Evelio Rosero |
Evelio Rosero
LA ESCRITURA HERIDA POR EL FUEGO
Por Emiro Santos y Chavelly Jiménez
El corredor es amplio, bordeado por columnas de piedra, casi dibujado con desdeñosa precisión. Estamos sentados los cuatro muy cerca del patio central, donde hay una noria oscurecida por la intemperie. Evelio Rosero sostiene la mano de su esposa, una mujer bella y delicada, y ante una de nuestras preguntas, se muestra convencido: “Decir que uno es un humanista es lo más cercano a decir que se está de lado de la humanidad. Pertenecer a un partido no deja de significar cierto egocentrismo de ideas.” A medida que habla, modula cada una de sus palabras, aunque (si bien se mira) asaltado tal vez por una incertidumbre vital. Ha escrito algunos de los libros más poderosos y sugestivos de la literatura colombiana: El incendiado (1984), Juliana los mira (1987) o Los ejércitos (2007), así como algunos relatos que se cuentan entre los más dolorosos homenajes a la infancia.
–¿Cómo recuerda Evelio Rosero sus primeras lecturas? ¿Qué tan decisivas fueron en el descubrimiento de una vocación literaria?
–Tuve la suerte de contar con una buena biblioteca en mi casa. Mi padre era un excelente lector y, como le ha sucedido a muchos escritores, mi ingreso a la literatura se dio gracias a unos libros maravillosos que llegaron a mis manos: las obras de Verne, la de los escritores rusos del siglo XIX (Dostoievsky, Gógol, Chéjov, Tolstoi, Turkuéniev). Fueron ellos los primeros autores que leí, de los nueve a los once años, en una lectura completamente desprovista de lineamientos. Yo leía un libro de fábulas, pero al tiempo estaba leyendo a Flaubert, encantado por la lectura. Después, tuve esa maravillosa visión: el descubrimiento de mi propia profesión, de mi oficio. Quería ser escritor. Quería escribir libros como los que leía.
–¿De esta época viene la emoción y la ansiedad que sintió al leer una novela como Robinson Crusoe, de Defoe? ¿Qué le reveló que fue tan decisiva a la hora de dedicarse a escribir?
–Menciono en alguna ocasión esta obra porque justamente fue el detonante de mi deseo de escribir. Como muchos escritores cuando son jóvenes (niños, en mi caso), quise empezar por escribir un cuento o un relato largo, y tomé el argumento del mismo Daniel Defoe, del Robinson Crusoe. Pero el náufrago de mi “novela” estaba acompañado. No estaba tan solo, e iba con la novia, con la niña que yo más quería a esa edad. Por eso admiro, quiero y recuerdo con tanto cariño ese libro.
–Defoe se encontraba en la biblioteca paterna, que fue el cimiento de su vocación literaria… ¿Cuáles son hoy esos los libros a los que usted regresa, incluso estando en medio del naufragio?
–Para mí los escritores rusos siguen siendo definitivos. Varias veces, en diferentes etapas y épocas de mi vida, he regresado a Los demonios, de Dostoievsky (no hace mucho terminé de releerlo), y hace como dos o tres años volví por tercera vez a Ana Karénina: siempre encuentro en ellos cosas nuevas. El Quijote no lo he vuelto a leer de principio a fin (de eso solamente hice una única lectura que me avasalló), pero sí acudo continuamente a capítulos que me recuerdan momentos muy especiales de mi vida. La literatura tiene el poder de llevarlo a uno al pasado, al entorno en que se vivió cuando uno leyó determinada obra. Mi primer encuentro con el Quijote, recuerdo, lo tuve cuando contaba con doce o trece años, y cada vez que me detengo en algún capítulo en especial siento nuevamente esa alegría de una época de la adolescencia.
–¿Cómo ocurre en Evelio Rosero el momento en que decide que es necesario escribir un cuento o una novela?
