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miércoles, 6 de marzo de 2013

Alberto Salcedo Ramos / El testamento del viejo Mile


Alberto Salcedo Ramos
EL TESTAMENTO DEL VIEJO MILE
El Malpensante No. 36
Febrero - marzo de 2002

Sencillo: si Emiliano Zuleta no fuera envidioso y arrogante, jamás habría llegado a ser un gran juglar. "Compositores mejores que yo", dice, "hay muchos. ¡Pero el que compuso 'La gota fría' fui yo!". Mujeres, parrandas, picardías y nostalgias redondean este testamento del viejo, al filo de sus 90 años recién cumplidos.


El testamento del viejo Mile


A los 86 años Emiliano Zuleta Baquero conoció el aburrimiento. Ocurrió en septiembre de 1998, cuando sus problemas cardíacos lo forzaron a marcharse del pueblo de Urumita para la ciudad de Valledupar. La mudanza fue ordenada por sus cardiólogos, con el argumento de que en Valledupar era más fácil controlarle la salud. Antes de venirse para acá, dice Zuleta, había sentido el dolor y la tristeza, jamás el tedio.

Edición N° 36—Uno se aguanta el dolor y tarde o temprano lo supera —advierte—, pero esto de ahora es lo peor. Yo creo que es mejor morirse que estar aburrido.

Desde su taburete de cuero, el compositor Alberto Murgas, que me acompaña, guiña un ojo. Cuando veníamos por el camino, me había contado que el hastío de Zuleta en Valledupar se debe a que se siente reprimido por sus hijos mayores, que viven aquí y no le permiten ni oler un trago de whisky. En cambio en Urumita, lejos de esa supervisión exasperante, bebía todos los fines de semana.

Desde cuando a Zuleta le instalaron el marcapasos, sus amigos sólo lo visitan de lunes a viernes. Los fines de semana se le pierden, porque saben que él los invitará a tomar unas copas y no quieren pasar por la pena de decirle que no a un hombre que merece respeto. Complacerlo implica el peligro de matarlo, y nadie está dispuesto a echarse encima la cruz de ese muerto.


De repente, Ana Olivella, la compañera de Zuleta, llega al patio con una bandeja que contiene tres pocillos de café tinto y un tarro de azúcar. Le sirve primero a los visitantes y después se dirige a su marido:

—El suyo no lo endulcé, viejo Mile.

Ana Olivella es una mujer tímida que responde con frases estrictas a lo que se le pregunta. Si no se le pregunta nada, puede permanecer callada durante horas. A veces, cuando sus ojos se tropiezan con los del visitante, esboza una sonrisa que evidentemente le cuesta trabajo, y en seguida desaparece de la escena de la misma manera en que ha aparecido: caminando con sigilo, casi en puntillas, como queriendo volverse leve para que sus pisadas no llamen la atención.

Cuando la mujer se marcha, Zuleta dice que si por lo menos tuviéramos una botella de whisky la conversación sería agradable. Hago como si no hubiera entendido la insinuación.

En este instante, no tiene aspecto de víctima. La simple evocación del licor pareciera emborracharlo de alegría.

—A mí el ron me gusta tanto —dice, con los ojos encendidos—, que nunca lo combino con comida, para no dañarlo. Vea: uno come y en seguida se le quitan las ganas de beber. Queda uno pasmado. Mejor aguanto hambre y así estoy en pie hasta que se termina la parranda.

En una región en la que los hombres se comparan con gallos de riña o con ceibas que resisten tempestades, mantenerse despierto aunque se beban galones de whisky es una exhibición de virilidad. De allí que Zuleta se jacte de que todavía puede amanecer tomando trago.

—Todo el mundo se ha empeñado en que esté quieto —señala, esta vez con la misma expresión aburrida del principio— y por eso me he vuelto dormilón. Lo que me vence es el sueño. El trago no me hace ni cosquillas.

Luego agrega, con seriedad teatral, que el primer trago de ron que se tomó no fue por gusto sino por necesidad. Tendría tal vez diez años cuando una vecina lo vio comiendo barro. Enterada del incidente, Sara Baquero, la madre de Emiliano, dijo que ahora entendía por qué a su hijo se le soplaba la barriga con tanta frecuencia. La vecina le indicó a la vieja Sara que para quitarle la mala costumbre al muchacho debía darle ron con quina.

—Lo más maluco que yo he probado en mi vida —señala el maestro— fue ese primer trago. Me dieron ganas de trasbocar. Claro que a la semana de estar en el tratamiento le agarré el gusto al remedio, y hasta me parecía más sabroso cuando me lo tomaba sin quina. Dios debe tener en su santa gloria a esa vecina que le dio el sabio consejo a mamá. ¡El ron me salvó del barro!

Convencido tal vez de que la risotada que ha generado su chanza es señal de buen clima, Zuleta me manda por fin el sablazo que venía preparando:

—Si está pensando en comprar algo, que sea whisky, oyó. El cuerpo de uno se vuelve pretencioso en la vejez. Antes yo me tomaba el primer ron barato que me ofrecieran, pero el médico me ha dicho que ya no puedo hacer eso. Sólo puedo tomar whisky, y no muy puro que digamos, sino con mucho hielo y bastante agua.

Beto Murgas, que había estado callado, me salva la vida:

—Déjese de eso, viejo Mile. Yo lo complací hace poco, exponiéndome a un problema con sus hijos. Acuérdese del incidente de Barranquilla.

El incidente al que se refiere Murgas estuvo a punto de acabar con la vida de Zuleta. Emocionado por los aplausos que el público le prodigaba en una presentación pública, bebió whisky a pico de botella y cantó en un tono mucho más alto de lo que su voz le permite. Cuando las piernas empezaron a aflojársele, él pareció ser la única persona, entre las miles que ocupaban el Paseo de Bolívar, que no se dio cuenta de que se estaba cayendo. Mientras caía al piso lentamente, seguía entonando “La gota fría”, como si apenas estuviera durmiéndose con el arrullo de su propio canto. Despertó dos días después, en la camilla de un hospital.

—Desde hace más de 30 años —dice Zuleta—, vengo oyendo que el ron me hace daño, que me va a matar, que como siga así no voy a festejar la próxima navidad, y vamos a ver que ya estoy llegando a los 90 años. Yo he hecho quedar mal a los médicos. Un hombre que ha sido trabajador como yo no está para que lo manden sino para mandar. A mí el cuerpo siempre me ha pedido que le dé ron, música y mujer. Y a un cuerpo que ha sido tan servicial y voluntarioso, yo no podría negarle lo que me pide.
***
Desde pequeño, Emiliano Zuleta Baquero escuchó que ir a la escuela es una pérdida de tiempo. Con saber oler el viento y leer las nubes —decía su tío Francisco Salas—, con saber cultivar la tierra y conseguir la malanga para el almuerzo, con eso es más que suficiente.

Ese conocimiento primario, que en cualquier urbe de nuestros días parecería anacrónico, fue vital en La Jagua del Pilar durante gran parte del siglo pasado. En esta pequeña aldea de La Guajira nació Zuleta el 11 de enero de 1912.

La primera carretera que hubo en La Jagua del Pilar fue construida a finales de los años cincuenta. En aquel tiempo nadie había visto por allí un periódico ni escuchado un programa de radio. No había escuelas ni hospitales. Las noticias de la vida y de la muerte andaban a lomo de burro.

Interpretar los caprichos del clima en medio de semejante aislamiento no era poca cosa. De eso dependían el prestigio y la estabilidad económica de los hombres de bien. Todavía hoy el viejo Mile se ufana de su habilidad para anticipar con precisión si lo que anuncian las nubes es una lluvia o una sequía.

El campo en el que Zuleta creció como un muchacho silvestre de pie en el suelo era una despensa universal que lo abastecía de todo lo que necesitaba. En el principio, fueron remedios: las raíces de las plantas servían, según el caso, contra la insolación o como analgésico. Con la corteza del paico, un árbol ordinario que abunda en la región, se creaba el jarabe conocido como “Carlos Santos”, que lo mismo se recetaba para matar los parásitos que para aliviar un dolor de muelas. Las matas tenían nombres de acuerdo con las enfermedades para las cuales se utilizaban: había “Calentura de vieja” y “Languidez de muchacho”, “Sofoco de señorita” y “Comezón de abandonado”. En el campo estaban, en fin, los medicamentos para todos los malestares del mundo, y el que se moría era porque le tocaba, de la misma manera en que se muere la gente en los hospitales.

—Los hombres vivían felices y se morían viejos —dice el maestro.

La choza donde nació y se crió Zuleta fue construida con paja y bahareque a mediados del siglo xix. El piso era de tierra y la segunda planta, donde dormían todos, era un zarzo de varas de bambú protegido con esteras de junco.

Las cuatro familias que se levantaron con Emiliano Zuleta se las arreglaban con sus escasos pertrechos domésticos: una olla de barro para hacer la comida, una cazuela, también de barro, para echar la sopa y un juego de cucharas de totumo. Las hojas del platanal servían como platos y como manteles. Las sillas eran los troncos de las bongas añosas que se derrumbaban. Cuando había que partir algo, los trece inquilinos del rancho usaban por turnos el único cuchillo que tenían. A ese cuchillo, por cierto, no se le gastó la hoja sino la cacha, a fuerza de andar de mano en mano.

—Fue una infancia feliz y se lo digo con toda la boca —afirma Zuleta, nostálgico—. No teníamos nada pero al mismo tiempo lo teníamos todo. Teníamos el agua, la leña y la verdura. Sembrábamos caña de azúcar para hacer panela y endulzar con ella todo lo que hubiera que endulzar. La carne era gratis, porque cazábamos palomas, perdices, saínos y conejos. Lo único que había que comprar era el sebo de la res y la sal. El resto estaba en la casa, oyó, hasta el fuego.

Zuleta me pregunta con aire de burla si tengo idea de cómo producían ellos el fuego. Se ve convencido de que ignoro la respuesta y me lo hace sentir con una cierta zorrería en los ojos. A lo mejor piensa también que soy una criatura disminuida, un pobre cristiano que estaría liquidado si la civilización no actuara por él. Cuando confirma que, en efecto, no sé de qué diablos me está hablando, Zuleta responde su propia pregunta. La candela, explica, era creada mediante una invención artesanal de los antepasados, conocida como “dislabón”. El procedimiento era simple: una mecha de algodón, suspendida en el centro, se encendía cuando la piedra y el hierro que la circundaban entraban en contacto. Entonces aparecía, como acabado de fundar, el fuego. Cada hombre tenía que ser capaz de iluminarse en la oscuridad con la lumbre creada por sus propias manos, para demostrar que era útil.

Zuleta conoció muy pronto el derecho y el revés de ese alfabeto único del monte que le obsequiaron sus mayores. Sin embargo, su sabiduría llegaba hasta donde alcanzaba su vista. Más allá de ese límite, la vida se le trastornaba: el fácil paisaje empezaba a ser un error de Dios, el mundo se poblaba de elementos nuevos que se rebelaban contra su dominio de muchacho autosuficiente.

