo agobiado por el peso de semejante noticia. Su fallecimiento demuestra que Gabriel García Márquez es inmortal, pero no era inmorible. La verdad es que se volvió inmortal mucho antes de morirse.
Puesto a escoger entre el novelista genial y el cuentista magistral, prefiero quedarme con el periodista que escribió el relato de aquel náufrago que estuvo doce días a la deriva, pero que además se atrevió a meterse en las selvas del Chocó y en las ciénagas embrujadas de La Mojana buscando historias para sus crónicas.
En estas mismas páginas, hace ya muchos años, más de los que mi corazón puede resistir sin un suspiro de nostalgia, escribí sobre ese tema. Siempre he tenido la impresión de que a García Márquez le pasó en el periodismo lo contrario que en sus novelas: sus mejores crónicas son las de los primeros tiempos, cargadas de juventud y espontaneidad, frescas como el rocío de la mañana, escritas en una época de audacia desprevenida, antes de que llegara la fama con su estropicio. No lo maniataban en ese entonces las precauciones que la gloria impone a sus víctimas.
Lo que el paso de los años le hizo ganar al novelista insuperable en destreza y madurez se lo quitó en naturalidad y candor al periodista. Las razones de ese cambio se le salieron a él de las manos: no es lo mismo el reportero adolescente, anónimo pero talentoso, lleno de sueños y arrestos, brioso y animoso, inclusive irreverente, suelto de madrina, como decía su abuela, que un hombre abrumado por el peso de su propio prestigio y por sus responsabilidades literarias y políticas, a las que él tanto respetaba.
Los primeros años
En sus años juveniles escribía lo que quisiera y como quisiera, sin necesidad de pesar cada palabra en una balanza de joyero porque tenía que llevar a cuestas la pesada cruz de su reputación. “Qué tiempos aquellos en que ser irresponsable no era un peligro”, exclama, con apropiada añoranza, un personaje de Hemingway, ese otro periodista grande.
De modo que, para mi gusto montaraz de lector cerrero, el mejor periodista que hay en García Márquez no es el que en su edad madura entrevistaba a reyes y departía con mandatarios. Es el que va de las glosas iniciales en El Universal de Cartagena, a finales de los años 40, hasta la epopeya del marinero Velasco en El Espectador, empezando la década del 50, y pasando por los textos insuperables que había escrito en El Heraldo de Barranquilla, escondido en el seudónimo de ‘Septimus’, que tomó en préstamo premonitorio de una ilustre colega suya, la señora Virginia Woolf, nada menos.
Pasaron diez años apenas entre una cosa y la otra antes de que el novelista le quitara el resuello al cronista, pero son suficientes, cuando se tienen talento y ambiciones, para echar los cimientos de una obra perdurable y sólida, aunque sea en el periodismo, que es por excelencia la flor de un día que se muere al atardecer. Ya el sabio filósofo musical del Caribe lo dijo mejor que nadie: no hay nada más viejo que el periódico de ayer.
El arca de Noé
En sus relatos de aquellos tiempos del génesis, cuando Macondo aún no había nacido, está completo el mundo abigarrado de un cronista genuino. Es un zoológico humano, pintoresco, disparejo y mágico. Es el arca de Noé: vendedores de paletas, actrices de cine, futbolistas brasileños, puticas de barriada, crímenes pasionales, cables curiosos con noticias internacionales.
A la manera de las ‘Gotas de tinta’ que Luis Tejada había escrito en la generación anterior, las de García Márquez fueron extrañamente breves, concisas y apretadas, más parecidas al aguafuerte de un fotógrafo de parque que a una crónica propiamente dicha. Los lectores avisados podían descubrirle el andamio a la obra gracias a la impericia del novato que la escribía: se le nota a leguas el afán tremendista, las ganas de causar efecto, la frase hecha, el alarde retórico, la pirotecnia verbal. Ni para qué decir que en ese entonces el joven aprendiz de mago estaba encandilado por las greguerías y piruetas del lenguaje, que hizo célebres don Ramón Gómez de la Serna.