–Pregunta bastante complicada… Varía según la obra y el género. Es muy distinto escribir un cuento a escribir una novela, y mucho más distinto un minicuento. Yo he escrito cuentos de un solo párrafo, cuentos muy breves (algunos prefieren llamarles microficción) y novelas que pueden tener más de trescientas páginas, y ese es otro tipo de trabajo. Deberíamos precisar, entonces, una obra en concreto. Ahora me encuentro trabajando, por ejemplo, en una novela de orden histórico (primera vez que abordo este tipo de novela). Está ubicada en el Nariño de la década de los sesenta. Yo nací en Bogotá, pero a mi padre lo trasladaron a Pasto en 1966. Entonces, a partir de esa fecha en que viajé a Pasto, cuando yo tenía ocho años, ubico mi novela, desde mis recuerdos de infancia, y la alterno con algunos días de Simón Bolívar. Es decir, retrocedo muchísimo en el tiempo, doscientos años, cuando Bolívar pasó por el Sur, por Nariño, y todo lo que ocurrió con el Ejército Libertador. Nariño era realista, pero tenían razones para serlo. Estaban muy bien y llegaron los patriotas a acabar con toda la economía… Hay razones históricas por las que Nariño se reveló y enfrentó a Bolívar.
–Pareciera haber aquí un salto en los modos creativos y narrativos presentes en algunos libros como Señor que no conoce la luna o En el lejero.
–He necesitado de mucha investigación. Es para mí muy distinto a como ocurría con novelas anteriores, que se guiaban más por la imaginación, la elucubración alrededor de personajes que yo había inventado, que nacían de la realidad (por supuesto), pero que yo estaba inventando. Aquí hay un personaje que es real e histórico, Bolívar. He tenido que documentarme, y esto ha hecho que mi trabajo sea muy lento. Novelas comoSeñor que no conoce la luna nacieron de una frase, simplemente de una frase que yo anoté al azar: “Es cierto que esta casa es inmensa, pero nosotros somos demasiados. Pues para que todos quepan dentro de la casa, hace falta que haya uno, por lo menos, metido en el armario. Y soy yo, generalmente, quien vive dentro del armario”. Así empezó la novela. Fue lo único que anoté y no sabía por dónde seguir, y con la intuición (que es de la que siempre me he valido) empecé a adelantar la novela: salió esa obra que es Señor que no conoce la luna. Otras nacen de una reflexión plenamente consciente. Durante noches y noches y noches, sin escribir una sola palabra, empiezo a armarme toda la novela, todo el cuento y luego me siento a trabajarlo.
–Al leer una novela como Los ejércitos uno no puede dejar de preguntarse: ¿Cómo lograr ese grado de depuración y limpieza de estilo, siendo una historia tan dolorosa y que pareciera imposible de contar sin gritos?
–Trato de ser lo mejor escritor que puedo cuando escribo. Ese es mi trabajo, es mi oficio. Le dedico la mañana y la tarde a mi trabajo, como cualquier obrero. Le pongo toda la fuerza al asunto y humildad, sobre todo. Nunca me he considerado un escritor mejor que los demás, pero sí creo que uno debe dedicar el oficio extremo a cada hoja y no escribir capítulo por capítulo, sino palabra por palabra, como si se guiara uno por aquella frase tan importante que dijo García Márquez de que escribir es una labor de relojero. Con eso García Márquez trataba de decir que se debe ser minucioso, que realmente se debe tener responsabilidad en el oficio de escritor. Veo cómo continuamente se publican muchos libros, a muchos autores, pero no hay cuidado en el tratamiento estético de la obra, en la forma. Allí está el primer grave error de esos escritores que comienzan a escribir: quieren ver publicadas sus obras, quieren ser famosos. Yo no escribo para ganar concursos. Infortunadamente los concursos son un medio del que me valgo para sobrevivir, porque soy escritor, no soy periodista, no podría serlo. La escritura es mi manifestación vital con los demás. Escribir Los ejércitos me demandó mucho esfuerzo, mucho trabajo.
–¿Cómo se dio esa adecuación de hechos reales a la hora de componer una narración tan fantasmal como En el lejero, o escribir una novela como Los ejércitos, narraciones que funden en varios instantes la tragedia de un pueblo?