A los doce años, cuando debió salir de La Jagua del Pilar, Mile conoció la ignorancia. En ese momento fue entregado como peón en la finca La Sierra Montaña, cercana a Valledupar. El arreglo se hizo directamente entre Sara Baquero, madre de Zuleta, y Conchita Ustáriz, la dueña de la hacienda. El contrato verbal obligaba a la señora Ustáriz a pagar 30 centavos mensuales, a razón de un centavo diario, a la mamá del niño. La modalidad, conocida con el nombre de concertación, fue muy común en la antigua región del Magdalena Grande durante la primera mitad del siglo XX. A cada menor de edad que era cedido por sus propios padres en los latifundios se le llamaba “concertado”, una denominación benévola —y hasta lírica— para esta suerte de esclavismo trasnochado.

La noche de su llegada a La Sierra Montaña Zuleta no pudo dormir porque su cuerpo, acostumbrado a descansar sobre trojas, no halló acomodo en el colchón de lana que le asignaron.
Al día siguiente se levantó temprano y se encontró con un chico de su edad que, al parecer, había pasado también la noche en vela. Algo en el semblante de aquel niño dejaba entrever un garbo que principiaba a desteñirse, en medio de esa tierra prestada, desconocida, de esa vida que no le pertenecía. Zuleta reconoció su propia desdicha en los ojos tristes del hombrecito de apariencia correcta que tenía al frente. Quiso abrazarlo, caramba, o por lo menos darle las gracias por notificarle, con su sola presencia, que el destino no podía ser tan injusto. Ahí estaban, pues, esos dos mocosos desamparados, escrutándose, oliéndose, descubriendo juntos el nacimiento de una complicidad que sería afortunada para ambos.
En vez de abrazarlo como quería, Zuleta se limitó a decirle buenos días con una voz quebrada por la emoción. El otro ni siquiera se dignó contestarle. Y Zuleta tuvo ganas de correr, para fugarse de una vez por todas de aquella geografía desconsiderada que lo hacía sentir insignificante.

Conchita Ustáriz le salió al paso, y Zuleta le preguntó que quién era ese niño maleducado que estaba en el corredor del rancho de los corraleros. La señora, extrañada, le respondió que el único concertado que ella tenía en ese momento en su finca era él. Como Zuleta insistió en que acababa de ver a un muchachito que no le había devuelto el saludo, la mujer empezó a impacientarse. Para quitarle la pataleta, decidió ir con él hasta el lugar mencionado. Cuando llegaron, vieron que, en efecto, ahí estaba el niño. Esta vez, sin embargo, había algo inquietante: al chico lo acompañaba la mismísima Conchita Ustáriz. ¿Cómo podía ser que Conchita Ustáriz tuviera el don de repetirse, para estar parada al lado de aquel monstruo malcriado y al mismo tiempo al lado de Zuleta? Sintiendo que terminaría desquiciándose, Mile extendió un dedo acusador sobre el muchacho, justo en el instante en que el muchacho alargaba la mano para señalarlo a él.

—Ay, mijo —dijo la patrona, muerta de la risa—, eso es un espejo.

Zuleta anda siempre con el chascarrillo en la punta de la lengua y es de los que festejan sus propios apuntes. Pero esta vez no ha sonreído, tal vez porque siente que la historia del espejo es más sobrecogedora que jocosa.

—Yo me conocí a los doce años —agrega, con una expresión mansurrona en los ojos.

Hoy, cuando se mira en el espejo, Zuleta encuentra algunas diferencias con el niño aquel que se negó a contestar su propio saludo: la estatura es casi la misma, un metro con 66 centímetros, pero la piel, a salvo de los soles indómitos que la percudieron en la infancia, es ahora más blanca. La energía que parecía predisponerlo a llevarse el mundo por delante ha derivado en unos ademanes lentos. Viéndose de cuerpo entero, no se explica a qué horas le siguieron creciendo las orejas. Los ojos de ardilla, en cambio, se han ido achicando cada vez más, hundidos en unos gruesos lentes que no han podido embozalar la astucia de su mirada.

A ratos, frente al espejo, Zuleta es un Narciso que quiere precipitarse hasta el fondo de sus propios ojos, allí donde, según cuenta, se ahogaron más de tres hembras ariscas. Entonces, con esa vanidad tan suya que no tiene fisuras por ninguna parte, se dice en voz alta, para escucharse a sí mismo y para que lo escuche su propia imagen, que él, Emiliano Zuleta Baquero, es un viejo sinvergüenzón, carajo. Contemplando ese rostro que se le antoja jovial a pesar de los años, el viejo Mile tiene a menudo la impresión de que las canas que le blanquearon la cabeza son, literalmente, una tomadura de pelo, un maquillaje de juguete del ocioso tiempo, empeñado en embromarle la paciencia. De ahí que sean contadas las veces en que se quita la gorra de marinero. La gorra con la que, en este momento, se abanica el pecho.

A continuación, Zuleta señala que apenas estuvo en capacidad de decidir sobre su propia vida abandonó La Sierra Montaña y volvió a La Jagua del Pilar. Su madre le decía que se sentía orgullosa de él, puesto que había demostrado ser un hombre de servicio, capaz de defenderse solo y ayudarla a ella a costear la crianza de sus otros hijos.

Por esos días, Mile empezó a componer coplas. Las hacía de diez versos, influenciado, como tantos viejos trovadores del Magdalena Grande, por el Romancero de Castilla que algún antepasado difundió por aquellos andurriales. Zuleta y todos los de su estirpe se animaban con sus propios cantos en las ásperas labores del campo.

En los primeros tiempos, cada canto era una crónica que narraba un suceso significativo de la región: las travesías mundanas de un sacerdote al que todos creían casto, el chismorreo que les sirve a ciertos pueblos como ejercicio colectivo contra el tedio o la fuga de una muchacha rica y bonita con un muchacho pobre y feo. Esos motivos elementales, al ser contados con gracia y precisión, adquirían una gran fuerza expresiva. Era una música hecha para el consumo vital de sus propios cultores: cada verso se festejaba ruidosamente en el lugar mismo en el que nacía y en el momento mismo de su creación, y nadie esperaba que la práctica de aquella vocación primaria le condujera a la fama o le engordara los bolsillos. Cantaban por puro gusto. Para poner un poco de color en la gris labranza de todos los días, y como pretexto para departir con los amigos.

La vieja Sara levantaba el pecho para decirle a todo el que quisiera oírla que la inteligencia de Mile para la improvisación era una herencia de ella. Cuando el muchacho aprendió a tocar el acordeón, ya no fue más el hijo de mostrar sino un pedazo de animal bruto, una nueva víctima de ese instrumento diabólico que empujaba a los hombres a tomar ron y a preñar a cuanta mujer se les atravesara. La señora se preguntaba cuál sería la falta que había cometido para que la castigaran con un hijo de perdición que con seguridad sería mal visto por la gente decente.

El pecado era haberlo criado en la misma casa donde vivía el tío Francisco Salas, quien tenía seis acordeones colgados en las paredes de su alcoba.

Todos los días Mile veía con impotencia cómo su tío se sudaba y se despeinaba tocando los acordeones, y en vez de aprender, empeoraba. El pobre hombre era tan tosco que ni siquiera se daba cuenta de su incapacidad y, por el contrario, parecía convencido de que sabía mucho. Cada ejercicio era peor que el anterior, un desastre que sólo sería superado por el autor, en la jornada siguiente. Jamás se acercaron las manos del tío a algo que pudiera asemejarse a una melodía. Oyéndolas desde lejos, sus notas se confundían con los aullidos de un cerdo envalentonado. Eso sí, viéndolo entregado a sus prácticas con los ojos cerrados por el entusiasmo, viendo su constancia tremenda, resultaba infame decirle que su torpeza no tenía remedio.

Francisco Salas no permitía que nadie más pusiera un dedo encima de sus acordeones. Pero Emiliano les tenía puesto el ojo desde el primer momento en que los vio y sintió una comezón en la sangre. Cuando Salas se descuidaba, Mile desacataba sus advertencias, como si el acordeón le echara brujería. Apenas el tío escuchaba las notas, venía hecho una furia y regañaba al insolente, pero la tarea de aprendizaje ya estaba adelantada, y además iba a continuar, a las buenas o a las malas.

Zuleta compara su situación de aquellos días con la de un enamorado que se entiende a escondidas con una muchacha. Según dice, eso no hay papá celoso que lo ataje. Y siempre se llega hasta donde el tipo y la mujer quieren que se llegue. Cuando necesitan manosearse, se manosean, así los padres los encierren en una jaula de hierro, así se ofendan los trastos de la iglesia.

Al mes, el progreso de Mile con el acordeón era notable. Un día decidió que no estaba dispuesto a aceptar que el viejo Francisco siguiera interrumpiéndole los coitos, con sus apariciones inoportunas. Entonces, como un novio que se lleva a la novia para darse gusto con ella donde nadie los estorbe, tomó el acordeón y se largó de La Jagua del Pilar.

—Mamá descubrió la trastada cuando ya era clavo pasado y no había nada que hacer —dice Zuleta, mientras cruza las piernas en su butaca.

Varios días después, cuando la amante le había entregado hasta la última de sus gracias, Zuleta volvió al pueblo con el ánimo de devolvérsela al dueño. Además, compuso una canción para cantársela al agraviado al pie de su ventana. Llegó de noche. Una noche clara y fresca, recuerda. Una noche de las que le gustaban al tío. Con una noche así sería difícil que no lo perdonaran.

La primera estrofa de la pieza era un portento de inocencia. Zuleta la entonó con un sentimentalismo infantil, casi en los límites del villancico. Decía así:

Le vivo pidiendo a Dios
que me perdone mi tío

por culpa del acordeón

que yo le saqué escondío.
Era una letra más bien pobre, en la cual las buenas intenciones superaban al talento. Lo extraordinario fueron las notas del acordeón que acompañaban el almibarado canto: unas notas desenvueltas, precisas, afinadas, enriquecidas por la profundidad de los bajos. El tío las escuchó alelado, en un limbo que tenía tanto de gozo como de desdicha. Cuando el sobrino terminó la serenata, Francisco Salas le dio un abrazo estremecido, le dijo que podía quedarse con el acordeón y se fue para su cuarto sin añadir ni una sola palabra. Nunca más volvieron a verlo en sus prácticas desatinadas y enjundiosas. Mile se quedó con el acordeón que le obsequiaron. Y los otros acordeones se enmohecieron para siempre en las paredes descascaradas de su dueño.

También con un canto, afirma, se ganó a la primera novia. Ocurrió cuando tenía dieciocho años. No hubo matrimonio, pero los padres de la muchacha exigieron formalizar la relación mediante un acta notarial. Zuleta duró tres días ensayando su firma, para no pasar por la vergüenza de que le dijeran que había conseguido mujer sin saber leer ni escribir. El lápiz con el que garabateó su nombre fue el primero que vio en su vida.

