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martes, 23 de noviembre de 2010

Thomas Lynch / El enterrador / Ante las grandes preguntas


Thomas Lynch
EL ENTERRADOR
Ante las grandes preguntas
Por Camilo Jiménez

Ante las Grandes Preguntas, al enfrentarse al Delicado Momento que es la muerte de una persona cercana algunos podrán buscar consuelo o compañía en la Biblia, en el Corán, en el Tao Te King, en el Talmud, en los libros de Paulo Coelho o en los de Walter Riso o en la línea caliente de Walter Mercado. Yo sugiero leer El enterrador, de Thomas Lynch.


Como su trabajo, director de pompas fúnebres, este es un libro que trata con los muertos para acompañar a los vivos. Insiste en que lo que se haga con los muertos a los muertos no les importa, les importa a los vivos: “una vez esté muerto no hay nada que se le pueda hacer a usted o para usted o con usted o sobre usted que haga algún bien o algún mal […] Una vez esté muerto suba los pies, dé por terminado el asunto y deje que el marido o la señora o los niños o una hermana decidan si lo entierran o lo queman o lo disparan por un cañón o lo dejan secar en cualquier zanja. No será su día para verlo, porque a los muertos no les importa” (p. 31). Otro tema recurrente es que tendemos a deshacernos lo más higiénica, rápida y económicamente posible de nuestros muertos, pero aquí está su palabra para enfrentarnos de la mejor manera a lo que implica morir, a lo que representa que alguien muera.


Y cuando digo de la mejor manera es porque Lynch es tan absolutamente práctico que llega a ser cínico: “Durante su primer año de viudez se sentaba en su silla, con el corazón dolorido, a esperar que el otro zapato cayera” (p. 43); su pueblo, Milford, “Es un buen lugar para levantar una familia y para enterrarla” (p. 143); “el bon vivant flotando en su bañera necesita el cielo tanto como cualquier otro ombligo” (p. 116), “los funerales presionan las narices contra las ventanas de la fe” (p. 115)… Pero no por eso deja de ser compasivo: lleva más de veinticinco años enterrando a sus vecinos, y sabe qué decir.

En esta suerte de ensayos-memorias escribe con un ojo en la tumba y otro en la vida actual. La muerte, el oficio de enterrador, el dolor de los deudos y las buenas maneras ante el, de nuevo, Delicado Momento (la frase es de Sabina) le sirven para exponer sus casi siempre acertados comentarios sobre la América contemporánea –que por extensión, ay, es la vida contemporánea, la de todos–, sobre los centros comerciales, desarrollo urbano, dietas, formas de pago, costumbres. Él siempre está viendo más allá: “Mi esposa y yo salimos a caminar por las noches. Ella ve los detalles arquitectónicos de las casas de estilo neogriego, reina Ana, federalista y victoriano. Yo veo el garaje donde dos profesores, casados hace años y sin hijos, conocidos por sus habilidades para el baile de salón y sus esmeradas maneras, fueron encontrados asfixiados dentro de su Oldsmobile. Recuerdo la caligrafía perfecta de la nota que dejaron explicando su temor a la vejez y la enfermedad […] ella ve escenas agradables en las ventanas, la luz cálida de una habitación donde, con demasiada frecuencia, yo veo vacío y ausencia, la oscuridad donde la luz se apaga. Nos llevamos bien” (p. 145).

Podría parecer, según lo que acabo de citar, que Lynch habla siempre de negro, con sombrero y corbata de lazo. Y sí, habla como si siempre estuviera de etiqueta (es poeta y sus frases muchas veces son versos, muchas son epigramas, aforismos), pero en medio de tanta pompa destella un humor que es para quitarse el sombrero (y la imagen no quiere ser un lugar común: ¿qué hacía la gente que usaba sombrero cuando pasaba un cortejo fúnebre?): “Me alegra que no sea por experiencia personal poder decir que nada desinfla tanto un buen funeral como que el ataúd se desfonde” (p. 236); “Los féretros son los delgados, octagonales, casi siempre de madera, y corresponden muy bien a la forma humana antes del advenimiento de la era de la comida chatarra” (p. 237), “Cuando mi esposa se fue de la casa hace algunos años, mis hijos se quedaron conmigo, igual que la ropa sucia” (p. 35); “Si las mujeres a los veinte cambian favores por poemas y se entusiasman con el trabajo fácil de las musas, a los treinta se vuelven recelosas y a los cuarenta lo consideran una invasión a su privacidad y políticamente incorrecto” (p. 92); “Me senté en el muelle que daba hacia la playa. Vi pasar cuerpos firmes trotando en colores primarios o caminando con sus perros de diseño bajo la luz de la mañana” ( p. 132).

Frases tan sabias, tan bien escritas, que dibujan tan claramente una imagen, o recuperan una anécdota y la combinan con una reflexión exacta sobre los más profundos asuntos de la existencia… releo este párrafo y tiendo a pensar que estoy describiendo un libro sacro, fundacional, como la Biblia o los otros que cité al comienzo. ¿Estaré exagerando? No sé, pero si de mí dependiera yo le daría el Nobel a Thomas Lynch, así de sencillo. Y para terminar ahora sí antes de que siga dejándome llevar por el entusiasmo, debo disculparme: es que hace un buen par de años no lloraba al leer un libro. Miren por dónde, justo desde la primera vez que leí El enterrador.



Thomas Lynch 
El enterrador 
Bogotá, Alfaguara, 2004, 258 páginas. 

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