
Samantha Harvey en ”Orbital”: un mensaje de amor a la Tierra
«Orbital», novela de Samantha Harvey ganadora del Premio Booker 2024, narra la experiencia de seis astronautas en la Estación Espacial Internacional. La autora nos sumerge en un territorio flotante, tan ajeno al que pisamos, y explora emociones profundas, reflexionando sobre la vulnerabilidad humana, la conexión con la Tierra y el deseo de protegerla.
Comienzo a escribir este texto sobre Orbital, novela de la escritora británica Samantha Harvey, ganadora del Premio Booker 2024, haciéndome una pregunta: ¿Cómo hablar de un libro que me ha parecido maravilloso; cómo transmitir eso; cómo contar lo mucho que me ha conmovido, me ha sorprendido, me ha enternecido? No es fácil analizar los resortes profundos que hacen que una lectura provoque tantas emociones, y, sin embargo, tenemos la necesidad de hacerlo, de compartir lo que consideramos un tesoro.
Esta convicción de haber encontrado algo muy valioso me anima a seguir adelante, intentando despertar vuestras ganas de acercaros a las experiencias de los protagonistas: dos cosmonautas (rusos) y cuatro astronautas de distintas nacionalidades, dos hombres y dos mujeres (un americano y un italiano; una japonesa y una británica), todos a bordo de la Estación Espacial Internacional, dando vueltas y vueltas alrededor de la Tierra, en una plataforma “compuesta de diecisiete módulos interconectados, a veintiocho mil kilómetros por hora”, ubicada en la órbita terrestre baja, con sus vidas terrenales en suspenso durante nueve meses, siendo conscientes de cosas que únicamente pueden percibirse en situaciones de aislamiento, de extrañeza respecto a las situaciones que percibimos como normales, que están dentro de lo conocido, de lo cotidiano.
Samantha Harvey consigue que giremos con ellos, que imaginemos, que salgamos de nuestros entornos e intentemos mirar desde arriba. Y lo hace utilizando un lenguaje bellísimo, poético, un ritmo de narración hipnótico, haciendo que la ciencia y la filosofía entren en una narración cargada de comprensión, de lucidez, que nos lleva a agradecer cada despertar, a percibir, desde el minuto uno, un profundo amor por nuestro planeta, un amor mezclado con pena por su deterioro, por sus heridas.
El tiempo, la noción del tiempo, se modifica mientras vamos pasando las páginas de esta novela. La autora nos sumerge en un territorio flotante, totalmente ajeno al que pisamos. En la estación espacial los astronautas comparten normas, rutinas, trabajos, diálogos, sensaciones, pensamientos. Pero al mismo tiempo no dejan de estar conectados, vinculados, con lo que han dejado atrás: sus casas, sus ciudades, sus rincones queridos, sus familias, porque la calidez de los afectos, y también los conflictos no resueltos, siguen esperando y se suman a lo que va sucediendo mientras orbitan.
“Una civilización extraterrestre podría echar un vistazo y preguntarse: ¿Qué están haciendo estos? ¿Por qué no paran de dar vueltas sin ir a ningún lado? La Tierra es la respuesta a todas las preguntas. La Tierra es el rostro de un amante exultante; la ven dormir y velar y ensimismarse en sus hábitos. La Tierra es la madre que espera el regreso de sus hijos, cargados de historias, de euforia y esperanza. Sus huesos, un poco menos densos; sus miembros, un poco más flacos. Ojos que rebosan de imágenes que son difíciles de olvidar”, leemos muy al comienzo, cuando aún no sabemos lo mucho que nos va a envolver la historia en sus redes de calidez, de empatía.
LA NOCIÓN DEL TIEMPO SE MODIFICA MIENTRAS VAMOS PASANDO LAS PÁGINAS DE «ORBITAL». SU AUTORA NOS SUMERGE EN UN TERRITORIO FLOTANTE, TOTALMENTE AJENO AL QUE PISAMOS. EN LA ESTACIÓN ESPACIAL LOS ASTRONAUTAS COMPARTEN NORMAS, RUTINAS, TRABAJOS, DIÁLOGOS, SENSACIONES, PENSAMIENTOS.
