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martes, 3 de mayo de 2011

Sandra Milo / La amante de Fellini


Sandra Milo
LA AMANTE DE FELLINI

Sandra Milo, la bella actriz italiana, habla de su papel como Carla en 8 ½, y sobre todo de su pasión por Federico Fellini, su amante por diecisiete años. “Yo quería tanto dormir al menos una noche con él, para despertarme en la mañana, para encontrármelo al lado, para sentir su olor, el olor del sueño, del despertar, el olor del amor”, dice Sandra Milo en este bello retrato de toda la vida, de lo que fue y nunca más será.


La primera vez que vi a Fellini fue en Fregene. Era la una o la una y media de un día de verano. Él estaba en una sillita al lado de Ennio Flaiano leyendo las páginas de un guión. Yo pasé por ahí, y Flaiano, que me conocía, me llamó y me dijo: “Sandra, ven acá, te quiero presentar a Fellini”. Lo primero que me impactó fue esa voz sutil, suave, casi femenina, una voz demasiado pequeña para un hombre tan grande, para un cerebro así de grande. Yo estaba deslumbrada y encantada al mismo tiempo. Ya no sé qué me dijo ni qué le dije yo; se me ha olvidado por completo. Después, pasó el tiempo y lo dejé de ver.
Un día, me llamaron de la productora Rizzoli pues estaban buscando una actriz para el personaje de Carla, la amante de Mastroianni en 8½. Habían hecho un montón de pruebas con todo el mundo, actrices, personas comunes y corrientes, pero Fellini no estaba satisfecho, no encontraba lo que buscaba. Me dicen entonces que él quiere hacerme una prueba. En esa época yo estaba decidida a dejar el cine. Había hecho una película con Roberto Rossellini llamada Vanina Vanini, y los críticos la habían masacrado. Por eso, con gran dolor había decidido que no quería saber nada más al respecto. Entonces dije: “Lo siento, pero ya no hago más cine, estoy fuera del negocio”.


¿Y saben luego que pasó? Estando yo dormida una mañana, de pronto entró a las carreras la muchacha del servicio —una mujer muy chiquita, cuyo pelo parecía como si tuviera una cebolla negra encima de la cabeza— y me dijo casi asfixiada: “¡¡Señora, señora, aquí está Fellini!!”. Me pasó algo de ropa y me sacó de la cama hasta el vestíbulo. En efecto, allí estaban Gianni di Venanzo con su cámara, Piero Gherardi, el diseñador de vestuario, estaba Fellini, por supuesto, los electricistas, los camarógrafos. Yo dije: “¿Pero qué es esto?”, y él contestó: “Nada, que vinimos a hacerte una prueba en la casa”. Entonces, me sentaron y me arreglaron el pelo, me pusieron un sobretodo negro y un ramo de violetas en la cabeza. Después él me dijo: “¿No tienes una guitarra?”, y yo le respondí: “No, pero tengo un gato”. Y él: “Está bien, cógelo”. Entonces traje el gato, que era de peluche y tenía rayas negras y blancas como una cebra. Pero él, serísimo, me dijo: “Bien, póntelo debajo del brazo”. Yo me puse ese gato debajo del brazo, y encendieron las luces. ¡Oh Dios, qué emoción! Si ustedes nunca han actuado no podrían comprenderlo, pero apenas se encendieron las luces sentí que ése era mi mundo, que aquélla era mi familia. Era como si volara. Entonces hice lo que debía hacer el personaje y después que las luces se apagaron, y todo el mundo se fue, me quedé sola y me dije a mí misma: “Pero qué loca, se supone que no harás más cine. No te van a joder de nuevo”. Sin embargo, me llamaron y me dijeron: “Señora, Federico la escogió para el papel de Carla en 8 ½”. “Pero es que no lo puedo hacer”, dije. “¿Cómo que no lo puede hacer? Si quiere hablamos con su agente”. “Lo siento, no tengo agente y no lo quiero hacer”. Y me fui a Ischia, una isla, en invierno, porque no quería hacer la película ni ser tentada.
Entonces mi compañero de esa época fue a buscarme con un collar de diamantes de Bulgari y me dijo: “Deberías hacerla”. No sé si fueron los diamantes, si fue mi amor por el cine o mi amor por Federico, entonces no lo sabía, pero empecé a tener un sentimiento muy fuerte. Volví a Roma. Estaba vestida con el sobretodo negro de la prueba cuando fui a Cinecittà, donde se grababa la escena de la pensión a la cual llega Carla. Allí estaba Marcello Mastroianni, y también Federico. Yo venía con esa facha, un poco avergonzada. Entonces los dos vinieron a mi encuentro y me dijeron: “Bienvenida. Has vuelto a tu familia”. Fue maravilloso.


