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miércoles, 5 de febrero de 2014

Carlos Boyero / El último concierto

Un tono, unos actores, algo

Protagonizada por actores eminentes como Philip Seymour Hoffman y Christopher Walken, este filme supone un agradecible respiro



De izquierda a derecha, Mark Ivanir, Philip Seymour Hoffman, Christopher Walken y Catherine Keener, en 'El último concierto'.



Foto El último concierto 3

Después de una temporada sofocante viendo películas tan aparatosas como vanas, que a pesar de la refrigeración de la sala consiguen aumentarme la pegajosa temperatura corporal y machacarme los oídos, pobladas por muertos vivientes empeñados en tomar las indestructibles murallas de Jericó (¿es inocuo imaginar que los simbolistas, metafóricos y concienciados guionistas estaban pensando en la gloriosa Israel asediada por las deshumanizadas turbas palestinas), heroicos guerreros terrícolas manejando gigantescos robots y enfrentándose a los monstruos que salieron del mar, a los parias de la tierra del siglo XXII hacinados en el vertedero terrenal y soñando con acceder aunque sea un minuto al incontaminado y maravilloso planeta en el que viven los ricos (más o menos como ahora, como siempre), ver una película pausada e intimista como El último concierto, en la que suenan múltiples interpretaciones del Opus 131 de Beethoven, en la que la cámara casi no se mueve, con planos que duran más de 30 segundos, ambientada en el invierno de Nueva York, sintiendo el frío y la hermosura de Central Park nevado, protagonizada por intérpretes eminentes que desprenden clase, supone un agradecible respiro, una moderada tabla de náufrago.
 En la hoja promocional que recojo en el pase de prensa se han olvidado de ofrecer ni un solo dato sobre la personalidad del hombre que la ha dirigido. Solo informan de que se llama Yaron Zilberman. No recuerdo haber visto nada que lleve su firma. Su trabajo en El último concierto me parece sensible y sutil, una historia triste contada con sobriedad y sin empalago.

Christopher Walken y Catherine Keener


EL ÚLTIMO CONCIERTO
Dirección: Yaron Zilberman.
Intérpretes: Philip Seymour Hoffman, Christopher Walken, Catherine Keener, Mark Ivanir.
Género: drama. EE UU, 2012.
Duración: 105 minutos.
Es la de un cuarteto de cuerda que llevan 25 años tocando juntos. Ofrecen imagen de armonía, parecen complementarse, cada uno asume responsablemente su papel en la exquisita creación común. La demoledora noticia de que la enfermedad de Parkinson ha comenzado a cebarse en la persona que dirige este cuarteto sacará a la luz miserias y frustraciones ocultas en un grupo que parecía inquebrantable, gente con la sagrada misión de transmitir la belleza y el sentimiento de la música. Yaron Zilberman nos muestra que los magistrales intérpretes de una música divina, los pobladores de un ambiente tan civilizado como culto, también son transparentemente humanos. Que existen los secretos, las envidias, las pasiones subterráneas, la incomunicación, la amenaza de que algo construido a lo largo del tiempo con tanta profesionalidad, esfuerzo, solidaridad y talento se quiebre definitivamente.

Foto Philip Seymour Hoffman en El último concierto
Philip Seymour Hoffman

Yaron Zilberman ha elegido para dar vida a la crisis de estos virtuosos de la música de cámara a un grupo muy atractivo de actores y actrices. Ese señor bajito y gordo, dotado de una voz inconfundible y prodigiosa, llamado Philip Seymour Hoffman, lleva demostrando desde hace más de veinte años un inmenso poder de credibilidad en todo tipo de personajes. También posee un instinto privilegiado para trabajar en películas que tienen algo que contar. Y cuando estas no funcionan, su presencia siempre consigue salvarse del naufragio. Ver y escuchar a este actor, en papeles protagonistas o en segunda fila, siempre me provoca admiración y placer. Su físico tal vez le niegue el estrellato. No le hace falta. No conozco ningún actor mejor que él. Christopher Walken siempre ha poseído un aura inquietante, desprende turbiedad, tiene estilo. Aquí le ofrecen un personaje digno y conmovedor. Y lo borda. Catherine Keener es una actriz sutil y una mujer elegante. Paso un rato agradable en compañía de interpretes tan dotados.
El último concierto no es redonda, tiene bajones, me sobra el personaje de la hija traumada de ese matrimonio de músicos, pero posee un tono que se agradece especialmente en épocas de sequía, de ese apocalíptico cine de verano protagonizado cansinamente por los efectos especiales.


El último concierto

8ANDREA G. BERMEJO 23.08.2013
Un prestigioso cuarteto de cuerda prepara un concierto para celebrar su 25 aniversario justo cuando a uno de sus integrantes le diagnostican la enfermedad de Parkinson.
El último concierto
“¿Recuerdas cuando empezamos y cada ensayo era un descubrimiento? Lo extraño”, le dice Philip Seymour Hoffman a Catherine Keener, su mujer y compañera de cuarteto en El último concierto. La revelación, honesta y terrible, como un exabrupto en un taxi que recorre las calles gélidas de un Nueva York nevado, en un quítame allá esas pajas que sólo se permitiría una pareja con la confianza de un cuarto de siglo mirándose las caras, sostiene toda la carga metafórica –¿están hablando de música o de su matrimonio?– que recorre la segunda película de Yaron Zilberman.
El último concierto arranca con la triste noticia para el cuarteto La Fuga de que uno de sus miembros, el chelista (Christopher Walken), tiene la enfermedad de Parkinson y deberá abandonar el conjunto. Hasta aquí, el grupo lleva 25 años tocando en perfecta armonía y aceptando cada cual su rol dentro de la singular familia: el primer violín –implacable Mark Ivanir, el más desconocido de un elenco impagable– va siempre el primero; el segundo –qué decir de Seymour Hoffman– ha de conformarse con ir después; luego va la violista, a expensas de los otros tres. Pero el anuncio de la marcha del chelista, como un padre para el resto, llama a las primeras notas disonantes. ¿Serán capaces de tocar los siete movimientos del Opus 131 en Do sostenido menor –que Beethoven obligaba a tocar attaca, es decir, sin parar– sin desafinar?
Tan sesuda como un literato ruso, una de esas películas a las que deberías ir con bloc de notas, a Zilberman podríamos echarle en cara la ausencia de un estilo –los cuartetos, cuando tienen los mejores intérpretes, se dirigen solos– o la insistencia en el drama –¡que es sólo un cuarteto de cuerda, caray!–. Pero, lo cierto es que, intrincada en los diálogos, la metáfora que construye es tan bella y atinada que te costará sacártela de la cabeza. Porque siete movimientos –o 25 años, o una vida– son muchos, y es inevitable que después de tanto tiempo, los instrumentos no desafinen. Y no importa lo que los afinemos, nunca volverán a sonar tan bien como en los primeros ensayos.



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