Leí Orbital con el deseo de que no acabase, avanzando sin prisa por sus páginas, volviendo a algunos de sus tramos para apreciar mejor sus matices. No es necesario conectar con la manera de ser, de actuar, de ver el mundo, de los personajes de una obra de ficción para que esta nos parezca interesante. Muchas veces nos seduce por todo lo contrario. Pero en este caso me pasó que, a medida que iba leyendo, me sentía cada vez más compenetrada con los sentimientos y reflexiones de los protagonistas. Harvey, a quien descubrí con otra obra muy especial, Un malestar indefinido, que parte de sus propias vivencias –lo único que se había publicado de ella en España hasta ahora–, consigue que nos sintamos parte de esta narración que expresa el amor y el agradecimiento hacia el planeta, algo que, estoy segura, emana de cada uno de nosotros si escarbamos un poco en nuestro interior, si logramos parar el ruido y el sinsentido de la actualidad, del presente que vivimos.
La vulnerabilidad humana, esa certeza que parecen haber olvidado quienes se creen indestructibles con su poder y su dinero, es algo muy presente en un recorrido que nos anima a dar valor a la humildad. ¿Cómo no sentirnos afectados ante la “poderosa sensación infantil y de pequeñez” de los astronautas? La madre de Chie ha muerto en Japón sin que ella tenga opción de despedirla y ese sentimiento cobra aún más fuerza. Es imposible no conmoverse, no tomar conciencia de la fragilidad que nos define al acceder a los pensamientos de los moradores de la estación espacial. “Son simplemente ideas viejas que nacen en momentos nuevos; y en esos momentos la idea que surge es: sin esa Tierra estamos todos acabados. No podríamos sobrevivir ni un segundo sin su generosidad, somos marineros en una nave que surca un mar profundo y oscuro en el que no se puede nadar”.
Las vueltas alrededor del planeta se suceden a un ritmo veloz. “El espacio desgarra el tiempo, lo hace trizas” y, para tener un punto de referencia, los astronautas deben decirse en cada despertar: “Esta es la mañana de un nuevo día”, una frase que me parece altamente inspiradora, aunque no estemos en su “deriva ingrávida”, sino con los pies bien anclados al suelo. Pero en su caso, en cada nuevo día, “darán la vuelta dieciséis veces a la Tierra. Verán dieciséis amaneceres y dieciséis puestas de sol”. Cada día para ellos es “un día de cinco continentes, de otoño y primavera, de glaciares y desiertos, de selvas y zonas de guerra”.
LA VULNERABILIDAD HUMANA, ESA CERTEZA QUE PARECEN HABER OLVIDADO QUIENES SE CREEN INDESTRUCTIBLES CON SU PODER Y SU DINERO, ES ALGO MUY PRESENTE EN ESTA NOVELA QUE NOS ANIMA A DAR VALOR A LA HUMILDAD. ¿CÓMO NO SENTIRNOS AFECTADOS ANTE LA “PODEROSA SENSACIÓN INFANTIL Y DE PEQUEÑEZ” DE LOS ASTRONAUTAS?
Es hermosa la manera en que es contado este transcurrir. Samantha Harvey parece una pintora con todos los colores a su alcance para describir cómo se ven desde las alturas “mares, lagos, llanuras, desiertos, montañas, estuarios, deltas, bosques y témpanos de hielo a la deriva”. El “latigazo del amanecer llega cada noventa minutos” y, desde la distancia a la que se encuentran, a través de las ventanas desde las que miran, ven como aparecen y desaparecen, sin darles tregua, países y continentes; perciben que “la humanidad es la luz de las ciudades y los filamentos iluminados de las carreteras”.
Son muchos los pasajes reveladores, deslumbrantes, que encontramos en Orbital. A medida que pasamos sus páginas cultivamos nuestra capacidad de asombro. Y no solo por la descripción de lo extraordinario de la experiencia que se nos cuenta, sino por la capacidad de penetración en las mentes de los protagonistas, en lo que les está pasando por dentro, en esos puntos de lucidez que les abre la circunstancia que están viviendo. Hay un momento en el que se habla del deseo de que no acabe jamás la situación de estar en órbita, del “repentino asalto de felicidad emboscada” que les sorprende en ocasiones.
