Gabriel García Márquez Fotografía de Colita |
Gabriel García Márquez
El creador de Macondo,
en primera persona
El Tiempo, 1968
Por Daniel Samper
19 de abril de 2014
En 1968, EL TIEMPO publicó su primera entrevista con el futuro nobel.
Por Daniel Samper.
Empiece por decir una cosa: que ya no doy más reportajes, porque me tienen hasta aquí. Yo me vine para Barcelona porque creí que nadie me conocía, pero el problema ha sido el mismo. Al principio decía: radio y televisión no, pero prensa sí, porque los de prensa son mis colegas. Pero ya no más. Prensa tampoco. Porque los periodistas vienen, nos emborrachamos juntos hasta las 2 de la mañana y terminan poniendo lo que les digo fuera de reportaje. Además, yo no rectifico.
Desde hace dos años, todo lo que se publica como declaraciones mías es paja. La vaina es siempre la misma: lo que digo en dos horas lo reducen a media página, y resulto hablando pendejadas. Fuera de eso, el escritor no está para dar declaraciones, sino para contar cosas. El que quiera saber qué opino, que lea mis libros. En Cien años de soledad hay 350 páginas de opiniones. Ahí tienen material para todos los periodistas que quieran.
Y es que hay más: fuera de la persecución de los periodistas, tengo ahora una que nunca pensé tener: la de los editores. Aquí llegó uno a pedirle a mi mujer mis cartas personales, y una muchacha se apareció con la buena idea de que yo le respondiera 250 preguntas, para publicar un libro llamado ‘250 preguntas a Gabriel García Márquez’. Me la llevé al café de aquí abajo, le expliqué que si yo respondía 250 preguntas el libro era mío y que, sin embargo, el editor era el que se cargaba con la plata. Entonces me dijo que sí, que tenía razón, y como que se fue a pelear con el editor, porque a ella también la estaba explotando. Pero eso no es nada: ayer vino un editor a proponerme un prólogo del diario del Che en la Sierra Maestra, y me tocó decirle que con mucho gusto se lo hacía, pero que necesitaba ocho años para terminarlo porque quería entregarle una cosa bien hecha.
Si es que los tipos llegan a extremos... Por ahí tengo la carta de un escritor español que me ofrecía una quinta en Palma de Mallorca y mantenerme el tiempo que yo quisiera a cambio de que le diera mi próxima novela. Me tocó mandarle decir que posiblemente se había equivocado de barrio, porque yo no era una prostituta. Ese caso me hace recordar el de una vieja de Nueva York que me mandó una carta elogiando mis libros en la cual, al final, me ofrecía enviarme, si yo quería, una foto suya de cuerpo entero. Mercedes la rompió furiosa. Voy a decirle una vaina, en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo.
Sí: son una verdadera plaga. Porque, además, ellos dicen que los escritores vivimos de ellos, pero son ellos los que viven de nosotros.Los escritores vivimos de nuestros lectores, y los editores son parásitos que se alimentan de nosotros y de nuestros lectores. Por eso yo les recomiendo a los muchachos que roben en las librerías. Pero a mí lo que me jode es que muchos jóvenes escriben para publicar y no para escribir. Por eso le tengo desconfianza al futuro de la literatura colombiana: porque los muchachos escriben para publicar. Ahora: que no digan que hay valores ocultos pero que no han salido a la luz porque no hay quien los publique. Nada. Los editores están buscando autores con escoba debajo de las camas. Porque ese es su negocio, naturalmente, y por eso es que viven persiguiendo a los escritores. Pero espere y verá que con Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y los otros estamos preparando una vaina contra los editores. Y que no se calienten, porque yo jamás le he llevado un libro a un editor.