Sandra Milo con Marcelo Mastroianni
en 8 ½

Es difícil decir estas cosas, pero yo creo que en algunos hombres —tal vez en todos, pero en algunos de manera particular— hay un aspecto mágico, una cosa que no se toca, no se ve, pero que es como un imán que atrae las fuerzas del bien y del mal. Así era Federico. Es como el marinero que baila el tap en 8 ½. El pobrecito en realidad era un retrasado mental, pero Federico lograba a través suyo que pensaras en el puerto, en los viajes, en esas cosas, y todo con un simple baile. Fuera de allí, el personaje no era nada, no sabrías siquiera si lo hubieras notado, pero Federico lo había visto por dentro y había comprendido. Él entraba en tu interior como el viento cuando pasa a través del pasto; te buscaba, te escrutaba. Se daba cuenta de todo. Después se iba, porque su curiosidad, una vez satisfecha, terminaba. Partía detrás de nuevas conquistas, nuevas estrellas, nuevos meteoros.
Aunque conmigo no fue así. Fui su amante por diecisiete años. Yo lo amaba inmensamente, locamente, de una manera totalmente estúpida. No sé como explicarlo. De hecho, él me llamaba “bamboccia”. ¿Qué quiere decir bamboccia? Es un modo cariñoso de decir tonta. Porque yo nunca pude ser ni hablar como una mujer normal, que muestra un poquitico de cerebro. Nunca fui eso. Él me decía: “Despierta, bamboccia”. Como él se levantaba antes que yo, me quedaba con un montón de cosas que decirle. Lo amé mucho y él también me amó mucho. No sé si desde el comienzo, porque está claro que al principio le gustaba porque era joven y bella y probablemente porque esa forma de amor intenso lo atraía. De cualquier modo, él no podía comprender el secreto. ¿Dónde nace el amor? ¿En qué parte? ¿Cómo? ¿Dentro de qué se esconde? No lo comprendía, por lo menos entonces no. Acaso era eso lo que lo atraía. No sabría decirlo. Lo amé perdidamente y a él le gustaba. Creo que al comienzo él no me amaba. Era un diletante y esa curiosidad lo hacía buscar y buscar como si en las mujeres pudiera encontrar el secreto del mundo, de la vida, de... ¿quién sabe?

Sandra Milo y Giuletta Masina, esposa de Fellini

Yo lo comparaba algunas veces con Ulises, el gran viajero que busca y busca. Él hacía ese largo viaje a través de las personas y de sus historias y así obtenía conocimientos. Pero no le bastaba con su deseo, con su hambre de conocimiento. Aun así, lo amé. Por supuesto, pasamos por cosas horribles. Fui literalmente echada de su casa. Yo era muy amiga de Giulietta Masina, su mujer. La quería mucho y creo que ella también me quería a mí. Recuerdo que cuando nuestra relación estaba terminando —no discutíamos realmente, pero había tensión—, la situación era como estar subiendo y bajando escaleras. Un día en las estrellas, otro en el sótano. A veces me hacía sentir indispensable, maravillosa, como si me amara sólo a mí, como si yo fuera la única mujer. Pero después se las arreglaba para hacerme sentir nadie, la última de las mujeres, y así...
En esa época lo intuía pero no lo entendí realmente. Ahora estoy completamente segura. Él, todo sumado, era un hombre como los demás. Era un artista excelso, grandísimo, como pocos lo han sido, como Leonardo, como Miguel Ángel, pero había sacrificado al hombre en favor del artista, había puesto al hombre al servicio total del artista. Por lo cual, mientras el artista crecía y crecía y se convertía en un gigante, el hombre se volvía más y más pequeño, como si se lo hubieran comido o lo hubieran vaciado o extraído del artista. A veces yo sentía un gran dolor por eso, porque, sí, yo amaba al artista pero sobre todo amaba al hombre. Aun así duramos mucho tiempo.