Zuleta piensa, y lo dice con una sonrisa bandida, que la escuela podrá ser muy buena para hacerse doctor pero no es necesaria para arrimarse a las muchachas. El que quiere besar, simplemente busca la boca, y ahí no hay abecedario que valga. Lo único que vale es tener dulce en el pellejo, para que las mujeres se vayan pegando como enjambres de mariposas. El que no tiene eso, está muerto, así sea dueño de todos los códigos y de todas las biblias. Si naciste mal despachado de miel, las mujeres no se engolosinarán contigo y deberás conformarte con verlas volar a lo lejos, bonitas y sabrosas, pero ajenas.

Llegado a este punto, los ojos de Zuleta tienen el desenfreno del glotón que está por fin frente al banquete prometido. Ningún otro tema le produce un estado de gracia similar. Casi podría decirse que en este momento la tierra es poca cosa para él. Está levitando en cuerpo y alma. Me está hablando desde arriba.

—Las mujeres —suspira, relamiendo cada palabra—. Las mujeres. Cosa linda en la vida.

—¿Tuvo muchas?

—Caramba, mijito, yo tuve de 80 mujeres para arriba porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito.

Zuleta se agarra la barbilla con los dedos índice y pulgar de la mano derecha:

—Las mujeres antes escaseaban —dice.

Casi en seguida, y sin ninguna transición, el semblante reflexivo da paso a un engreimiento de pavo real. Entonces, lleva su desvergüenza hasta el extremo de protestar porque en una situación tan ventajosa como la actual “cualquiera es mujeriego”.

—Antes —añade— los únicos mujeriegos éramos los acordeoneros y los choferes. Y con tanto estorbo que ponían los padres de las muchachas, era mucho mérito que uno fuera capaz de conquistarlas y llevárselas. En cambio ahora es más fácil. Yo veo que las mujeres se les meten a los nietos míos en el cuarto y ellos son los que tienen que quitárselas de encima, oyó, como si estuvieran espantando moscas.

—Cuidado lo oyen las mujeres llamándolas “mangos bajitos” y “moscas de espantar”. Lo van a linchar, maestro.

—A mí me enseñaron que patada de yegua no mata a caballo. Las mujeres tienen que hacerme es un monumento, porque bastante que las he querido. Yo digo como los viejos de mi pueblo: desde la madre de Jesús para acá, que vivan todas las mujeres. Si no fuera por ellas, ¿qué hombre trabajaría? Ellas son las que nos hacen a nosotros en todo sentido. Que viva la mujer que lo parió a usted y la mujer que me parió a mí. Que vivan las hijas del ministro, las hijas del carpintero y las hijas mías. Todas, todas ellas. Que no se mueran nunca, que Dios no nos haga la maldad de llevárselas.
En la región en la que se crió Zuleta es normal que los hombres no tengan reparos de conciencia frente a sus múltiples travesuras amorosas. Muchas mujeres, incluso, ven en el macho aventurero un símbolo de respetabilidad, un animal marrullero que, por haber sido jugado en varias plazas, les inspira tanto temor como atracción y de ñapa les plantea el reto de ver si son capaces de amansarlo. Domarlo no significa, desde luego, ser la única en su vida, sino ser la principal, el puerto de partida y de llegada, la que puede dormir con él toda la noche sin que la llamen vagabunda y luego echar el cuento de que ahí, en su cama, es donde él amanece todos los días. Ni las de la casa ni las de afuera se consideran las víctimas de un destino miserable. Ninguna piensa que está recibiendo migajas. Cada una se cree poseedora de la mejor parte del surtido, pero en el fondo saben que alcanza para todas. Por eso lo comparten sin problemas. Por eso, hasta se dan el lujo de utilizar al marido común como mensajero, para intercambiar sus especialidades culinarias. Como además tienen un sentido primario del clan, preservan por encima de todo la unión de la familia: los hijos que le nacen a la una son hermanos de los que le nacen a la otra y a la de más allá, y esa ligazón de sangre no merece que nadie la arruine por algo tan mezquino como los celos.

Los hombres, por su parte, escuchan desde pequeños un verbo que en los diccionarios resultaría pérfido, pero que los mayores conjugan sin sonrojarse, ya que ni a las mujeres mismas les parece ominoso: el verbo mujerear.

A Sara Baquero, una matrona inconfundible de la región, no le preocupaba en lo más mínimo que Emiliano hiciera versos. Por el contrario, insistía en que la vena poética del muchacho era herencia de ella. El problema era que los cantos estuvieran apareados con el acordeón, un instrumento que, según ella, volvía irresponsables a los hombres. Sin embargo, la vieja Sara tuvo claro desde el principio que esa causa estaba perdida, porque si su hijo cantó antes de hablar; si fue capaz de componer y de aprenderse largas canciones en décimas sin saber leer ni escribir; si se convirtió en un diablo del acordeón, desafiando el duro carácter de su tío Francisco, entonces no habría poder humano ni divino que lo apartara de la música.

Que Emiliano fuera mujeriego tampoco le quitaba el sueño a Sara Baquero. Lo máximo que podía hacer era aconsejarles a las mujeres que amarraran a sus hijas, que por las calles andaba suelto un gallo de casta. Además, si se miraban las cosas al derecho, Mile no era más que el típico hijo de tigre que salía pintado, ya que el sinvergüenza de su padre sólo estuvo con ella a la hora de engendrarlo y después de eso no se dejó ver ni el visaje.

Con semejantes antecedentes, era natural que Emiliano no se ajuiciara. Por los días en que se puso a convivir con su primera mujer, empezó su reconocimiento. Era un reconocimiento que le pertenecía más a los cantos que a él mismo. Las personas que tarareaban sus versos en aquellos pueblos y veredas retirados de la civilización no lo habían visto a él ni en pintura. No sabían cómo era su rostro ni les interesaba. Pero reconocían en sus coplas el mejor correo posible, porque no les informaba sobre lo urgente —nada era urgente— sino sobre lo importante. Por eso las acogían aunque llegaran retrasadas: venían de muy lejos y conservaban el aroma de los montes. Quienquiera que fuera su autor, les estaba regalando ricas historias, contadas a la manera de las buenas crónicas periodísticas: historias completas, redondas, en las que había burla, deliciosos arcaísmos, apuntes sobre la suerte de las cosechas, regaños para bajarle los humos a algún aparecido, guiños a una mujer amada que hoy se llamaba Manuela y mañana María.

Conforme a la tradición, sus versos parecían destinados no más que a los compañeros de parranda y de labranza. Pero tenían tanta gracia melódica, tanta vitalidad narrativa, que a pesar de que no habían sido grabados aún, se extendieron de boca en boca, de manera espontánea, por toda la costa caribe colombiana. En las trochas malsanas de la región se desnucaban las bestias, se extraviaban los caminantes, y los versos seguían su marcha a lomo del viento, porque fueron hechos por uno de esos juglares auténticos que no necesitan fijar su voz en el papel para protegerla del olvido. Un juglar que no se dejó extinguir durante el tiempo en que permaneció a la zaga de su propio canto.

—Si me hubiera tocado pagar para cantar —dice Zuleta—, lo hubiera hecho sin problemas.

Zuleta refiere sus historias de manera lenta y lineal. Las satura de detalles para alargarlas y regodearse con ellas. Y no permite que lo desprendan de la palabra. Si lo interrumpen, o si le formulan una pregunta que maliciosamente pretenda precipitar el final, escupe fuego por los ojos en dirección al insolente y retoma el hilo del relato en el mismo punto en que trataron de arrebatárselo. Así, hasta que termina de saborear la golosina de su propio verbo. Lo que más le gusta son las anécdotas, que en su boca fluyen copiosas y continuas, como un aluvión.

Justo en este momento, Zuleta esboza una sonrisa bribona. Acaba de recordar una de las muchas historias divertidas que protagonizó durante sus correrías como trovador celebrado y anónimo. Sucedió a mediados de 1949, en un caserío conocido con el nombre de Hatico de los Indios, donde lo contrataron para que amenizara una fiesta de matrimonio.

Para el joven esposo fue un honor decirles a los presentes que ese que estaba ahí con su acordeón era nada más ni nada menos que Emiliano Zuleta Baquero, viejo conocido suyo, sí señor, el compositor de “La gota fría”, una pieza que ya gozaba de prestigio en toda la comarca. El muchacho, sin embargo, no se quedó en el amplio patio para acompañar la rumba que había inaugurado: sus afiebradas glándulas de marido novicio lo arrearon antes de tiempo hacia una habitación del segundo piso, donde lo esperaba la novia.

En su condición de animador de la fiesta, Zuleta era el menos indicado para preocuparse por la suerte de los casados en su estreno. Pero, como buen chismoso, era el que estaba más pendiente. Incluso, cuando el muchacho se retiraba hacia la alcoba, le deseó suerte, con un guiño cómplice de su ojo izquierdo.

No habían pasado ni dos horas cuando el novio bajó del segundo piso, despeinado y desencajado. Parecía venir de un velorio y no de un festín exquisito.

Ubicado en un sitio estratégico en el que no era percibido por los invitados a la parranda, el joven aprovechó una pausa del conjunto musical y llamó a Emiliano Zuleta, con una seña de la mano. Éste acudió en seguida, diligente, descarado, como si llevara años esperando ese momento. Como si la demora lo perjudicara a él y no al otro.

—Hombre, señor Emiliano —dijo el muchacho—: me está sucediendo un problemita y de pronto usted me pueda ayudar.

—Usted dirá —respondió Zuleta, con un tono displicente, para disimular que lo mataba la curiosidad.

—Es que llevo un buen rato encerrado en el cuarto y no he podido hacerle nada a la mujer.

—¿Cómo así?

—Yo más bien ya tengo es pena con ella, porque no he podido pasar del jugueteo ese del principio.

Como hombre ducho y avispado, Zuleta supo en el acto qué era lo que ocurría: el muchacho no estaba preparado todavía para alcanzar el fruto principal y por eso se aburrió del paraíso aunque nadie lo hubiera expulsado. Para confirmar su sospecha, Zuleta no tuvo mejor idea que emboscar a su agitado interlocutor con una pregunta maligna.

—Bueno, pero dígame una cosa: ¿usted alguna vez que no fuera hoy había probado mujer?

El joven no estaba para dárselas de héroe sino para resolver un problema que consideraba gravísimo. Intuía que la efectividad del consejo que solicitaba dependía de que fuera sincero. Por eso respondió, humilde, sin pensarlo dos veces.

—No, señor Emiliano. Ésta es la primera.

—Ah, caramba —se pavoneó Zuleta, como si fuera el oráculo divino que le salvaría la vida al otro—, ya yo sé qué es lo que pasa.

—¡Yo sabía que usted me iba a ayudar, señor Emiliano! ¡Yo sabía!

—Mire: lo que pasa es que las mujeres tienen dos tiempos. Está el tiempo en que son señoritas y está el tiempo en que son señoras. Cuando son señoras, eso es facilito, porque ya lo que había que vencer está vencido. Pero cuando son señoritas es más difícil: hay que conocer la técnica. Lo que usted me dice, deja dicho que usted no la conoce.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer?

—Cálmese. Tómese un vaso de agua. Y no se desespere, que la desesperación no es buena para estas cosas. Ya verá que si se tranquiliza, le va a ir bien.