Fíjese y verá. En 1950, cuando yo estaba en Barranquilla (para ser franco, fue en Cartagena, pero a los cartageneros no los cito porque son cachacos) escribí La hojarasca en el reverso de unos boletines de aduana aburridísimos. Una agente de Editorial Losada en Bogotá se enteró meses después de que había un costeño que tenía una novelita, me la pidió, y la mandó a la Argentina junto con El cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón. La editorial rechazó la mía, con una carta del crítico Guillermo de Torre en que decía no solamente que el libro era impublicable, sino que el muchacho que lo había escrito no tenía porvenir. Cinco años después, cuando trabajaba en el periódico, llegó a mi oficina Samuel Lisman Baum, quien había editado un par de libros, y me preguntó si le podía dar los originales de una novela que, según le habían contado, yo tenía por ahí. Abrí la gaveta del escritorio y le di el joto como estaba. A las pocas semanas me llamaron de la Editorial Zipa y me dijeron que estaba listo el libro, pero que el editor se había perdido y yo tenía que pagarlos. De manera que me tocó ir con varios libreros a la Editorial Zipa y convencerlos de que compraran cinco o diez ejemplares cada uno.
Con El coronel no tiene quien le escriba ocurrió algo similar. Terminé el libro en 1957, en París, y le mandé los originales a Germán Vargas para que los leyera y me contara cómo le habían parecido. Pero Germán se los dio a Jorge Gaitán Durán sin que yo supiera, y este los publicó en la revista Mito. Dos años después, estando yo tirado al lado de la piscina del Hotel del Prado, en Barranquilla, le dije a un botones que me solicitara una llamada a Bogotá porque tenía que pedirle plata a mi señora. Alberto Aguirre, un editor antioqueño que estaba allí, me dijo que no le pusiera sebo a mi señora, y que más bien él me daba 500 pesos por el cuento ese que había aparecido en Mito. Ahí mismo le vendí los derechos por 500 pesos, y hasta la fecha. En esos mismos años había escrito los cuentos que componen Los funerales de la Mamá Grande y la novela La mala hora. Esta última rodaba por ahí, en un rollo, me acuerdo mucho, amarrado con una corbata azul a rayas amarillas. En el 59 me casé y Mercedes resolvió ordenar mis cosas. Se encontró entonces con el rollo y me preguntó si lo podía botar. Yo le dije que sí, pero al final ella lo volvió a guardar y el rollo fue a parar con todos nuestros chismes cuando nos fuimos a vivir a Nueva York.
Por ese entonces, Álvaro Mutis estaba preso en la cárcel de México D. F. y me había escrito pidiéndome algo para leer. Cogí los papeles de Los funerales de la Mamá Grande y se los mandé. Él se los prestó a la crítica y escritora Elena Poniatowska, a quien se le perdieron. No volví a saber de la cosa sino dos años después, cuando Mutis me llamó y me contó que los había encontrado, que los había llevado a la Universidad de Veracruz para que los publicaran y que me estaba mandando un cheque por cien pesos mexicanos –menos de 100 dólares– correspondientes a los derechos de autor.
En 1962, se apareció Guillermo Angulo en la casa de México donde yo vivía y textualmente me dijo: “La Esso organizó un concurso de novela, pero como que está varado porque no se ha presentado nada que sirva. Manda alguna vaina, porque es pilado ganárselo”. Mercedes se acordó de que por ahí andaba el rollo amarrado con una corbata y así se ganó La mala hora el Premio Esso. A mí todavía me da pena que esa vaina amarrada con una corbata se hubiera ganado 3.000 dólares y pensé que era pecado comerse esa plata, porque me parecía robada, y más bien la metí en la compra de un carro.
Estaba en México cuando recibí una carta de Editorial Suramericana en la cual me decían que querían reimprimir mis libros. Les contesté que no estaba interesado en reimprimirlos, pero que les podía entregar una novela que tenía casi terminada. Les mandé Cien años de soledad y se encontraron con semejante mina que les ha vendido más de cien mil ejemplares en menos de dos años. Y ahora resulta que dizque somos nosotros los que vivimos de ellos. Y friegan permanentemente. No hay día en que no llamen dos o tres editores y otros tantos periodistas. Si esta es la gloria, lo demás debe de ser una mierda. Yo ya no quiero saber más de Cien años de soledad. Quiero concentrarme en El otoño del patriarca… Lo único que me interesa son mis amigos: de 9 a 3, trabajo, y el resto para emborracharme con ellos. Ya estoy hasta el pescuezo. Estoy convencido de que en América Latina al ver una foto mía dicen: “Otra vez el sapo de García Márquez”.
DANIEL SAMPER
Especial para EL TIEMPO
Especial para EL TIEMPO
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