El relato de un náufrago
Ese ciclo se cierra, vuelvo y digo, poco antes de su viaje definitivo a Europa en 1952, como enviado especial de El Espectador, con la que habría de convertirse en la nave capitana de su flota periodística: el relato del marinero que estuvo diez días a la deriva, sin beber ni comer más que agua salada y la suela de su propio zapato de caucho.
Lo digo sin ningún titubeo: es el relato más portentoso que se ha escrito en la prensa colombiana. Sin embargo, y a pesar del amor de periodista que le profeso a ese texto, nunca he podido quitarme de encima la impresión de sentir que quien habla a lo largo de sus páginas no es el marinero heroico, sino el cronista García Márquez, quien por esos días empezaba a decir que “el periodismo no es más que literatura hecha a la carrera”.
Discrepé siempre de esa afirmación porque, a partir de la zozobra arqueológica que me produjo ese hallazgo, aprendí por mi propia cuenta cuál es la diferencia imborrable entre periodismo y literatura: los protagonistas de las novelas se llaman personajes, pero los protagonistas de las noticias se llaman personas, gente de carne y hueso, con su propio acento y sus palabras, con uñas y pellejo. Me parece, por el contrario, que el náufrago habla como un personaje, como hablaría después el coronel Aureliano Buendía rumbo a alguna de sus incontables guerras.
Nace el novelista, muere el periodista
La gloria tiene un precio y la inmortalidad también. En el caso de García Márquez, el precio lo pagó el cronista y con la gloria se quedó el novelista. Treinta años después de aquella época en que fue reportero, feliz e indocumentado (y las tres cosas son un pleonasmo, o un trionasmo, para ser precisos), convertido ya en el más grande de los escritores vivos, heredero y mayorazgo de don Miguel de Cervantes, patrimonio de su gente y de su lengua, contertulio de príncipes y mendigos, leído en los arrozales chinos y admirado en los fiordos de Noruega, coleccionista de relojes baratos de pulsera, sus crónicas posteriores a la explosión nuclear del Premio Nobel no volvieron nunca a ser lo que fueron cuando dormía por cincuenta centavos la noche en los hoteles de meretrices de Barranquilla.
Perdió el desenfado del muchacho, mientras que el calor humano del desparpajo fue sustituido por una profundidad fría y cautelosa. La maestría desplazó a la sonrisa. Para comprobarlo basta con leer el carnaval que García Márquez desató en El Heraldo con una vaca que andaba suelta una tarde de viernes en el Paseo Bolívar de Barranquilla, toreada por taxistas y borrachos en mitad de la calle, y cotejarlo luego con sus crónicas posteriores al Nobel, como los apremios sexuales del presidente Clinton, un viaje en avión con Hugo Chávez o los éxitos de la cantante Shakira, en las que campea el talento de siempre, aunque falta el fuego de antes.
Epílogo
Los motivos de esa transformación son aplastantes pero obvios: la crisálida del periodismo se convirtió en la mariposa de la literatura, más vistosa pero menos divertida. La solemnidad del Nobel acabó con la lozanía del muchacho desconocido.
Lo bueno, a pesar de todo, es que su trabajo de periodista, el de los primeros años, cuando era tan pobre que escribía sus apostillas en el reverso de los boletines de prensa que la embajada norteamericana mandaba a las salas de redacción, también quedó atesorado ya en varias antologías, salvado para la posteridad que se merece y a buen recaudo de las polillas y el olvido.
Muchas de esas crónicas pueden darse la mano con Cien años de soledad, hablarle de tú a tú, mirarla decorosamente a la cara y codearse con ella en la biografía de su autor. Porque también en el periodismo, como en todas las bellas artes, hay que decir que un hombre es un hombre cuando su obra le sobrevive.




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