Zuleta le dio una palmada alentadora en el hombro y le anunció que volvería al patio, para seguir animando la fiesta con su acordeón. Tenía cara de haber cumplido con su deber. Pero entonces ocurrió lo inesperado: el muchacho no se dio por satisfecho sino que le dijo a Zuleta que necesitaba “un último favor”.

—¿Cuál sería?

—Vea, señor Emiliano, usted, que es un hombre veterano, ¿por qué no me hace el favor de estar con mi mujer?

Parte del morbo con el que Zuleta había seguido el desenlace de la velada nupcial se debía a que la recién casada era una hembrota de carnes prietas y caminaba con un bamboleo perturbador en las caderas, esas caderas que les producían a los hombres que las miraban, cuando las sabían ajenas para siempre, físicas ganas de morirse. Zuleta no iba, pues, a rechazar la oferta que acababa de recibir, por escrúpulos que no le pertenecían. Ahora bien: tampoco podía mostrar su interés de manera tan rápida, porque eso sería una descortesía innecesaria con el marido. Para tomarse su tiempo, lo que hizo fue expresar el temor de que la mujer no aceptara y entonces él quedara en ridículo, después de haber subido hasta la habitación. El muchacho insistió en que ése no sería ningún problema.

—Ah, bueno —dijo por fin Zuleta, condescendiente—: la verdad es que yo nunca en mi vida he hecho un favorcito de esos que usted me pide. ¡Pero me sentiría muy mal si le digo que no!

***
—Sigamos hablando de mujeres —propone el viejo Mile, socarrón.

—¿Qué más va a decir sobre ellas?

—No sé. Me gustaría hablarle de las mañitas que uno emplea para conseguirlas.

La periodista Griselda Gómez, quien hoy me acompaña, me mira sonriente, como si el de la gracia fuera yo. Luego mira al viejo, que evidentemente quiere impresionarla a ella y no a mí.

A continuación, Zuleta advierte que frente a una mujer difícil no hay mejor arma que apartarse por un tiempo del camino. La indiferencia, según él, le desbarata el orgullo y la lleva a buscar al tipo con la cabeza gacha. En ese momento, como ya no está en una posición ventajosa, “es posible que dé lo que antes había negado”.

Con las dos manos en el vientre, muriéndose de la risa, Griselda Gómez trata de decir algo que no se le entiende. Despúes, le recuerda a Zuleta que no todas las mujeres caen en la trampa del hombre que se retira. Algunas, incluso, hasta respiran aliviadas cuando eso sucede.

Como si llevara siglos con la respuesta preparada, el viejo Emiliano dice entonces, con la malicia de siempre, que en ese caso el hombre tampoco pierde, porque se quita de encima la mortificación de una mujer que no nació para él.

Griselda le pregunta al viejo que si acaso una mujer que no se acuesta con él es una mortificación. Se nota que disfruta tirando al viejo de la lengua.

Zuleta le responde en el acto que la mujer que dice que no desde el principio merece todo su respeto. La que lo saca de quicio es la otra: la que muestra para atraer y luego esconde para matar. La que pinta la cama al comienzo y la borra después con una patada. La que toca y se deja tocar, pero sale corriendo cuando siente que la mano del hombre se pone seria.

Ana Olivella, que está en el lavadero fregando la ropa, voltea sonriente para donde estamos nosotros. Parece más interesada en la risotada fácil de Griselda que en el apunte de su marido. Justo en ese momento descubre que la estoy mirando y entonces gira el cuerpo y vuelve a concentrarse en su oficio.

El maestro aclara que, de todos modos, para que la mujer difícil busque al hombre cuando éste se le pierde de vista, se necesita que el hombre le haya caído en gracia desde el primer momento. Que la haya hecho reír, por ejemplo. O que le haya enseñado que no todo lo que parece verde, es verde. O que le haya hecho pensar cosas que antes no había pensado. Muchas veces, añade, el problema se debe a que el hombre halaga a la mujer más de la cuenta, y entonces ella piensa que, como es perfecta, no necesita a un tipo sino a Dios.

Animado por la euforia que ha desatado su apunte, el viejo Mile se pone de pie, y desde esta nueva posición, sintiéndose ya el dueño absoluto de la reunión y del universo, enuncia el mandamiento central de su decálogo vagabundo:

—Por muy difícil que sea la mujer— sentencia—, el hombre es el único dueño de esa cosa que a ella tanto le gusta.
Zuleta cree —y lo expresa guiñándome un ojo— que por cada mujer que un hombre no consigue, hay dos esperando más adelante.

—La que no está para mí, está para otro tipo. Y eso es lo que se necesita, oyó, para que todos seamos felices. Mujeres y hombres siempre se acotejan, porque son como la caja y la tapa. Ellas ponen la cerradura y nosotros ponemos la llave. ¿Así quién no se acomoda?

Y entonces, como para demostrar que, en efecto, ha sido un sinvergüenza temible, esgrime su prontuario:

—Antes de casarme con la señora Carmen Díaz, yo tuve dos hijos. Mi hijo mayor se llama Cristóbal y debe andar por los 66 años. El segundo lo tuve con una mujer de Urumita. Se llama Teobaldo pero le dicen El Beato. Yo he tenido hijos como con seis mujeres. En La Jagua dejé un hijo. En Villanueva, otro. Tuve ocho con Carmen y uno con Mirce. De pronto no tengo las cuentas bien claras: usted sabe que en el tiempo de antes, uno a veces ni se enteraba. Menos mal que uno no embaraza a todas las mujeres con las que se tropieza.

Zuleta ha vuelto a sentarse en la hamaca. Ahora habla de un caserío de La Guajira llamado El Monte de la Rosa, donde vivió un tiempo. Allí, según él, hay dos clases de mujeres: las que lo odian y las que lo aman. Unas y otras se parecen en que no pueden vivir sin mencionarlo, como lo sugiere en una de sus mejores canciones:

En El Monte de la Rosa
las mujeres bien temprano

se van a enjuagar la boca

con el nombre de Emiliano.
De repente, Ana Olivella pasa frente a nosotros con un platón lleno de ropa. Cuando Mile la ve, la señala con el dedo y dice que ella fue una de las víctimas del método de la indiferencia. La mujer sonríe. Casi podría decirse que interpreta las palabras de su marido como un piropo. Sin embargo, fiel a su costumbre de escabullirse, sigue de largo hacia la sala y no escucha el resto de la historia.

Cuenta Zuleta que cuando quedó viudo de Mirce Molina, empezó a montarle la cacería a Ana Olivella, no para sumarla a su lista de aventuras, sino para organizarse con ella seriamente. El tiempo pasaba, y Zuleta no veía que se concretara ninguna de las promesas que la mujer le enviaba con sus miradas. Cansado, dejó de frecuentarla y hasta pensó en marcharse de Villanueva.

No había pasado ni una semana cuando una hermana y una prima de Ana fueron a buscarlo, para averiguar por qué no había vuelto a visitarlas. Que si acaso en la casa de ellas le habían echado agua caliente, le preguntaron. Zuleta captó el mensaje, y el relato termina en esta casa de Valledupar, donde hoy sigue junto a Ana, después de diecinueve años de convivencia.

—Ay, carajo —dice de pronto Zuleta—. Se me estaban olvidando los tres hijos que tengo con Ana. También me faltó un muchachito que tuve con una hembra de El Piñal.

El viejo Mile nos advierte que a cada mujer que ha tenido, así sea de paso, le ha dedicado por lo menos una canción. Él tiene que vivir para poder cantar, explica, pues no cree en esos compositores que hacen en versos lo que nadie les ve hacer en la vida real.

—Yo no podría emocionarme cantando embustes —concluye, tajante.

La canción que le costó más trabajo, nos informa, fue “El milagro”, inspirada en la aventura que vivió en secreto con una de sus ahijadas, una mujer que parecía incapaz de matar una mosca y al final le jugó sucio. Zuleta añade que la deslealtad no lo sorprendió en absoluto, porque él ya estaba entrado en años y la muchacha tenía un fuego que no se apagaba con cualquier lloviznita.

—Uno tiene que ser realista —agrega—. Después de cierta edad, uno ya no puede con una muchacha de ésas. Ahí lo mejor es que uno calme la bestia.

Acostumbrado a hacer canciones con cuanta cosa le sucedía, Zuleta no sabía cómo contar esta historia. Por un lado, necesitaba denunciar a la traidora. Pero, por el otro, temía quedar al descubierto como un hombre sin escrúpulos, capaz de acostarse con sus ahijadas.

—Mencionar a la muchacha con el nombre verdadero —señala— hubiera sido un irrespeto con mi comadre, y yo siempre he sido un hombre respetuoso.

En esta oportunidad, el viejo no se suma a nuestras carcajadas. Quien lo vea y no lo conozca, no alcanzaría a percibir la chispa de picardía que titila en el fondo de su gravedad teatral.

—El problema —explica, todavía serio— se solucionó de manera simple: diciendo el nombre del milagro, pero ocultando el del santo. Sin que nadie se lo solicite, tararea una estrofa de la canción que se derivó de ese episodio:
Le comuniqué a un amigo
lo que le pasó a Emiliano

pero yo tengo un motivo

para quedarme callado
por eso digo el milagro
pero el santo yo lo olvido.
Zuleta revela que una de las mujeres más importantes de su vida fue La Pula Muegues, a quien se refiere con un adjetivo rudo: “bellacona”. La vieja Sara la detestaba y recurría a los brujos de la Provincia para suplicarles el favor de alejarla para siempre del corazón de su hijo. Mile, siempre atento a los designios de su madre, quería complacerla pero no podía: los bebedizos de cebolla en rama con leche de vaca recién parida, lo hundían cada vez más en las polleras de La Pula.

Un día La Pula Muegues amaneció con un par de úlceras en las corvas. No hubo remedio al que no apelara. Se untó “Quítame este mal” y “Sácame de esta desgracia”. Bebió consomé de torcaza preparado por una mujer señorita. Rezó el rosario de madrugada, con el Cristo al revés. Pero las llagas siguieron progresando, hasta postrarla en una cama de lienzo. A esas alturas, Mile había decidido llevársela a Jerónimo Montaño y al Indio Manuel María, los dos brujos más afamados de la región.

Justo entonces, ocurrió un suceso que alteró sus planes: llegó a Urumita, Guajira, un circo de pueblo, cuyo propietario, según los rumores, “era casi Dios”. Se llamaba Cocoliche y usaba una boa enrollada en el cuello.

La avidez de Zuleta por el diagnóstico de Cocoliche desapareció más temprano que tarde: en cuanto apareció en el recinto una mujer de pelo negro y ojos almendrados que portaba un tarro humeante con aroma de eucalipto. Venía vestida con una túnica de cañamazo y traía unas sandalias de cordobán. Tras cruzar dos miradas con ella, Zuleta comprendió que el romance no iba a necesitar de mayores preámbulos, porque ya estaba madurito. Era, concluyó en el instante, una mujer que le habían guardado: no más tenía que reclamarla.

