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martes, 29 de diciembre de 2009

Burt Lancaster / John Cheever / El nadador



Burt Lancaster / John Cheever
EL NADADOR
Por Daniel Dominguez
20 de octubre de 2009

Debía tener unos catorce años cuando vi El nadador (1968) de Frank Perry un mes de agosto en el cine Yut (de Tui, claro). En la calificación moral que colgaban en la iglesia de San Francisco la señalaban como "gravemente peligrosa". Como casi nadie iba al cine en esas fechas y ejercía de portero un vecino de la parroquia, pude entrar a pesar de que era para mayores de 18. Fue toda una experiencia. Era una película diferente por lo que contaba y por el modo de contarla, en fin, contaba algo completamente distinto a las películas que yo había visto. Fue una experiencia perturbadora, pero no por las razones que yo imaginaba antes de entrar en el cine.


Janet Landgard (Julie Ann) y
Burt Lancaster (Ned Merryl) en 
El nadador

Yo esperaba sexo y lo que me encontré fue una de las odiseas mas desoladoras que se hayan contado nunca en el cine. Aquella travesía de Burt Lancaster de piscina en piscina representaba un purgatorio de los sueños, un despeñadero de la inocencia y un viaje al corazón de las tinieblas. Una jornada que cifraba la epifanía de toda una vida. Nunca olvidaré el cuerpo aterido ¡de Burt Lancaster! bajo la lluvia, junto las puertas de su hogar abandonado tras haber remontado el río (de piscinas) para alcanzar las ruinas de la inocencia.


Un viaje casi alucinatorio hasta las nacientes de la condición humana. La derrota de una demolición. Pasé días candentes de aquel agosto dándole vueltas a lo que había visto y me vi cuarenta años después, o sea, ahora, en la piel de Burt Lancaster, temblando entre sueños rotos, solo, abandonado por todos. A la intemperie.

Y por primera vez sentí miedo del futuro. Yo, que tanto deseaba ser mayor, me asusté de lo que me esperaba si... En ese si se encerraban tantas preguntas y tantas posibilidades que empecé a sudar... frío, en pleno agosto. Y escribí y escribí en una libreta para conjurar las tinieblas, para iluminar la oscuridad, para detener la máquina del tiempo. Esa libreta desapareció. Y sólo hace unos años, aquí, durante un paseo con Ángeles le confesé el desasosiego con que El nadador me había colmado aquel verano.


John Cheever en El nadador de Frank Perry

Cuando leí El nadador de John Cheever, el relato -apenas 17 páginas. traducido por José Luis López Muñoz y editado por Magisterio Español en 1967- del que se nutre la película y que adaptó Eleanor Perry -la mujer del director-, tenía dieciocho años, no sabía quién era John Cheever y había comprado el libro por el título (porque era el de aquella película imborrable), y la experiencia de la película se multiplicó, se expandió y se enriqueció. El relato hacía vibrar otras cuerdas, encontraba otras resonancias, asomaban por las rendijas otras visiones que perdían la cualidad alucinatoria de la película, pero cobraban una dimensión fronteriza con la desesperación y Ned Merryl la orfandad de un niño desvalido que ya nunca podrá regresar a casa. Y sobre todo, Cheever me descubría una manera de escribir que yo no había conocido hasta ese momento. Cheever no se parecía a nada de lo que hubiera leído. Sólo se parecía al desasosiego que yo había vivido aquel agosto de 1970. Había publicado El nadador el 18 de julio (vaya fecha) de 1964 en The New Yorker, justo cuando aquí se celebraban los infaustos 25 años de paz (un eufemismo de cunetas, paredones, exilio, miedo y silencio, o sea, de dictadura).


