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lunes, 21 de abril de 2014

Diego Aristizábal / Mi García Márquez en silencio

Gabriel García Márquez

Mi García Márquez en silencio


Por Diego Aristizábal
Desde el cuarto
El Espectador
20 de abril de 2014

¿Qué dice uno sobre un hombre de quien los medios, sus familiares y amigos han dicho todo e, incluso, se han encargado de encontrar y contar lo que ni siquiera el mismo García Márquez sabía de él?
La verdad es que yo hubiera preferido presenciar ese otro jueves cuando sonó el teléfono de su casa y le dijeron que se había ganado el Premio Nobel de Literatura. Me hubiera encantado unirme a esa fiesta de vida, a la algarabía que vivió Colombia en aquel entonces. Porque esa sí que fue la noticia que ni siquiera él mismo imaginó.
Pero para bien o para mal a mi me tocó el García Márquez de los libros que nos ponían a leer en el colegio y luego el que yo mismo descubrí cuando se recopilaron sus textos periodísticos. Me tocó el García Márquez que aparecía de vez en cuando, daba una declaración y luego desaparecía. Me tocó el escritor que dejó de escribir.
Tal vez por eso cuando en 2007 supe que le rendirían un homenaje por sus 80 años de vida y por los 40 años de publicarse “Cien años de soledad”, decidí ir a Cartagena. Dentro de mis planes no estaba presupuestado tener contacto con él, sabía que eso era casi imposible si consideraba la cantidad de amigos del alma que lo rodearían y con quienes, sin duda, él estaría gustoso de conversar y abrazar; sin contar con el sinnúmero de periodistas de todo el mundo que tratarían de acceder a él para que respondiera así fuera una pregunta.
Recuerdo que mientras trataba de ingresar al Centro de Convenciones, una ola de escoltas y policías pasaron de largo con el maestro y yo, a duras penas, pude ver a un hombre bajito con un sombrero que sonreía mientras se lo llevaba la corriente. En realidad esa escena había sido más que suficiente; pero como en el mundo de García Márquez cualquier cosa puede pasar, el último día, mientras caminaba por la ciudad amurallada, un extraño presentimiento me advirtió que si ingresaba al bar del Hotel Santa Clara encontraría a Gabo. Desde luego me pareció ambiciosa la escena pero nada perdía con comprobarlo. Así que entré con esa extraña incertidumbre de hacerle caso a lo imposible mientras pensaba lo que podría decirle en caso de que efectivamente fuera cierta mi intuición.
Puede que suene increíble, así como se creen fantásticas las historias de García Márquez, (que en realidad son tan reales como todo lo que pasa en la Costa), pero cuando ingresé al bar con el corazón aturdido vi al fondo al maestro sentado en un sofá conversando plácidamente con Carlos Fuentes. No quise interrumpirlos, me pareció un momento memorable donde cualquier pregunta lo estropearía todo. Pedí un café y mientras observaba ese fantasma de carne y hueso, estúpidamente pensé en qué pasaría cuando se muriera el maestro, en lo solos que quedaríamos los colombianos.
Ahora, que lastimosamente me tocó la muerte del más grande de los escritores colombianos, paradójicamente, no siento que los colombianos hayamos quedado solos, ni huérfanos, ni tristes, nada de eso, Gabo ha sido una realidad asombrosa, un genio que, así uno quisiera que le repitieran la vida, nos dio cosas maravillosas para que lo queramos, incluso, quienes no fuimos sus amigos.





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