Aprovechando una ausencia momentánea de Cocoliche, Mile se abalanzó sobre su presa sin chistar ni un monosílabo. Guiado por el instinto, tomó su mata de cabello entre las manos, y al colocársela en el rostro, sintió que se desbarrancaba por un abismo sin fondo que olía a limones tiernos. Allí estuvo retozando durante un tiempo que aún hoy no es capaz de medir. Descarado, irresponsable. Más como un polluelo desprotegido que como el gallo de casta que dice ser. Con el cabello de la mujer improvisó un cobertizo seguro, adonde no llegaban ni las dolencias de La Pula Muegues ni los maleficios de la vieja Sara. Estando allí, no valía la pena preocuparse por la posibilidad de que Cocoliche fuera el padre o el marido de la mujer y apareciera de repente con un machete, dispuesto a dañarle el momento.

Todavía hoy Zuleta no sabe si Cocoliche vio o no vio, ni le importa. Lo cierto es que cuando el hombre regresó, Zuleta no le consultó nada más, sino que le pidió empleo. De modo que los siguientes dos meses de su vida transcurrieron bajo la mugrosa carpa del circo, hoy en Uribia y mañana en San Juan, desenamorado en un lado y enamorado en el otro, ajeno por completo a la suerte que hubiese corrido La Pula Muegues.

De la vivencia en el circo, señala Zuleta, también salió una canción que fue grabada por Colacho Mendoza. Por solicitud mía, entona una estrofa:
Dos limones en el suelo
yo cogí el que estaba biche
voy a hablar con Cocoliche
pa’ irme con los maromeros.

El viejo Mile salta de golpe hacia un burro que alquiló no sé dónde, para llevar a La Pula Muegues hacia Sabanas de Manuela, donde vivía Jerónimo Montaño. Lo acompaña Andrés Salas, hermano y compadre suyo, quien viaja a lomo de un caballo barcino. Noto que a pesar de que suele ser meticuloso en los detalles de sus anécdotas, no me ha contado ni cómo abandonó a la mujer del circo ni cómo encontró a su compañera después de su larga ausencia. Cuando lo hago caer en la cuenta, me despacha con un cierto desdén, como si el tema que le propongo fuera secundario. Dice simplemente que La Pula había empeorado y que por eso se la llevaba al mejor brujo de la región.

Lo importante, afirma Zuleta, es que dejó a su mujer en manos de Montaño, quien se comprometió a devolvérsela curada en el término de dos semanas. Él, entre tanto, siguió con su hermano Andrés hacia Guayacanal, para asesorarse con el otro gran gurú de la Provincia, el Indio Manuel María.

El hecho, me recuerda Zuleta, está recreado en una canción suya:
Ay, el Indio Manuel María
que vive en Guayacanal

ése sí sabe curar

con plantas desconocidas.
Ay, cómo se dejan quitar
los médicos su clientela
de un indio que está en la sierra
y cura con vegetal.
Zuleta interrumpe su relato sobre La Pula Muegues para hablar de Carmen Díaz, a quien considera la mujer más importante de su vida.

—Fue la más importante —repite— pero fue también la que menos me sirvió, porque se gastaba un genio imponente y quería gobernarme a toda hora, delante de mis amigos. No nos quedó más remedio que abandonarnos.

—Usted le ha hecho a ella por lo menos una docena de canciones.

—Sí, claro, y eso a Carmen la acreditó mucho. Imagínese usted: ¡ser la mujer de Emiliano Zuleta! Gracias a mí es que la conocen a ella. Sobre todo, cuando yo digo en una canción: “me siento lo más contento/ porque resolví casarme/ si me caso en otro tiempo/ me vuelvo a casar con Carmen”. Ahí fue cuando ella cogió vuelo y se volvió orgullosa, que no quería hablarle a nadie. Ni a mí.
Zuleta se conoció con Carmen Díaz en Manaure de la Montaña, un pueblito del Cesar, gracias a un enamorado que ella tenía. Ocurrió en un mes de diciembre.

Emiliano estaba parrandeando con unos amigos, la noche en que llegó un señor con acento del interior del país a preguntarle que cuánto le cobraba por acompañarlo a llevar una serenata.

Según el hombre, cuyas ropas percudidas revelaban que venía de una andadura larga, la mujer a la cual pretendía conquistar con la serenata era la más bonita que existía en veinte pueblos a la redonda.

Desde el momento en que el tipo le describió a la mujer, Zuleta intuyó que sería él quien terminaría consiguiendo sus favores:

—Yo pensé: ay, papa Dios: este cliente se está matando solito. ¡Porque si la hembra está buena, me tiene que tocar es a mí!

Una vez más, Zuleta se levanta de su hamaca, como en busca de más espacio para reafirmarse como el héroe de la película, el chacho de las conquistas, un terreno en el que se cree superior al resto de los hombres.

La noche de la serenata, Carmen Díaz no se dio por enterada. Fuera por desatención o fuera por el sueño tan profundo, lo cierto es que no se asomó por ninguna de las dos ventanas. La que sí salió para dar las gracias fue Julia Bula, una prima de Carmen, que al parecer estaba convencida de que el detalle era para ella.

Un hombre como Emiliano Zuleta no nació para quedarse con intrigas en asuntos de mujeres. Así que esa misma noche, mientras se despedía de sus músicos y del pretendiente frustrado, empezó a urdir el plan que ejecutaría pocas horas después, cuando clareara el día. Volvería a esa casa de frente, sin aspavientos, para decirle a la tal Carmen Díaz que era “la mujer más bonita de veinte pueblos a la redonda”.

En este punto, el viejo me dirige una mirada vivaracha y suelta una broma inspirada:

—Ajá, para algo tenía que servir la frase del cachaco.

Cuando Zuleta volvió a la casa donde se encontraba Carmen Díaz, eran las diez de la mañana. No necesitó que se la presentaran para conocerla. Estaba sola en la sala, sentada en una mecedora de mimbre, pelando plátanos con un cuchillo basto. Tenía el cabello recogido en un moño de gasa morada y llevaba un traje cerrado de negro desde los pies hasta el cuello. Más allá de su indumentaria severa, que insinuaba un luto más antiguo que ella misma, la mujer se gastaba una estampa de faraona que invitaba a besarle los pies. “Es una hembraza”, pensó Zuleta.

Como siempre que veía a una mujer que le gustaba, Mile quiso arrojarse sobre ella en el acto. Pero no lo hizo porque percibió en su adusto semblante de doña la amenaza de que si se pasaba de la raya, era hombre muerto. De modo que se limitó a contemplarla, alelado. Ni siquiera la saludó. Y ella seguía desconchando aquellos plátanos, sin determinarlo.

De pronto, a Carmen Díaz se le cayó un plátano. Mile lo recogió del suelo, le sacudió la tierra en su propio pantalón, y se lo devolvió. Carmen, a duras penas, le dio las gracias, reconcentrada en su faena, ajena por completo al hombre con cara de bobo que tenía enfrente.

En ese momento, Julia Bula entró en la sala. Había visto la última parte de la escena y venía carraspeando con ironía.

—Anda, prima —gritó, como para que la escucharan en el resto del pueblo—. Por haber dejado caer el plátano, vas a salir en un disco de Emiliano Zuleta.

A Mile le pareció que la aparición de esta mujer era un regalo del cielo. A todas éstas, Carmen Díaz no había vuelto a mirarlo.

Carmen le preguntó a su prima que si el Emiliano Zuleta al cual se refería era el que había compuesto “La gota fría”.

—¡Ese mismo! —chilló Julia—. ¿Cuántos Emilianos Zuletas compositores hay en La Guajira?

Con la turbación de quien todavía no ha comprendido por dónde le entra el agua al coco, Carmen preguntó que por qué motivo Emiliano Zuleta le iba a sacar una canción a ella.

—¡Porque pelaste el plátano y lo dejaste caer! —gritó Julia, con doble intención.

Entonces, a Carmen Díaz se le salió una frase inocente, con la cual apretó el nudo de su propia horca:

—¿Y dónde está el Emiliano de mierda ése? Yo siempre lo he querido conocer.

De ahí para allá, dice Zuleta, el amorío ya estaba pilado. Por la noche volvió a la casa para ofrecerle una serenata a Carmen. Esta vez —agrega, vanidoso— la mujer sí se levantó para agradecer la serenata. Y no sólo eso: salió de la casa y les pidió a los músicos que interpretaran una cuarta canción por su cuenta, para ella bailarla con Emiliano en plena calle. En la mitad de la pieza, Carmen se quitó un anillo de oro y se lo colocó a su parejo en la mano izquierda, un ritual muy frecuente en La Guajira por aquellos tiempos.

En este punto, el viejo esboza una de esas risas picaronas que preceden a sus chanzas.

—Apenas me vi ese anillo puesto, pensé: carajo, este anillo está bueno para cambiarlo por una caja de whisky.

Retorciéndose de la risa, Griselda Gómez exclama:

—¡Este viejo es la trampa!

A Zuleta le encanta el cumplido. Cuando abre la boca de nuevo, es para decir que Carmen Díaz le quitó el anillo al rato de habérselo puesto, porque, avispada que era, debió de haber calibrado sus intenciones. El caso es que a él no le gustó esa actitud porque consideró que era una injusta señal de desconfianza.

—¿Y usted no acaba de decir que pensó en beberse el anillo?

—Eso fue algo chusco que se me salió, para hacerlos reír a ustedes. Pero yo nunca haría una cosa de ésas. A lo máximo que llegué con una mujer fue a pintarle pajaritos en el cielo para que se amañara conmigo. Pero aprovecharme del cariño para sacarle plata o regalos... ¡eso, nunca!

Carmen se despidió de Emiliano porque debía regresar a Villanueva, su pueblo natal. Quedaron de verse el seis de enero, cuando él fuera a la casa de ella para pedir su mano de manera formal. Ese día —le advirtió— le devolvería el anillo. Y sería para siempre.

Zuleta no cumplió la cita sino en abril, y además lo hizo por pura casualidad. Cuando regresaba de Guayacanal hacia Sabanas de Manuela para recoger a La Pula Muegues en la casa de Jerónimo Montaño, tuvo que pasar por Villanueva.

—Apenas vi las primeras casas del pueblo —señala—, le dije a mi hermano Andrés: mierda, compadre, acabo de recordar que yo tengo una novia aquí. Espéreme un momentico, que voy para allá a ver si esa mujer todavía se considera novia mía.

Contrario a lo que temía Emiliano, Carmen Díaz lo recibió con los brazos abiertos. Hasta buscó a los parranderos del pueblo para que lo acompañaran, mientras ella preparaba un sancocho de gallina en el patio. Sólo por la noche Zuleta se acordó de que había dejado a Andrés Salas esperándolo en el cementerio. Lo mandó a buscar, pero el hombre ya se había marchado.

—Qué pena con mi compadre —dice el viejo Mile, con un tono de lamentación que ni él mismo se cree.

