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viernes, 2 de noviembre de 2012

Guadalupe Nettel / De ritos y cementerios / Diversas formas de vivir la muerte


Tumba de Jim Morrison
Père Lachaise, París

Guadalupe Nettel
De ritos y cementerios: 
diversas formas de vivir la muerte

Aunque la muerte y el luto forman parte de las pocas experiencias que los seres humanos de cualquier parte del mundo tienen en común, la manera de interpretarlos varía mucho según las culturas, así como difiere la disposición de los cementerios y las prácticas que se celebran en ellos. Durante su estancia en París, la mexicana Guadalupe Nettel tuvo por vecinos a los 80.000 difuntos de Père Lachaise, circunstancia que la llevó a convertirse en una experta sobre las formas en que enterramos y recordamos a quienes han cruzado la laguna Estigia




De 1999 a 2001, mientras estudiaba el doctorado en Ciencias del lenguaje en la ciudad de París, habité un pequeño departamento situado frente al cementerio Père Lachaise, en el que están enterradas unas 80.000 personas. Entre éstas se cuenta una gran cantidad de escritores, compositores, cantantes y filósofos de muy diversas épocas. Recuerdo que la primera noche que pasé ahí lo hice en compañía de mi hermano, que en aquel momento estaba viviendo en Estrasburgo y había bajado a la capital para ayudarme con la mudanza. El viento soplaba en aquella ocasión con una fuerza desquiciante, al punto que las ventanas parecían a punto de romperse. También la puerta metálica de la chimenea azotaba cada dos por tres como si alguien, quizás un espíritu venido del barrio de enfrente, quisiera introducirse en la habitación recién ocupada. Imaginaba al cementerio como un ser vivo, presa de un ataque temperamental de fin de siglo. Me dije que quizás era la bienvenida que me estaba dando el cementerio y que se trataba de una noche excepcional. A la mañana siguiente supimos que sobre nosotros había soplado un ciclón de vientos equivalentes a los de un huracán de categoría 4, el más portentoso que registró Francia en las últimas décadas, conocido con el nombre de Lothar.


No hay dos tumbas iguales

El Père Lachaise se convirtió muy pronto en mi mayor fuente de distracción y también de aprendizaje en aquella ciudad. Los domingos o los sábados por la mañana, me sentaba frente a mi ventana para tomar café y observar los entierros. Por lo general, las ceremonias eran tan entretenidas como un reportaje de sociales. Desde ese departamento, veía desfilar a la burguesía parisina exhibiendo autos de lujo, ropa, joyas, anteojos y uno que otro sombrero. La discreción de cada familia era un asunto variable. Las había extravagantes o exhibicionistas, parcas y austeras, católicas, judías, musulmanas o evangelistas. Algunas acompañaban el evento con música sacra y discursos altisonantes, otras movilizaban a todas las florerías de la cuadra o, por el contrario, lo hacían de manera rápida, casi subrepticia, de modo que la única espectadora externa de su sufrimiento era yo y, tal vez, algún otro aficionado a ese tipo de espectáculos. Así descubrí que cada entierro tiene una personalidad y un estilo propios. La gente se muere, deja su nombre escrito sobre una lápida, sus vidas cesan de correr en línea recta. Desaparece el cuerpo y con él su rutina, sus necesidades, pero quedan una infinidad de pruebas. Las emociones que cultivaron durante años siguen flotando en el aire: la ira, la frustración, también el desamparo y la ternura. Todas esas cosas son como garras minerales que se perciben más allá de las lápidas. No es casual que las tumbas sean tan distintas entre ellas. Ni siquiera los nichos son semejantes. Se ensucian de manera desigual. Uno tendrá manchas de grasa junto al epitafio, en otro crecerá el musgo, en otro el mármol se verá más pulcro, intacto. También la muerte tiene sus ironías: permanece lo que uno quisiera expulsar y lo que desearía conservar se olvida con rapidez. No sólo observaba el lugar desde la ventana. También acostumbraba a caminar por las avenidas que recorren las diferentes secciones. Me gustaba mucho la tumba de Oscar Wilde. Había leído su obra en diversas ocasiones a lo largo de mi vida y De profundis constituía en ese entonces uno de mis libros de cabecera. También acudí con frecuencia a la urna que almacena las cenizas de Georges Perec, como si se tratara de un amigo.