Federico Fellini en 1955

Él tenía muchas casas adonde íbamos, albergues, hoteles, moteles, todas esas cosas que hacen las parejas clandestinas y que a mí me parecían maravillosas. Pero en las casas que tenía y a las que yo iba no había nunca una cama. Por ejemplo, en una en la Via Sistina, la alcoba tenía cortinas, tendidos, cubrelecho, pero no había cama. Así que se sentía siempre como una cosa provisoria, para el momento, algo que después se acababa. Yo quería tanto dormir al menos una noche con él, para despertarme en la mañana, para encontrármelo al lado, para sentir su olor, el olor del sueño, del despertar, el olor del amor. Pero a él eso nunca, nunca. Evidentemente, no sentía el mismo deseo.

Sandra Milo con Jean Paul Belmondo en 1960

Mientras tanto la vida continuaba. Yo hice más películas, después me casé, tuve hijos y dejé completamente el cine. Pero continuaba viéndolo. Lo veía siempre. Un día que tenía problemas personales, por primera vez cometí el error de llamarlo y desahogarme con él. Él me dijo: “Ah, yo tengo una buena amiga que lee la mano. Te la mando en seguida”. ¡Ay, Dios, Dios! Para él era irreal que los problemas fueran parte de la vida de una mujer, de un ser humano, cosas como pagar el teléfono, la cuenta del gas, el alquiler. Para él eso era irrelevante o simplemente no existía.
Se enfermó a causa de El viaje de G. Mastorna y lo atendieron en una clínica privada de Roma. En aquel período yo estaba en Grecia, tenía una hija con problemas, era la época del golpe de los coroneles, en fin, tenía muchos problemas. Federico me contó que una tarde estaba en la cama, y de pronto entró un niño con una cámara y le preguntó: “¿Dónde está, dónde está?”. “¿Cómo que dónde está? ¿Quién?”. “Sandra, nosotros sabemos que está aquí”. Me dijo que el niño fue al baño, abrió el armario y miró debajo de la cama. Eso lo divirtió muchísimo y lo hizo sentirse muy cerca de mí.
Poco después de eso regresé a Italia. Seguí teniendo problemas por la niña, luego hubo un período en que me interesó la política y después pasó el tiempo. Nos vimos, volvimos a querernos, yo lo amaba siempre. Naturalmente, el amor se había transformado, incluso se había convertido en una especie de fábula. No era tanto el hombre al que amaba como la imagen del hombre, ¿no? Entonces, un día suena el teléfono y me dice que quiere hacer Amarcord conmigo. Pero yo otra vez me había retirado del cine, me había casado, tenía niños y no quería hacer nada más sino dedicarme a la familia. Él me llama, yo voy a Cinecittà y juntos empezamos a caracterizar el personaje. Él había dibujado a la Gradisca con un vincha negra, con el pelo recogido hacia arriba y luego unos rizos negros que descendían sobre la espalda. Naturalmente, él pretendía que la representara así. Vino un maquillador y me puso una peluca con crespos. Entonces yo le pregunté: “¿Cómo se supone que es la Gradisca?”. “Bueno”, me contestó, “es una mujer... tú sabes... una mujer como la carne, como el vino, como la tierra, una mujer a la que le gusta comer, una mujer que tiene gran conciencia de su estómago”. “¿Y tú crees”, le respondí, “que alguien de ese estilo puede pasar una hora diaria haciéndose los crespos? ¡Las cosas no son así!”. “¿Ah, no?”, me dice, “¿y cómo te la imaginas tú?”. “Yo me la imagino con el pelo corto, negro y ondulado, muy natural en todo caso, porque una mujer que debe proyectar una imagen de vitalidad no puede perder tanto tiempo con esos rizos, haciéndose algo ficticio”. “Está bien”, dijo él, hizo que se llevaran la peluca y fuimos al Estudio 5 de Cinecittà. El Estudio 5, el más grande, era exclusivamente para él; hasta tenía un apartamento en la parte de arriba. Estábamos en invierno y el escenario estaba completamente desierto, excepto en el centro, donde había una cámara y unas cuantas luces. Era una especie de balón, de esfera de luz mágica. Caminé hacia allá, me puse un chal rojo y un collar de chenilla negra en el cuello e hice una pose así (frunce los labios). Él me miraba detrás de la cámara, en un primer plano, y de pronto me dijo: “¿Te parece que falta alguna cosa”. “Sí, creo que sí”. “¿Mi boina?”, me preguntó. “Sí, tu boina”. Entonces, me la puso en la cabeza y así nació el personaje de Gradisca.