La parranda duró tres días, al cabo de los cuales Emiliano Zuleta comprendió que estaba enamorado y le pidió a Carmen que se fuera a vivir con él. A partir de ese momento, La Pula Muegues fue historia, materia de olvido. Del mismo modo en que su rostro había reemplazado un rostro anterior, ahora había una piel fresca donde antes había estado la suya. Ya vendría otra que desplazara a Carmen Díaz del lecho del que ahora disfrutaba. En el fondo, todas ellas son la misma mujer que se renueva en los balcones, protagonistas de una historia escrita en el viento. Una historia que nunca termina, porque siempre habrá otra mujer disponible, al otro lado de la ventana.

—Estas experiencias —concluye Zuleta— son las que me han hecho cantar. Si no hubiera mujeres en este mundo, téngalo por seguro que yo no hubiera sido compositor.

***
No sólo el amor predispuso a Zuleta para el canto. Tan poderoso como esa motivación, ha sido el odio. El maestro lo reconoce con una franqueza pasmosa.

—Desde chiquito fui rencoroso —dice— y no sé por qué tuve que haber salido así, si nunca vi ese ejemplo en mamá.

Zuleta aclara, sin embargo, que jamás ha dado un paso que pudiera conducirlo del rencor a la venganza, y tampoco ha manejado sus odios de manera desleal, a espaldas de sus enemigos. Lo suyo no es levantarse de la cama preguntándose qué hará durante el día para destruir a un fulano incómodo, sino detestar a secas. Amargarse la vida viéndole la cara al tipo que le cae mal. Pensar lo peor de él. Negarse de manera radical a reconocerle algún mérito, en especial si es en público.

—Es que también soy muy envidioso —confiesa sin rubor.

Zuleta no concibe que pueda existir un compositor más hábil que él para improvisar, y en esto no se anda con medias tintas: dice que su cabeza es la más inteligente, que sus palabras no tienen pierde, que su lengua es la más picante, que sus melodías son las mejores.

Cuando amanece humilde —una situación tan frecuente como un eclipse de sol— acepta que hay compositores mejores que él. Menciona, por ejemplo, a Rafael Escalona, a Máximo Movil y a Calixto Ochoa. No muchos, en todo caso. La explicación del fenómeno obedecería, según Zuleta, a que quienes aprendieron a escribir derivan de esa circunstancia alguna ventaja para contar historias. Hecha esa pequeña concesión, vuelve por sus fueros con un argumento rotundo:

—Si usted se pone a buscar compositores mejores que Emiliano Zuleta, los va a encontrar. ¡Pero el que compuso “La gota fría” fui yo!

Donde no concede ni un milímetro es en el Olimpo de la improvisación. No hay nadie como él, repite con la boca llena, a la hora de repentizar. Es él quien les saca más partido a los temas, el más aplaudido por la gente, el que doblega al contendor de tal manera que no le deja más opción que la del retiro.

Las cuartetas no le gustan porque, según él, “eso lo canta cualquiera”. Prefiere las décimas —“versos de 10 palabras”, las llama él— porque representan un reto superior. Zuleta no tiene ningún reato para vociferar que es capaz de contar una historia completa —y además en décima, siempre en décima— sobre un suceso en apariencia insignificante. Para demostrarlo, canta la canción que hizo el día que se mandó a lustrar los zapatos en un pueblo ajeno, y a la hora de pagar descubrió que le habían robado la plata.

También se ufana de la métrica de “Con la misma fuerza”, un merengue clásico del vallenato que ha sobrevivido a cuatro generaciones:

Dice Zuleta Baquero,
El hijo de la vieja Sara,

Me dicen que ya estoy viejo

Pero no estoy viejo nada.
Yo estoy como una naranja
Viviendo a sol y sereno
Recibo los aguaceros
Prendido del mismo ramo
Y aunque se estremezca el palo
Nunca arrastro por el suelo.

Antes de que surgieran las voces andróginas de hoy; antes de la invasión de acordeoneros afectados que no parecen tocar su instrumento con dedos recios sino con una plumita de ganso; antes de que las composiciones se volvieran una mezcla insufrible de novelita rosa con balada —papel higiénico de empleadas domésticas desarraigadas—, el vallenato era una música genuina y vigorosa. Nada de melcochas, ni de paños de lágrimas, ni de palabras escogidas de afán en los basureros del diccionario. Se trataba de contar historias. De cantarle a la tierra mojada, al cruce de los novillos por el playón, a la leche espumosa que se apura al pie de la ubre, al compadre resentido por el bautizo aplazado, al sacerdote que pontifica aunque se haya robado los trastos de la parroquia, a la pezuña que deja una huella en forma de corazón, al lucero que es más alto que el hombre, al enamorado que espera hallar a la novia perdida, mediante el recurso cándido de describir sus cejas encontradas; al sol, que es viejísimo pero todavía alumbra; a la hembra que mueve el caderaje para que Dios se sienta engreído; a la víspera de Año Nuevo, estando la noche serena; a la hamaca que es más grande que el Cerro de Maco; al jornalero que apenas tiene una camisa, pero sabe usar la brisa como sombrero.

Los trovadores de la región, dueños de un primario sentido de la virilidad y del orgullo, también cantaban para aniquilar a los otros. Tarareaban alto para notificarle al mundo que no estaban dispuestos a permitir más gallos en su gallinero. Así nació la piqueria, una expresión folclórica que consiste en enfrentar a dos cantores, para que se destrocen a punta de coplas.

Cultor aventajado de esa modalidad fue Emiliano Zuleta.

Tanto le gustaba la pugna, que la primera enemistad la buscó en su propia casa. El rival fue nada menos que Antonio Salas, uno de sus hermanos, quien —crecidito por el efecto de un par de copas— cometió la insolencia de compararse con Emiliano. El tatequieto de Zuleta fue inmediato:

Una noche en Villanueva
se quiso Toño lucir conmigo

Pero a veces me imagino

Que ésa es la gente que lo aconseja
Díganmele a Toño
A Toño mi hermano
Que él está muy pollo
Y yo soy muy gallo.
La puja entre los dos hermanos duró veinte años, al cabo de los cuales se habían dedicado, por lo menos, una docena de canciones coléricas. Por cierto, ambos sienten que la cálida relación de la que disfrutan a estas alturas se debe en gran parte a todas las ofensas que se gritaron.

—Ni Toño ni yo nos quedamos con nada guardado, y por eso estamos en paz —dice Zuleta.

Zuleta opina que era mejor antes, cuando los hombres se contramataban con décimas y no con plomo. En seguida, más en serio que en broma, añade que aunque ya me informó que él y Toño se reconciliaron para siempre:

—De todos modos a la gente le quedó claro que el gallo soy yo y el pollo es él.

La discordia con su hermano no fue tan enconada como la que, años después, mantuvo con Lorenzo Morales, otro juglar valioso de la región.

Azuzados por sus seguidores, los dos cultivaron la antipatía a la distancia, sin conocerse siquiera. En su casa de Guacoche, alguien le contó a Morales que Emiliano andaba diciendo que era mejor que él. Zuleta, por su parte, escuchaba con frecuencia, en su casa de El Plan, que el rey del acordeón y de los versos era Lorenzo Morales. En ese correveidile, ambos se fueron llenando de requisitos para desplumarse cuando se encontraran.

Zuleta y Morales pasaron nueve años detestándose por correspondencia, lanzando coplas envenenadas en el buzón del viento, para que el monstruo del odio común, que ambos necesitaban, no fuera a resecarse por el abandono. Cada agresión los lastimaba y los redimía. A ellos y a sus corifeos. Y, de paso, iba levantando un reguero de polvos y colores en los senderos. Documentando el recuerdo. Haciendo la vida llevadera mientras llegaba la hora inevitable de cruzarse en alguna vereda neutral, para desenterrarse las espinas y definir de una vez por todas quién era el mandamás de la rima y del acordeón.

Aunque ambos eran tajantes en cuanto a que no se prestarían para un enfrentamiento en el terreno del contrario, la oportunidad de matarse las pulgas se presentó en Guacoche, sede de Morales, de la manera más inesperada.

Zuleta había salido de El Plan hacia Bosconia para realizar una diligencia personal. Cuando pasaba por Guacoche, vio una parranda que le llamó la atención y se arrimó a curiosear. En el centro de la ronda estaba un hombrecito menudo, que parecía un colgandejo ridículo de su propio sombrero. Tenía los garbos de un monarca que cree que no hay más ley que la suya, y tocaba el son de monte con una solvencia ofensiva, moviéndose de un lado para el otro con una cierta vanidad, como si estuviera convencido de que, además de buen acordeonero, era un tipo bonito.

Zuleta pensó en el acto que ese hombre estaba muy chiquito y muy mohoso para que anduviera con tantas ínfulas. Luchando contra la primera impresión que tuvo —la de que el tipo “tocaba hasta bien”—, estuvo a punto de decirle a uno de sus vecinos ocasionales que lo único que le servía de aquel hombre que gobernaba la parranda era su acordeón. En vez de ese comentario bilioso, lo que se le salió fue una pregunta mansa:

—¿Quién es el que toca el acordeón?

El vecino lo ignoró. Siguió mirando al hombrecito del centro, con la cara idiotizada por la veneración. A Zuleta le cayó el detalle como una patada en el hígado. Ya era demasiado: primero, tener que soportar que un enano fuera dueño del acordeón más bonito que él había visto en su vida. Después, descubrir que no lo tocaba mal. Y ahora, saber que sus paisanos no lo estaban escuchando sino adorando. Y, para como de males, sentir que él, Emiliano Zuleta Baquero, era uno más de la comparsa.

Cuando Zuleta repitió la pregunta, ya presentía lo peor:

—¿Quién es el tipo del acordeón?

La respuesta que recibió no sólo confirmó sus sospechas sino que, además, tenía una carga de atrocidad con la que él no había contado.

—Ése es Lorenzo Morales —le dijo el vecino, todavía sin mirarlo—. Lorenzo Morales, el papá de Emiliano Zuleta.

Golpeado en su orgullo, Zuleta le preguntó a su interlocutor que si acaso él conocía a Emiliano Zuleta para que estuviera tan seguro de que no era buen acordeonero. La respuesta, esta vez, fue más insolente.

—A ese Zuleta no lo conocen sino en el pueblo de él —dijo el inamistoso vecino, que seguía mirando los malabares del dueño de la parranda—. El chacho es Moralito.

Zuleta quedó petrificado. De repente, el entorno se convirtió en un mapa de manchas, una cara borrosa por aquí, una expresión de alegría por allá, y en el centro, presidiendo el horror, Lorenzo Morales con sus notas de pesadilla. Por un momento, Zuleta se vio a sí mismo como la única criatura que estaba al margen del carrusel, que giraba y giraba ante sus ojos enfermos. Se sintió como un bicho minúsculo en medio de engendros enormes que zarandeaban su honor a placer, sin percatarse siquiera de su presencia. Eran los colmillos del desprecio, que apenas ahora se le revelaban y que lo dejaban sin reacción.

En ese trance no duró mucho tiempo, porque al fin y al cabo —me dice ahora— un hombre como él siempre encuentra la manera de aclararse entre el oscuro.

Para asegurarse de que esta vez su interlocutor no le iba a responder sin mirarlo, Zuleta le habló mientras le daba una palmada brusca sobre el hombro.