–Escribí En el lejero aproximándome a la realidad colombiana desde un punto de vista muy onírico, muy surrealista, tratando de tocar ese tema que a mí me ha afectado tanto, que me ha entristecido, no sólo como escritor, sino como colombiano: el secuestro. Es la degradación más profunda a la que puede llegar un ser humano: ser secuestrado, llevado a la fuerza a cualquier sitio y encerrado, maniatado, encadenado. Es para mí la degradación por excelencia. Entonces, En el lejero traté de abordar este aspecto, y al terminarlo pensé, no obstante, que había que ser más objetivo, había que acercarse a la realidad colombiana todavía con mucha más precisión, y comencé a trabajar Los ejércitos. De manera que En el lejero sí es el preámbulo, como quien dice, la preparación literaria que yo necesitaba para abordar Los ejércitos, un libro mucho más “objetivo” y que toca con otros recursos la realidad del secuestro.
–Hay en algunas líneas de esta novela un erotismo que une a sus personajes . ¿A qué se debe esta recurrencia que, en muchos momentos, pareciera hablarnos de un amor doloroso en medio de la guerra, así como de la precariedad de los vínculos entre los hombres?
–El erotismo es, ciertamente, una manifestación vital mía como escritor y está en todas mis obras, está en Los ejércitos. El dolor, la guerra, la muerte tienen un antagonista que es justamente la alegría, el amor, el deseo, la sensualidad. Por ello en algún momento de la novela el profesor Paso asegura que es aquello lo que le permite seguir viviendo: la admiración profunda que siente por la belleza de su vecina, el amor que él mismo se crea o se sueña a través de la belleza de esta vecina
–y el amor que siente por Otilia…
–Sí, por la mujer que es su mujer de toda la vida… Es la muerte alternando continuamente con la vida.
–¿Cuál es el deber de la literatura ante estas realidades? ¿Qué significa
para Evelio Rosero la literatura en un país como Colombia?
–Soy un testigo de mi tiempo, de mi realidad. Todo lo que veo, todo lo que siento y todo lo que me ha remecido lo muestro en mis novelas. La literatura puede cambiar la manera de mirar el mundo a través de las palabras, y yo me siento modificado, cuando soy lector, por los libros que leo. Siento que el escritor informa, da a conocer su mundo. Si leo a un escritor ruso, francés o irlandés, estoy conociendo esas realidades distantes y estoy, al mismo tiempo, comparándolas con las mías, aprendiendo de ellas. La literatura, por lo mismo, no puede desaparecer. No podrá ser reemplazada por los cambios tecnológicos, antes bien, se enriquecerá de ellos. Otro problema es la educación y la falta de lectura. Eso ya es otro problema gravísimo de un pueblo cuando no presta atención a la educación, como ocurre con nosotros. El erario público en Colombia va destinado a la guerra, a comprar más armas o sencillamente se malgasta.
–Poco dinero y pocas preocupaciones destinadas a la educación…
–Hay allí otro tipo de problema. La gente no lee no porque le disguste, sino porque no hay una enseñanza consciente de la literatura en los colegios. No se enseña a querer, a amar la lectura, sino a descreer del libro. De manera que el asunto es muy distinto. La literatura, no obstante, no va a desaparecer nunca. Hace más de veinte años entré a estudiar a la Universidad del Externado, y entonces los compañeros de Comunicación decían a voz en cuello: “No más libros, no más novelas. Queremos un laboratorio de cine”. Como en otros lugares del mundo, ya la polémica estaba puesta desde entonces y, sin embargo, todavía hay libros, la gente sigue publicando, siguen escribiéndose buenos libros de novelas, buenos poemas, malos poemas, malos libros de novela. Uno de nuestros profesores de entonces (estoy hablando de hace más de veinticinco años) nos decía que él, cuando había estudiado en Madrid tres décadas atrás, también había asistido al mismo problema. La gente decía que el libro iba a desaparecer, y no ha desaparecido aún. Es necesario el libro, la palabra escrita. Mientras el hombre hable, la palabra escrita va a continuar viva.
–Ahora que lo menciona en el recuerdo de estas urgencias universitarias, ¿cómo es su relación con el cine?