Sandra Milo

Finalizada la prueba, nos encontramos al final de las escaleras de su apartamento y él me abrazó. Recuerdo que Federico estaba contra las escaleras y yo contra la puerta; detrás tenía el sol poniente. Me abrazó estrechamente y me dijo: “Dios, tengo la sensación de que no te veré más, que ha terminado, que...”. Recuerdo que me reí y le dije: “¿Por qué? si haremos la película, estaremos juntos otra vez”. Finalmente no pude hacer la película porque mi marido no quería —un marido italiano celoso—, por los niños y por otras cosas. Traté de decírselo a Federico pero no pude. Victoria Mancini, que era la mujer del Ministro de Obras Públicas, Giacomo Mancini, le dijo: “Mira, Sandra no tiene opción. Yo hablé con su marido y él no quiere que haga la película y, sobre todo, no quiere que te vea a ti. Ella tiene miedo de perder a sus hijos y por eso no hará la película”. Esto fue un domingo en la tarde. El lunes siguiente filmó todo el día, y después se enfermó. Estuvo veinte días en cama. Previamente me había mandado cien rosas grandísimas, con una carta bellísima, una carta melancólica, quebrantadora, llena de amor y nostalgia... Sí, todavía la conservo (¡las rosas no!).
Después, Franco Cristaldi, el productor del film, telefoneó a Magali Noël, que vivía en Suiza, y le dijo que fuera a Roma pues querían hacerle una prueba. La llevó a la producción, la vistió como Gradisca y se la mandó a Fellini. Federico la vio y le dijo: “Mira, Magali, tienes que tratar de imitar a Sandra lo más posible. Mírala bien”. Magali, que siempre ha sido una muchacha inteligentísima, me miró de pies a cabeza. Recuerdo que empezó a imitarme de manera muy precisa, copiando incluso los gestos de mi rostro. Después, ¿qué hizo Federico? Ella tiene una nariz muy hermosa, sutil, no como la mía que es ancha y alargada. Pues cogió unos algodones, se los metió en la nariz para agrandársela y que le quedara parecida a la mía. Al rato, caminando como camino yo, parecida a una pata, se presentó ante Federico y él le dio el papel en Amarcord.