—Oiga —le dijo—. Yo también toco acordeón.

El hombre lo miró por fin. Pero su mirada fue tan hostil como su desdén. Lo reparó de pies a cabeza, con el gesto de quien muerde un limón demasiado ácido, y volvió a concentrarse en la faena de Morales.

Zuleta repitió el procedimiento: la palmada áspera sobre el hombro y la información de que él también era acordeonero. Entonces el vecino le prometió que le conseguiría un acordeón para que se metiera en la ronda y participara en la parranda, siempre y cuando le jurara que no lo haría quedar mal.

—Yo lo hago quedar bien —contestó Zuleta.

Cuando acabó la canción, el hombre se dirigió a Morales.

—Oye, Lorenzo: aquí está un tipo con la cantaleta de que quiere tocar tu acordeón. Préstaselo un momentico, para que se le quite la idea.

Zuleta considera que lo más humillante de la escena fue la amabilidad de Lorenzo Morales. No entiende cómo un hombre que tiene un acordeón tan bonito sobre el pecho, se desprende de él de buenas a primeras, para entregárselo al primer desconocido que dice querer tocarlo. A menos —añade después, con aire reflexivo— que esté muy seguro de sí mismo y piense que el otro es un pintado en la pared.

Mientras le pasaba el instrumento, Morales lo miró por primera vez en su vida. No había arrogancia en sus ojos, sino una especie de humildad que a Zuleta, de todos modos, le resultó insoportable.

—Yo me tercié el acordeón al pecho y toqué una puya —recuerda Zuleta—. La toqué tan bien, que alguien destapó una botella nueva de ron y me ofreció a mí el primer trago.

Zuleta me explica que en aquel tiempo había un código de honor que determinaba que, al abrir una botella de ron, los tragos se repartían de acuerdo con la importancia de los bebedores: el primero le correspondía al acordeonero. Si había más de uno, se empezaba por el que tuviera mayor reconocimiento y de ahí en adelante se iba descendiendo. Después seguían, en estricto orden jerárquico, el tamborero, el guacharaquero, el resto de los músicos y el público.

A Morales le sentó mal que le hubieran ofrecido aquel primer trago a un advenedizo. En cambio Zuleta, emocionado por los halagos de la gente, pidió dos copas más y se las bebió de un tirón. Y a continuación, se dispuso a tocar una nueva pieza. Entonces Morales, botando fuego por los ojos que minutos antes parecían tranquilos, le arrebató el instrumento con un zarpazo feroz.

—Traiga acá mi acordeón —fue lo único que dijo.

Pero Zuleta, aun sin el acordeón, no quedó inerme: todavía le quedaba su lengua afilada.

—Oiga —le dijo a Morales, con ironía—: usted me prestó y me quitó el acordeón, y no me ha preguntado ni el nombre.
Morales intentó desentenderse del intruso. Abrió su acordeón, amagando con tocar una nueva canción, para taparle la boca. Pero Zuleta no le dio respiro.

—Yo me llamo Emiliano Zuleta Baquero. ¿Ese nombre no le dice nada?

Después, los dos bandos echaron el cuento de aquel primer encuentro según sus conveniencias. Morales dijo que le había dado una lección a Zuleta. Zuleta dijo que Morales tembló de susto cuando lo reconoció. Los seguidores del primero afirmaron que Zuleta era tan desganado que ni siquiera cargaba un acordeón propio. Los seguidores del segundo advirtieron que Morales se corrió como los gallos bastos. Unos y otros coincidían en que había que propiciar un cita definitiva, para saber de una vez por todas quién era el mejor.

Pasaron muchos años, sin embargo, antes de que Zuleta y Morales volvieran a verse las caras. Según Zuleta, porque Morales estaba muerto de miedo. Y según Morales, porque Zuleta lo esquivaba. Lo cierto es que, desde sus distanciadas trincheras, siguieron disparándose con versos. Ambos perdieron la cuenta de las canciones que se dedicaron en aquellos años de ofuscación. Muchas de esas canciones, a propósito, son de una calidad lamentable. Que a estas alturas los dos hayan conseguido olvidarlas es un argumento a favor de quienes creen que el diablo es más sabio por viejo que por diablo.

Zuleta me informa que antes del tropezón que motivó su canción más conocida, hubo una cita que no se pudo concretar porque Morales, por pura maldad, le dañó un pito a su acordeón, para justificar su cobardía. Él creía que el segundo encuentro, si acaso se producía, sería obra de la casualidad, pero se equivocó de cabo a rabo.

No había pasado ni una semana cuando una hermana y una prima de Ana fueron a buscarlo, para averiguar por qué no había vuelto a visitarlas. Que si acaso en la casa de ellas le habían echado agua caliente, le preguntaron. Zuleta captó el mensaje, y el relato termina en esta casa de Valledupar, donde hoy sigue junto a Ana, después de diecinueve años de convivencia.

—Ay, carajo —dice de pronto Zuleta—. Se me estaban olvidando los tres hijos que tengo con Ana. También me faltó un muchachito que tuve con una hembra de El Piñal.

El viejo Mile nos advierte que a cada mujer que ha tenido, así sea de paso, le ha dedicado por lo menos una canción. Él tiene que vivir para poder cantar, explica, pues no cree en esos compositores que hacen en versos lo que nadie les ve hacer en la vida real.

—Yo no podría emocionarme cantando embustes —concluye, tajante.

La canción que le costó más trabajo, nos informa, fue “El milagro”, inspirada en la aventura que vivió en secreto con una de sus ahijadas, una mujer que parecía incapaz de matar una mosca y al final le jugó sucio. Zuleta añade que la deslealtad no lo sorprendió en absoluto, porque él ya estaba entrado en años y la muchacha tenía un fuego que no se apagaba con cualquier lloviznita.

—Uno tiene que ser realista —agrega—. Después de cierta edad, uno ya no puede con una muchacha de ésas. Ahí lo mejor es que uno calme la bestia.

Acostumbrado a hacer canciones con cuanta cosa le sucedía, Zuleta no sabía cómo contar esta historia. Por un lado, necesitaba denunciar a la traidora. Pero, por el otro, temía quedar al descubierto como un hombre sin escrúpulos, capaz de acostarse con sus ahijadas.

—Mencionar a la muchacha con el nombre verdadero —señala— hubiera sido un irrespeto con mi comadre, y yo siempre he sido un hombre respetuoso.

En esta oportunidad, el viejo no se suma a nuestras carcajadas. Quien lo vea y no lo conozca, no alcanzaría a percibir la chispa de picardía que titila en el fondo de su gravedad teatral.

—El problema —explica, todavía serio— se solucionó de manera simple: diciendo el nombre del milagro, pero ocultando el del santo. Sin que nadie se lo solicite, tararea una estrofa de la canción que se derivó de ese episodio:
Le comuniqué a un amigo
lo que le pasó a Emiliano

pero yo tengo un motivo

para quedarme callado
por eso digo el milagro
pero el santo yo lo olvido.
Zuleta revela que una de las mujeres más importantes de su vida fue La Pula Muegues, a quien se refiere con un adjetivo rudo: “bellacona”. La vieja Sara la detestaba y recurría a los brujos de la Provincia para suplicarles el favor de alejarla para siempre del corazón de su hijo. Mile, siempre atento a los designios de su madre, quería complacerla pero no podía: los bebedizos de cebolla en rama con leche de vaca recién parida, lo hundían cada vez más en las polleras de La Pula.

Un día La Pula Muegues amaneció con un par de úlceras en las corvas. No hubo remedio al que no apelara. Se untó “Quítame este mal” y “Sácame de esta desgracia”. Bebió consomé de torcaza preparado por una mujer señorita. Rezó el rosario de madrugada, con el Cristo al revés. Pero las llagas siguieron progresando, hasta postrarla en una cama de lienzo. A esas alturas, Mile había decidido llevársela a Jerónimo Montaño y al Indio Manuel María, los dos brujos más afamados de la región.

Justo entonces, ocurrió un suceso que alteró sus planes: llegó a Urumita, Guajira, un circo de pueblo, cuyo propietario, según los rumores, “era casi Dios”. Se llamaba Cocoliche y usaba una boa enrollada en el cuello.

La avidez de Zuleta por el diagnóstico de Cocoliche desapareció más temprano que tarde: en cuanto apareció en el recinto una mujer de pelo negro y ojos almendrados que portaba un tarro humeante con aroma de eucalipto. Venía vestida con una túnica de cañamazo y traía unas sandalias de cordobán. Tras cruzar dos miradas con ella, Zuleta comprendió que el romance no iba a necesitar de mayores preámbulos, porque ya estaba madurito. Era, concluyó en el instante, una mujer que le habían guardado: no más tenía que reclamarla.

Aprovechando una ausencia momentánea de Cocoliche, Mile se abalanzó sobre su presa sin chistar ni un monosílabo. Guiado por el instinto, tomó su mata de cabello entre las manos, y al colocársela en el rostro, sintió que se desbarrancaba por un abismo sin fondo que olía a limones tiernos. Allí estuvo retozando durante un tiempo que aún hoy no es capaz de medir. Descarado, irresponsable. Más como un polluelo desprotegido que como el gallo de casta que dice ser. Con el cabello de la mujer improvisó un cobertizo seguro, adonde no llegaban ni las dolencias de La Pula Muegues ni los maleficios de la vieja Sara. Estando allí, no valía la pena preocuparse por la posibilidad de que Cocoliche fuera el padre o el marido de la mujer y apareciera de repente con un machete, dispuesto a dañarle el momento.

Todavía hoy Zuleta no sabe si Cocoliche vio o no vio, ni le importa. Lo cierto es que cuando el hombre regresó, Zuleta no le consultó nada más, sino que le pidió empleo. De modo que los siguientes dos meses de su vida transcurrieron bajo la mugrosa carpa del circo, hoy en Uribia y mañana en San Juan, desenamorado en un lado y enamorado en el otro, ajeno por completo a la suerte que hubiese corrido La Pula Muegues.

De la vivencia en el circo, señala Zuleta, también salió una canción que fue grabada por Colacho Mendoza. Por solicitud mía, entona una estrofa:

Dos limones en el suelo
yo cogí el que estaba biche
voy a hablar con Cocoliche
pa’ irme con los maromeros.


El viejo Mile salta de golpe hacia un burro que alquiló no sé dónde, para llevar a La Pula Muegues hacia Sabanas de Manuela, donde vivía Jerónimo Montaño. Lo acompaña Andrés Salas, hermano y compadre suyo, quien viaja a lomo de un caballo barcino. Noto que a pesar de que suele ser meticuloso en los detalles de sus anécdotas, no me ha contado ni cómo abandonó a la mujer del circo ni cómo encontró a su compañera después de su larga ausencia. Cuando lo hago caer en la cuenta, me despacha con un cierto desdén, como si el tema que le propongo fuera secundario. Dice simplemente que La Pula había empeorado y que por eso se la llevaba al mejor brujo de la región.

Lo importante, afirma Zuleta, es que dejó a su mujer en manos de Montaño, quien se comprometió a devolvérsela curada en el término de dos semanas. Él, entre tanto, siguió con su hermano Andrés hacia Guayacanal, para asesorarse con el otro gran gurú de la Provincia, el Indio Manuel María.

