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viernes, 25 de abril de 2014

García Márquez / Entre la disciplina y la parranda

abriel García Márquez junto a Alma Guillermoprieto, Jaime Abello Banfi, Gustavo Bell, José Salgar, Javier Darío Restrepo y Sergio Ramírez en la sede de la FNPI en Cartagena, 2006. /ARCHIVO FNPI

Gabriel García Márquez


Entre la disciplina y la parranda


La autora recuerda su relación a través de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano




ALMA GUILLERMOPRIETO 20 ABR 2014 - 00:55 CET


Mucha gente que nunca lo conoció y a quien nunca le hizo daño hablaba pestes de él. Que si era presumido, déspota, demasiado arrimado al poder. En cambio, no notaban que a él le hipnotizaban igualmente el poder y los poderosos, el periodismo y los periodistas, o cualquier otro oficio que se ejerciera con esfuerzo y maestría; que se la pasaba inventando proyectos para usufructo de otros, y que en el círculo de sus verdaderas amistades él y Mercedes mantuvieron por igual a los viejos amigos de los tiempos duros y a los refulgentes protagonistas de encabezados.
Yo lo conocí trabajando—me llamó un día para que participara en la construcción de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano — y desde esa primera tarde me asombró no solo la generosidad de la llamada sino la energía que lo llevó a crear una y otra vez proyectos deslumbrantemente ambiciosos. No pongo aquí la palabra 'soñadores,’ porque nunca me pareció que soñara mucho. Si se entusiasmaba, hacía.
Ciertamente era vanidoso; su trabajo le había costado acumular los logros para justificarlo. Egoísta era, como todo artista que vive defendiendo la muralla que protege su creatividad del acosante mundo. ¿Que si arrimado al poder? Ahí sí, ni hablar: hipnotizado, más bien, por el poder, indiscutible e incomprensiblemente, y de frente. Todo formaba parte de su voraz curiosidad y su hambre de mundo, sus ganas de todo: de triunfar, de admirar, de saber, de fiestear. En esto último daba cátedra a pesar de la edad y los achaques: en las reuniones de la Fundación daban la una, las dos, las tres de la mañana, venga trago, rumba viene, rumba va, iban cayendo uno tras otro los concelebrantes, y él y Mercedes, incólumes.

Cuando lo conocí ya ejercía más la disciplina que la parranda, y poco a poco fui percibiendo no solo su enorme capacidad de trabajo sino el orgullo que le producía ser capaz de trabajar así. Nunca lo oí ufanarse de tal libro o tal frase bien lograda. Presumía, en cambio, del trabajo que le había costado lograrla. "A mí lo que me da miedo", dijo una y otra vez, "es que me vean la carpintería". Pero no era cierto: la carpintería—la estructura inexpugnable de cada una de sus novelas, los puentes y las transiciones invisibles entre sus episodios, los ritmos sincopados y veloces de cada frase, el empuje tan tremendamente dinámico en el uso de los verbos—era el trabajo que llevaba a cabo arduamente. El talento se lo había regalado algún dios—Hermes, quizás, tan travieso y comunicador—y por lo tanto no le pertenecía. Lo que Gabo aportaba era el esfuerzo y el trabajo, y eso sí era de su propiedad. No por nada Aureliano Buendía no es un artista sino un orfebre.
En sus mañanas García Márquez armaba y rearmaba la ingeniería de un párrafo, corrigiendo y reforzando cada punto de apoyo hasta dejarlo prácticamente antisísmico. Estudió siempre a los autores que admiraba, de la misma forma que examinan los atletas los videos de los demás Medallas de Oro, no para copiar sino para entender. Pero antes de cualquier lectura, y mucho antes que la primera frase que tecleo algún día, tuvo entre sus muy principales herramientas a su prodigiosa memoria, que lo surtía no solo de recuerdos, sino de palabras. Tenía miles en su haber—sueltas, guardadas en arcones o hiladas en secuencia como si fuera en collares—y las recordaba todas. En una de las primeras reuniones de la Fundación, Tomás Eloy Martínez, Carlos Monsiváis y él fueron recitando por relevos trechos del Nuevo canto de amor a Estalingrado de Neruda: "Yo escribí sobre el tiempo y sobre el agua". Calló primero Tomás Eloy, se quedó mudo al rato Monsivais, y Gabo siguió recitando, largamente.
En cuanto pudo, vivió bien—buen carro, buen trago, buena casa—y regaló cantidades extravagantes de dinero a propios y extraños. Pero su compás y su reloj interno se rigieron siempre por el sentido que les daba el trabajo. En la hermosa casa de San Ángel que arreglo con tanta calidez Mercedes, lo que a él le interesaba mostrarle a una visita nueva era su estudio. "Mira; aquí trabajo". Incluso ya muy entrado en el túnel de neblina que le fue quitando el recuerdo se presentaba en su estudio todos los días, formalmente vestido y listo para sentarse frente al ordenador.
Mucho antes de eso, hace años, fui a visitarlo a él y a Mercedes en su apartamento de Bogotá, y durante una hora me fue enseñando, uno a uno, su vasta colección de diccionarios. Los había geográficos, científicos, médicos, arquitectónicos, de homónimos, antónimos, latín, francés, viejos, nuevos, antiguos, gastados o reencuadernados, enormes o en fascículos. “¡Mira!” me dijo, abrazando con el gesto toda la enorme estantería. "¡Mira cuántas palabras tengo!" Al igual que el dinero, las recibió, disfrutó, y gastó extravagante y generosamente.
Alma Guillermoprieto es escritora.





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