Un día nos vimos y me dijo: “¿Sabes?, estoy escribiendo una historia, un personaje bellísimo para ti. Es algo que quiero hacer, contar la historia de una mujer extraordinaria”. “Ah, qué bueno”, le dije, “mira que esta vez sí haré la película, haré lo que sea para hacerla...”. Y así pasó el tiempo. Una noche nos vimos y llega con un guión. Extraño, porque yo nunca le había visto un guión, hice dos películas con él y nunca le vi un guión. Lo abrió y me dijo: “De verdad hice lo que pude por escribir la historia de una mujer extraordinaria, pero no pude. En realidad, me salieron muchas mujeres, pero son fragmentos de personajes femeninos. Si quieres, los puedes hacer todos”. Y me da el guión.
Me ofendí horrible, horrible. Después de tantos años conmigo y resulta que no sabía cómo era una mujer. Una mujer de verdad y carnosa, una mujer con sangre, sentimientos, con cerebro, con pensamientos, con deseos. ¿Creía que podía decirme que había escrito aquellos fragmentos, que me los daba y que podía escoger qué partes actuar? Cogí el guión, se lo tiré en la cara y le dije: “Yo no soy el fragmento de nadie”. Peleamos y no quise hacer la película. Me llamó varias veces pero no quise verlo por mucho tiempo. Más tarde hicimos las paces y entonces sucedió algo extraordinario, porque por primera vez desde que nos conocíamos —sí, me había dicho te amo, tesoro mío, todos esas cosas que se dicen—, pero por primera vez me dijo: “Sabes, por fin he comprendido que la única mujer que verdaderamente he amado en la vida eres tú, tú eres mi mujer, la compañera”. No podía creerlo porque en el intermedio habían pasado diecisiete años y ahora él me decía: “Quiero vivir contigo, pasar el resto de la vida contigo, quiero hablar de las cosas cotidianas, de las cosas pequeñas, pensar en tus hijos. Nos iremos a Estados Unidos. (Él nunca quiso vivir en Estados Unidos, iba, viajaba, pero jamás quiso establecerse allá, y mucho menos trabajar). Me pondré a estudiar, después haré de ti una actriz maravillosa, escribiré cosas para ti y estaremos juntos siempre...”.
No sé si es que las mujeres somos extrañas, pero ignoro qué cosa me ocurrió en ese momento. Debería haber estado feliz, decir ¡sí!, y partir, hacer las maletas, o incluso sin maletas irme con él. Pero no sé si la petición había llegado demasiado tarde o si no me sentía capaz de afrontar la vida con un hombre que, hasta para mí, había sido un amor como un sueño, un amante ideal con el cual tenía peleas, pequeñas discusiones, pero que no eran los problemas de la vida, los fastidios cotidianos. No sé, tal vez no supe afrontar una nueva cosa con él. Le dije que no podía, que ahora tenía una vida organizada, con mis tres hijos, con mi trabajo... incluso con él pero no como una relación concreta sino... —¿de qué manera decirlo?— abstracta. Él insistió mucho. Yo creo —lo he pensado con los años—, porque después no nos vimos por mucho tiempo (no podía verlo), que él había llegado a un punto en su vida en que había agotado todos sus recuerdos, toda su memoria, que había cerrado el círculo y que necesitaba un gran cambio de dirección, comenzar de cero una nueva vida, contar nuevas cosas. Y que, en el fondo, para dar ese salto necesitaba de mí, una persona que lo conocía y lo amaba.
Hoy tengo remordimientos de no haberlo hecho, de no haberlo escuchado lo suficiente, de no haberlo ayudado. Sé que habría podido hacerlo y que él habría experimentado un gran cambio. Ésa fue, al fin y al cabo, la primera vez que el hombre prevalecía sobre el artista. Creo incluso que le habría dado un vuelco a su trabajo de artista.
Ésta es mi historia con Federico Fellini. Todavía lo quiero muchísimo. Si voy a Fregene me parece verlo entre los árboles. A veces me llama, se ríe y después gorjea como si fuera un pájaro y yo también pudiera estar entre los árboles. Sé que está allí, que se divierte y que finalmente está contento y que... Pero eso ya no lo cuento. Esa parte, un poco misteriosa, un poco secreta, sólo me pertenece a mí.


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