–Me gusta muchísimo. Antes de aprender a leer y a escribir, en Fontibón y en Bogotá yo iba a cine. Tenía seis años y me iba a un teatro cada domingo. El cine costaba en aquel momento un peso, y para mí el descubrimiento del arte fue primero a través del cine, porque yo no sabía leer ni escribir, no había entrado al colegio. Cuando lo hice, comencé a leer en la biblioteca de mi padre. Pero para mí el cine es una magia. Es un arte de ahora y del futuro, sin que quiera decir con ello que va a desplazar a la literatura, pues ambos se complementan. Buenos cineastas son grandes poetas. Los buenos cineastas leen y respetan la palabra escrita y llevan novelas al cine y lo hacen bien. El mal cineasta es el que descree de la literatura, el que descree del arte literario. Para mí le falta todavía mucho a un cineasta que no sea un buen lector.
–Algunos escritores colombianos, entre ellos Rafael Maya, hablaban hace varias décadas de una falta de tradición literaria en Colombia. Otros, como el poeta Luis Vidales, renegaban de que no existiese una tradición crítica. ¿Cree que hoy la crítica literaria ha logrado desvirtuar estos continuos escepticismos y ha logrado cumplir algunos de sus programas?
–Infortunadamente, no. Los críticos literarios no abundan, los verdaderos críticos. Hay comentaristas de libros, hay intelectuales y, sobre todo, hay frustrados que no han podido escribir una novela, que no han podido adelantar un libro de cuentos y se dedican a hablar mal de los demás. Hay muchas pasiones, emociones, defensa de bandos literarios, y eso no conduce a nada. No está bien. El crítico debe ser alguien desprovisto de pasiones. Debe decir con sinceridad lo que piensa de una obra y, para decirlo, tiene que saber del arte. Por eso me gusta mucho leer la crítica cuando es de escritores. Por ejemplo, me gustan los ensayos de Vargas Llosa, porque él es un escritor, y está hablando de otras obras. Pero tiene razones para hablar. Él también ha hecho novelas. Mientras que leer a otros autores que no han escrito una sola novela o un solo cuento y están despotricando contra alguien así de fácil no conduce a nada. En Colombia, lamentablemente, no hay una tradición de crítica literaria auténtica. No la hay.
–Nos gustaría apelar, antes de despedirnos, a algunas de las famosas preguntas que le fueran hechas a Marcel Proust por una joven admiradora de hace ya bastante tiempo. Quisiéramos escuchar a un Evelio Rosero contado por sí mismo en el “Cuestionario Proust”.
–Bueno, lo intentaremos, con el respeto de la admiradora de Proust.
–¿Cuál es el principal rasgo de su carácter?
–La pasión.
–La cualidad que desea en un hombre.
–La entereza.
–La cualidad que desea en una mujer.
–La comprensión.
–Su principal defecto, Evelio.
–A veces actuar sin meditarlo, sin pensar mucho las cosas.
–¿Dónde desearía vivir?
–En el campo.
–¿Por una nostalgia…?
–Viví en el campo, en Chía, hace algunos años. Estaba rodeado de vacas. Se veían las montañas, y ahora vivo en un apartamento, en Bogotá, y ex- traño mucho los árboles.
–¿Cuáles son sus poetas preferidos?
–Rimbaud, Baudelaire… Ovidio es un autor que leo con frecuencia: Las tristes,Las metamorfosis, y el primero de todos, Homero.
–¿Qué caracteres históricos desprecia más?
–El militar.
–¿Cuál es su idea de la felicidad?
–Amar y saberse amado. Saber que hay alguien allí.
–¿Cómo le gustaría morir, Evelio?
–Durmiendo.
–¿Por temor al dolor de la muerte?
–No. Sólo quisiera sentir que me muero como si estuviera soñando, y no dejar de soñar.
Cartagena de Indias, enero de 2009.
Publicado orignalmente en Cuadernos de literatura del Caribe e Hispanoamérica, nº 9 (Enero-Junio), Barranquilla y Cartagena, Universidad del Atlántico-Universidad de Cartagena, 2009, pp. 219-226.
http://memoriasdelfuego.wordpress.com/
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