John Cheever

Durante muchos años, El nadador se quedó ahí, en algún rincón íntimo y recóndito. Nunca volví a hablar de la película. Nunca volví a verla. Un día, creo que fue Cheché Carmona, cuando trabajábamos juntos escribiendo una serie, quien me dijo que le había gustado El nadador. Entonces me atreví a verla otra vez. Y ahí estaba Burt Lancaster encarnando a Ned Merryl, atrapado en un delirio de pureza, encastillado en algún confín perdido de su memoria, bajando la colina de piscina en piscina bajo las cuales corre un río subterráneo de alcohol y fracaso; y Janice Rule -a la que Merryl arruinó la vida- que le pone delante el espejo donde cobran vida los fantasmas de los que no sabía que huía, cuando llega el crepúsculo y se enturbian las aguas del pasado. Casi resulta irónico a la luz de El nadadorque Janice Rule acabe estudiando psicoanálisis y abra consulta en Nueva York. ¿Cómo no recordar aquello que había dicho Orson Welles a propósito de la izquierda de Hollywood que había traicionado sus ideales durante la caza de brujas por conservar las piscinas? ¿O aquello de Scott Fitgerald: no hay segundos actos en las vidas americanas? ¿Y cómo no ver ese río de piscinas como una ciénaga moral? Una película que, aun con ciertos lastres simbólicos y oníricos sesenteros, se mantiene viva gracias a la creación de Burt Lancaster encarnando al nadador y al poderío germinal de la historia (y de la metáfora) de Cheever sobre la expulsión del paraíso y el exilio irremediable.


Burt Lancaster y Janice Rule (Shirley)
en El nadador

¿Por qué le hablé a Ángeles de la experiencia que había vivido con El nadador? Porque ese día, 29 de mayo de 2004, un sábado, había leído en el Babelia un texto de Ray Loriga del que apunté este fragmento en una libreta que hoy, rebuscando entre cuadernos de notas, he vuelto a leer:

John Cheever se levantaba todas las mañanas muy temprano, se ponía un traje de tres piezas, cogía un maletín y llevaba a sus hijos a la parada del autobús en el Upper West Side de Manhattan. Después de despedir a los críos con la mano, volvía a entrar en su edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba hasta un pequeño cuarto junto a las calderas en el que había puesto una mesita y, sobre ésta, su máquina de escribir. Una vez allí, se quitaba el traje y escribía en calzoncillos, el calor de las calderas así lo exigía, hasta que los niños volvían del colegio. Entonces se vestía de nuevo, agarraba su maletín vacío e iba a la parada del autobús a recogerlos. Día tras día, Cheever fingía tener un empleo y una oficina y una posición que no tenía. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no era más que un escritor.

Me conmovió. En sus Diarios -otra experiencia abrasiva, ese agujero negro de rara hermosura, según Rodrigo Fresán-, Cheever da cuenta de la génesis de El nadador, pero en otro lugar explicó que había empleado 150 páginas de apuntes para 15 páginas de cuento y tardó dos meses en ponerle punto y final. Representó una experiencia terrible y tardó mucho tiempo en volver a escribir otro cuento. Eso también me conmovió. Cheever estaba convencido de que en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela. Un cuento como El nadador, por ejemplo.


John Cheever

Unos meses antes de morir, en 1982, John Cheever recibió la National Medal for Literature en el Carnegie Hall de Nueva York. Estaba muy enfermo y calvo por el tratamiento contra el cáncer, y se apoyaba en un bastón. Y habló, aún con voz clara y fuerte:

Una página de buena prosa es aquella donde uno puede oír la lluvia. Una página de buena prosa es aquella donde escuchamos el rugido de una batalla. Una página de buena prosa tiene el poder de hacernos reír. Una página de buena prosa me parece a mí el diálogo más serio que pueden llegar a tener las personas bien informadas e inteligentes a la hora de mantener ardiendo pacíficamente los fuegos de este planeta.

Y acabó con la definición de literatura que un día había formulado Jean Cocteau: La literatura es una forma de la memoria que no recordamos. 

Siempre me pregunté si alguna vez, después de todo, John Cheever habría conocido la redención de la vergüenza. O si fue más fuerte que él. La vergüenza.









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