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miércoles, 25 de mayo de 2011

Una mujer en Berlín / Citas


Anónima
Una  mujer en Berlín

Es sabido que los vencedores escriben la historia: la escriben en libros y manuales, la conmemoran en monumentos, películas y documentos, y así se la enseñan a las generaciones venideras. Son de dominio público las atrocidades de los nazis, repudiables e imperdonables, pero poco se sabe de los desmanes de los vencedores. Siempre me he preguntado qué pasó con la pobre gente cuando Alemania perdió la guerra. Aquellos que nunca declararon a nadie su hostilidad, aquellos que nunca pensaron en matar a los demás, aquellos que no anidaban el odio.  Porque unos cuantos poderosos declaran la guerra pero es padecida por todos: niños, hombres, mujeres, viejos. La guerra es la manera más horrible y obscena que tiene el hombre para acelerar el trabajo de la muerte, insaciable por naturaleza.
            Más de cien mil mujeres fueron violadas en Berlín en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Los rusos victoriosos reclamaron a las mujeres alemanas como botín. Siempre ha sido así y siempre será así: en una guerra los instintos se desatan y el odio otorga derecho a todas las atrocidades.
            El ambiente se tornó tan aterrador que las mujeres solo esperaban que las violara el militar de mayor rango para que las protegiera de las demás bestias. De esta desgracia y otras más, de la sobrevivencia, trata Una mujer en Berlín. El primer borrador fueron tres cuadernos escolares, escritos con letra menuda entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945. Su autora los transformó luego en 121 páginas mecanografiadas. De alguna manera llegaron a las manos del escritor Kurt W. Marek, el autor de Dioses, tumbas y sabios bajo el seudónimo de C. W. Ceram, y quien hizo el puente con un editor de Nueva York. En 1954 se publicó en inglés y desde entonces aparecieron traducciones en sueco, noruego, holandés, danés, italiano, japonés, español, francés y filandés. Su autora decidió permanecer en el anonimato y, aunque murió a finales del siglo XX, su deseo aún se respeta.
            Una frase de Hans Magnus Enzensberger, quien reeditó en años recientes esta obra en alemán, bastaría para precisar su importancia: “Mientras los hombres combatían en una guerra devastadora lejos de casa, las mujeres resultaron ser las heroínas de la superviviencia entre las ruinas de la civilización”.
            Siguen como abrebocas unas cuantas citas, bellas y desoladas, desgarradoras casi todas. Entre paréntesis, al final de cada una, la página correspondiente en la edición de Anagrama. Sé que el lector no tendrá sosiego hasta encontrar el libro y devorarlo desde la primera hasta la última página.

Triunfo Arciniegas
Pamplona, 2011

CITAS

            El muñón de la acacia de delante del cine ha reverdecido rabiosamente.
p. 19

         Como ya no poseo nada, me siento dueña de todo. (…) Ahora todo es de todos. Apenas se tiene apego a las cosas, ya no se hace una distinción clara entre la propiedad de uno y la de los demás.
p. 21

         La belleza duele ahora. Todo está impregnado de muerte.
p. 35

         El túnel del tren de cercanías está cerrado. La gente que estaba delante decía que al otro extremo del túnel había un soldado ahorcado, en calzoncillos, con un letrero con la palabra “traidor” colgado del cuello. Está colgado tan bajo que se le pueden tocar las piernas. Eso lo contó uno que lo había visto con sus propios ojos y que había echado a los mocosos que se divertían haciendo girar el cadáver.
p. 44
        
Una y otra vez voy notando en estos días cómo se transforma mi percepción de los hombres, la percepción que tenemos todas las mujeres en relación con los hombres. Nos dan pena, nos parecen tan pobres, tan débiles. El sexo debilucho. Una especie de decepción colectiva se está cuajando bajo la superficie entre las mujeres. El mundo nazi de glorificación del hombre, el mundo dominado por los hombres… se tambalea y con él se viene abajo también el mito “hombre”. En las guerras de antaño, los hombres podían reclamar el privilegio exclusivo de matar y morir por la patria. En los tiempos actuales, las mujeres también participamos. Este hecho nos modifica, hace que nos volvamos descaradas. Cuando acabe esta guerra tendrá lugar, junto a otras muchas derrotas, también la derrota de los hombres en su masculinidad.
p. 68


         Para añadir: una imagen que vi en la calle. Un hombre empujaba una carretilla sobre la que yacía, yerta, una mujer. Mechones grises, un delantal de cocina azul, suelto, ondeando. Sus flacas piernas, con medias grises, sobresalían por el otro extremo de la carretilla. Casi nadie miraba. Aquello parecía la recogida de basuras de otros tiempos.
p. 70

El minuto de vida está encareciéndose.
p. 90

         Madrugada, gris y rosa. Sopla un viento frío a través de los huecos de las ventanas. Tengo sabor a humo en la boca.
p. 116

         En la cola del agua contaba una mujer cómo un vecino la increpó en el refugio cuando los Ivanes (los rusos) se la llevaban y ella se resistía: “¡Vamos, vaya de una vez! ¡Nos está poniendo a todos en peligro!” Es una pequeña nota sobre la decadencia de Occidente. 
p. 107

         Y estoy de lo más orgullosa de haber logrado domesticar a uno de los lobos, acaso el más fuerte, para que me mantenga lejos del alcance del resto de la manada.
p. 117

         Me sentía muy mal, escocida. Caminaba dolorida a paso de caracol. La viuda revolvió en el botín que tiene escondido en el altillo, y me dio una lata con un resto de vaselina.
p. 125

         El sexo es una caja de cuchillos demasiado afilados.
p. 146

         Mientras tanto yo, sentada con toda tranquilidad, remendaba mi única toalla y zurcía el liguero destrozado en una violación. Se percibe de nuevo cierta organización.
p. 169

Ilse y yo intercambiamos precipitadamente las primeras frases: “¿Cuántas veces te violaron, Ilse?” “Cuatro, ¿y a ti?” “Ni idea. Tuve que ir ascendiendo en la jerarquía, desde recluta hasta comandante.”
p. 255

Tengo que proteger el pan de mí mismo. Ya me he comido 100 gramos de la ración de mañana. No debo tolerar tales desmanes.
p. 307

Ayer viví una escena graciosa: ante nuestra casa se detuvo un carro tirado por un viejo rocín, un pobre animal todo pellejo y huesos. Lutz Lehmann, de cuatro años de edad, llegaba a casa de la mano de su madre. Se quedó parado delante del carro y preguntó con voz de soñador: “Mami, ¿se puede comer el caballo?”
p. 318


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