Como no tenía ningún miembro de mi familia enterrado ahí y tampoco en toda la ciudad de París, empecé a visitar a mis escritores muertos. Me unía a algunos de ellos un verdadero lazo afectivo, el que suele existir con aquellos autores que han aportado algo valioso a nuestra vida y a nuestra manera de ver el mundo. A la tumba de Proust, en cambio, fui muy poco. En esa época no me aquejaba aún esta insoportable manía de recordar el pasado de forma nostálgica y era impermeable a la belleza y al interés de su obra. En el Père Lachaise, descubrí también tumbas de personajes que se hicieron más famosos como muertos que en el transcurso de su vida. Pienso en particular en la de un soldado que representa una estatua verde de bronce añejo, acostada sobre un montículo. Se dice que la estatua tiene el poder de “curar” a las mujeres infértiles que se froten contra su pene. Nunca tuve la oportunidad de comprobar la veracidad de esa leyenda, pero sí su popularidad: el soldado recibía tantas visitas que la zona alrededor de su bragueta estaba siempre brillante y había recobrado su color original.


Fue el afecto por mis escritores favoritos el que me llevó a abandonar el territorio del Père Lachaise y a cruzar el Sena hasta Montparnasse, donde están enterrados Julio Cortázar, Ioan Ionesco, Emil Cioran, César Vallejo y otro individuos menos entrañables pero cercanos a la historia de mi país como Porfirio Díaz. El cementerio de Montparnasse, sobre todo si se compara con el Père Lachaise, es mucho más moderno y ordenado. Si en el primero hay tumbas que podrían parecer hechas de hueso derruido o de harapos (tumbas casi orgánicas, carcomidas también por los gusanos del tiempo, tumbas en forma de monumento a las que da miedo acercarse porque parecen conscientes de todo lo que ocurre a su alrededor, incluidos nuestros pensamientos), en el segundo las tumbas son limpias y nuevas. Las inscripciones que hay sobre las lápidas se pueden leer fácilmente. Con esto no quiero decir que este cementerio carezca de personalidad. Todo lo contrario, tiene mucha, pero es una personalidad acorde al siglo XX, más parecida a la de Sartre o a la de Serge Gainsbourg, y no a una amalgama de épocas como el que había frente a mi departamento. Es sabido que la vida de estudiante permite actividades tan bucólicas y ociosas como la de visitar muertos que no nos duelen. Una vez terminados mis estudios y, sobre todo, mi beca, dejé de dedicar tanto tiempo a los paseos tanatológicos como los llamaba un amigo mío. Sin embargo, cuando viajo a una ciudad desconocida procuro conocer también el lugar donde descansan sus muertos.
Otro cementerio en el que también hay una gran concentración de personajes ilustres, pero de aspecto menos monumental y a escala más humana, es el Dorotheenstädtische situado en el Mitte de Berlín. Lo conocí durante un día de lluvia deprimente, después de visitar varios de los lugares que permanecen intactos para conmemorar los horrores de la guerra. En uno de los muros vecinos al cementerio, están escritos los nombres de las personas que vivían en un edificio antes de que fuera bombardeado. En la cuadra de enfrente se ven las incisiones que dejaron cientos de balas en la fachada de una antigua escuela judía. Las llamadas “piedras de a memoria”, con los nombres de los deportados que vivían en esas calles, brillan en el suelo entre los adoquines. Se trata pues de una zona que parece detenida en un doloroso recuerdo, voluntariamente densa y apesadumbrada, con el propósito de que esos acontecimientos no vuelvan a suceder. El cementerio es todo lo contrario. Tan pronto cruza uno la puerta, se encuentra con un ambiente armonioso y de paz en el que ya no cuesta trabajo respirar. El lugar está lleno de árboles y de macetas muy cuidadas. Los nombres de algunos de esos muertos, como el de Bertolt Brecht o el de Anna Seghers, provocan al leerlos una sonrisa de profundo respeto, no sólo por la admiración que inspira su obra sino por la vocación humanista y la labor de toda una vida dedicada a la defensa de las libertades y a la igualdad entre los seres humanos.


QUÉ LEER





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