El hecho, me recuerda Zuleta, está recreado en una canción suya:

Ay, el Indio Manuel María
que vive en Guayacanal

ése sí sabe curar

con plantas desconocidas.
Ay, cómo se dejan quitar
los médicos su clientela
de un indio que está en la sierra
y cura con vegetal.
Zuleta interrumpe su relato sobre La Pula Muegues para hablar de Carmen Díaz, a quien considera la mujer más importante de su vida.

—Fue la más importante —repite— pero fue también la que menos me sirvió, porque se gastaba un genio imponente y quería gobernarme a toda hora, delante de mis amigos. No nos quedó más remedio que abandonarnos.

—Usted le ha hecho a ella por lo menos una docena de canciones.

—Sí, claro, y eso a Carmen la acreditó mucho. Imagínese usted: ¡ser la mujer de Emiliano Zuleta! Gracias a mí es que la conocen a ella. Sobre todo, cuando yo digo en una canción: “me siento lo más contento/ porque resolví casarme/ si me caso en otro tiempo/ me vuelvo a casar con Carmen”. Ahí fue cuando ella cogió vuelo y se volvió orgullosa, que no quería hablarle a nadie. Ni a mí.

Zuleta se conoció con Carmen Díaz en Manaure de la Montaña, un pueblito del Cesar, gracias a un enamorado que ella tenía. Ocurrió en un mes de diciembre.

Emiliano estaba parrandeando con unos amigos, la noche en que llegó un señor con acento del interior del país a preguntarle que cuánto le cobraba por acompañarlo a llevar una serenata.

Según el hombre, cuyas ropas percudidas revelaban que venía de una andadura larga, la mujer a la cual pretendía conquistar con la serenata era la más bonita que existía en veinte pueblos a la redonda.

Desde el momento en que el tipo le describió a la mujer, Zuleta intuyó que sería él quien terminaría consiguiendo sus favores:

—Yo pensé: ay, papa Dios: este cliente se está matando solito. ¡Porque si la hembra está buena, me tiene que tocar es a mí!

Una vez más, Zuleta se levanta de su hamaca, como en busca de más espacio para reafirmarse como el héroe de la película, el chacho de las conquistas, un terreno en el que se cree superior al resto de los hombres.

La noche de la serenata, Carmen Díaz no se dio por enterada. Fuera por desatención o fuera por el sueño tan profundo, lo cierto es que no se asomó por ninguna de las dos ventanas. La que sí salió para dar las gracias fue Julia Bula, una prima de Carmen, que al parecer estaba convencida de que el detalle era para ella.

Un hombre como Emiliano Zuleta no nació para quedarse con intrigas en asuntos de mujeres. Así que esa misma noche, mientras se despedía de sus músicos y del pretendiente frustrado, empezó a urdir el plan que ejecutaría pocas horas después, cuando clareara el día. Volvería a esa casa de frente, sin aspavientos, para decirle a la tal Carmen Díaz que era “la mujer más bonita de veinte pueblos a la redonda”.

Emiliano estaba parrandeando en Urumita cuando le llegó el rumor de que en la plaza del pueblo había un hombre rabioso preguntando por él. Zuleta pensó que podría tratarse de algún enamorado resentido por una hembra que perdió. Jamás habría imaginado que quien lo buscaba era Lorenzo Morales en persona.

Al rato de haberse marchado el hombre que le llevó el rumor, llegó Morales.

—Venía —cuenta Zuleta— con una gavilla detrás, porque no hubiera tenido el valor de enfrentarme estando solo.

—¿Y estaba rabioso de verdad?

—Yo creo que era puro teatro. Se notaba que traía un repertorio preparado y por eso se sentía valiente. A mí no me van a salir con el cuento de que Lorenzo había venido a improvisar conmigo.

Zuleta señala que, en principio, sus amigos se opusieron al enfrentamiento, porque él estaba borracho y sin dormir desde hacía dos días, y en cambio Lorenzo Morales se encontraba en sus cabales. Sin embargo, añade, él no iba a desperdiciar la oportunidad que había buscado durante tanto tiempo.

Emiliano tocó primero y lo hizo con una torpeza bochornosa, que él atribuye a su borrachera.

Lorenzo se dispuso a aprovechar su turno con la cara de felicidad del que se va a comer una mogolla. No contaba con que en la cuerda contraria había gente tramposa, decidida a sabotearle la presentación.

—Esto no puede seguir —planteó uno de los seguidores de Zuleta—. Emiliano está muy borracho y hay que acostarlo para que se recupere. Vamos a continuar la piqueria a las cinco de la madrugada.

Zuleta reconoce que dejar a Morales solo, como un cualquiera, no fue precisamente una muestra de buena educación. Pero no se arrepiente porque sabe que era el único camino que le quedaba para no darle a Morales el gusto de decir que le había ganado. En su favor, alega que enfrentar al otro sin haber dormido no iba a servir, de todos modos, para definir quién era el mejor. La verdad se sabría cuando ambos estuvieran en igualdad de condiciones. O los dos borrachos o los dos buenos y sanos.

—Además —dice el maestro, con un guiño sinvergüenza— mis amigos desagraviaron a Lorenzo. Porque mientras yo dormía, ellos lo contrataron para que siguiera animando la parranda. Que no se le olvide que por cuenta de mis amigos se ganó 50 centavos.

Zuleta calcula que habían pasado dos horas cuando despertó y escuchó el acordeón de Lorenzo Morales. Entonces se levantó de la cama, volvió a la reunión y planteó reanudar la contienda. Esta vez fue Morales el del desplante: dijo que le dolía la cabeza, que él también tenía derecho a dormir, que el reto que valía era el primero, no el segundo. Y que sólo aceptaría el desafío a las cinco de la madrugada, después de que hubiera descansado.

De modo que los papeles se invirtieron: Zuleta se quedó en la parranda en la que había estado Morales y Morales se fue a dormir en la cama en la que había dormido Zuleta. El cuento se alargaba —y aún se alarga— de manera perniciosa, lo que confirma que, en el fondo, fue más una guerra de compadres que de enemigos.

Parecidos, casi idénticos en el carácter y en el talento, los dos se sentían a gusto en una reyerta que no era más que polvorín para la platea, alharaca para mantener vivo el odio sin necesidad de matarse, mientras se presentaba la ocasión de darse por fin el abrazo que ambos deseaban sin saberlo.

Así las cosas, no fue raro que a las cinco y quince de la madrugada, cuando dos de los parranderos fueron a buscar a Morales, encontraran la cama vacía.

Zuleta asegura que apenas se enteró de lo que había sucedido, se le ocurrieron dos de los versos de su canción:


Te fuiste de mañanita
sería de la misma rabia.

Tal y como la primera vez, cada uno cantó y contó el cuento a su manera. Morales dijo que Emiliano era tramposo y embustero. Zuleta le llamó cobarde al derecho y al revés. Y así, el círculo vicioso volvía al mismo punto: las coplas desde lejos, la ojeriza que no mata ni engorda.

Lo único novedoso, en esta ocasión, fue que Morales apeló al color de la piel, para lastimar: le dijo a Zuleta que era un blanco descolorido. Y además lo llamó hijo de puta. Fue en ese momento cuando Emiliano Zuleta se sentó a hilvanar los versos de “La gota fría”, que le salieron de chorro.

Morales mienta mi mama
solamente pa’ ofender;
para que también se ofenda
ahora le miento la de él.

El título de la canción, explica Zuleta, se debe a una historia que le escuchó a un expresidiario. El hombre había estado recluido en Tunja, Boyacá, dentro de un calabozo que en el piso era caliente y por el techo filtraba una gota helada, interminable, que no mataba de pulmonía sino de tristeza. El cuento del exconvicto causó revuelo en La Guajira, me informa el maestro. El que recibía un castigo, o le iba mal en alguna siembra, o perdía una pelea, era rematado con esa frase lapidaria: le cayó la gota fría.

Zuleta pronuncia ahora un lugar común: la canción fue el comienzo del fin. Después de haberse gritado pálido y negro yumeca, embustero y más embustero es él, hijo de puta y yo también le miento la de él, cobarde y más cobarde serás tú, los dos se habían quedado sin agravios. Así fuera por física sustracción de materia, no les quedaba más remedio que hacer las paces.

El que tomó la iniciativa fue Zuleta, un día en que se encontró a Morales en la plaza de Urumita. Ninguno de los dos se había tomado un trago, por lo que el acercamiento —presume Zuleta— no fue una simple zalamería de borrachos. Ese día se pusieron a ver que los únicos que ganaban con su discordia eran los chismosos que no saben vivir sin sembrar cizaña. Gente que nació para ser bulto, compañía de ocasión, y que no le daba por las rodillas a ninguno de ellos dos.

Pienso —y se lo digo al maestro— que como no pudieron matarse, como Morales no se lo llevó a él, ni él se llevó a Morales, ni se acabó la vaina, optaron por el recurso fácil de declararse empatados en un estadio superior, desde el cual pudieran vivir su delirio sin estorbos, por encima de los demás mortales.

Zuleta me responde que la admiración y el cariño que le profesa a Morales son sinceros. Que lo que pasa es que ambos son muy envidiosos —“competentes pero envidiosos”— y por eso tardaron mucho tiempo en descubrir que nacieron para quererse. Además me informa que Lorenzo lo puso de padrino de uno de sus hijos, que conversan por teléfono casi todos los días —“cuando yo no lo llamo, me llama él a mí”— y que en la casa de Morales no se prepara ningún plato especial al cual no lo inviten a él.

—Él está más enfermo que yo y, sin embargo, viaja especialmente para verme, como si pensara que me voy a morir primero que él. Y siempre se presenta con una ollita de sancocho. No más le falta que me ponga un babero y me lo dé, cuchara por cuchara.

Zuleta carga con su compadre adondequiera que lo invitan a dar un concierto porque estima apenas justo dejarlo participar de las ganancias que ayudó a forjar. Sabe que sin él, su canto habría quedado inconcluso. Sabe que el odio paciente y disciplinado de Morales fue la mejor arcilla posible porque le permitió pegotear sus versos de mil maneras, hasta que le salió una obra maestra. Sabe que los dos están condenados a perpetuarse juntos.

Hace poco, a Zuleta se le ocurrió que apostaran un dinero a ver quién se moría primero. Morales consideró que la apuesta era una tontería, porque de todos modos el perdedor se iría de este mundo sin pagarla. Y propuso, más bien, hacer un pacto de sangre: cuando uno de los dos se muera, el otro deja de tocar el acordeón para siempre.

A Zuleta le sigue sonando la idea. Pero ahora, con su cara de truhán, me dice que está seguro de que Morales se va a morir primero.

—Y cuando eso suceda —remata, haciendo esfuerzos por contener la risa—, yo creo que voy a seguir tocando escondido. 

Alberto Salcedo Ramos
"El testamento del viejo Mile" (páginas 39 - 81)
La eterna parranda
Crónicas 1997 - 2011
Aguilar, Caracas, 2011

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