“Esa felicidad se la encuentran por doquier. Les salta encima desde los sitios más humildes: desde la plataforma de experimentación, desde el interior de los sobres de “risotto” y de “cassoulet” de pollo, desde los paneles de pantallas, los interruptores y los conductos de ventilación, desde esos tubos de titanio, kevlar y acero brutalmente angostos en los que viven enjaulados, desde esos mismos suelos que son paredes y desde esas paredes que son techos, y desde esos techos que son suelos. Desde los asideros que son estribos que laceran los dedos de los pies. Desde los trajes espaciales, que esperan en las escotillas con un aire macabro. Todo lo que les habla de estar en el espacio –que aquí es todo– aguarda emboscado para asaltarlos con su felicidad, y no es tanto que no quieran volver a casa, cuanto que la idea de casa ha hecho implosión: ha crecido, se ha dilatado y se ha llenado tanto que ha terminado por derrumbarse sobre sí misma”, vamos leyendo.
Y no me resisto a transcribir un poco más: “Al principio de sus misiones, todos echan de menos a sus familias (…) Ahora, por necesidad, han terminado entendiendo que su familia no es otra cosa que la que tienen aquí, estas personas que saben las mismas cosas que ellos y ven las mismas cosas que ellos, con quienes no necesitan palabras para explicarse. Cuando regresen, ¿Cómo conseguirán contar lo que les ha ocurrido aunque solo sea superficialmente? ¿Cómo contar en qué y en quiénes se convirtieron?”
SAMANTHA HARVEY PARECE UNA PINTORA CON TODOS LOS COLORES A SU ALCANCE PARA DESCRIBIR CÓMO SE VEN DESDE LAS ALTURAS “MARES, LAGOS, LLANURAS, DESIERTOS, MONTAÑAS, ESTUARIOS, DELTAS, BOSQUES Y TÉMPANOS DE HIELO A LA DERIVA”.
“El deseo de no marcharse jamás” es común a los tripulantes, del mismo modo que el nuestro –cómplices de su viaje– de querer que la historia no concluya, porque fuera de ella nos espera el horror de las noticias, la sensación de estar atravesando un periodo desquiciado de la historia, un desconcertante juego geopolítico. Pero si algo transmite esta novela es sensación de perspectiva, de distancia para observar, para reflexionar, y, pese a que todo parece ir rumbo al desastre, para seguir anhelando cambios, giros inesperados, acciones que promuevan avances hacia mejores horizontes de futuro.
Los protagonistas se han evadido de lo que sucede en el mundo bajo sus ojos, de sus propias realidades, pero no pueden escapar del todo y lo saben. Hay momentos de gran impacto en la novela que nos alejan del entorno espacial y nos hacen pisar la Tierra. Os hablaba de la muerte de la madre de Chie, un hecho que nos conduce a los entornos de la astronauta japonesa, a sus orígenes, a la historia de su familia, marcada por un acontecimiento trágico: el lanzamiento de la bomba atómica sobre Nagasaki.

Resultan muy emotivos los fragmentos de memoria que salen a la luz, la manera en la que se da cuenta del proceso de duelo. Los recuerdos de infancia cobran fuerza alrededor de una foto que la astronauta conserva de su madre, en la que se la ve en la playa, mirando hacia el cielo, hacia donde creía que estaba la nave Apolo el día de julio de 1969 en que el hombre llegó a la luna por primera vez; un hecho del que queda constancia en las letras escritas por su padre en la parte de atrás: “Día del alunizaje, 1969”. ¿Hasta qué punto esa imagen suscitó sus primeros pensamientos del espacio?, se pregunta Chie.
Los momentos en que algunos de los protagonistas descubrieron su vocación, entran en el discurrir de la historia, pasando a rememorarse detalles, capítulos y personajes clave en la historia de los viajes espaciales. Se alude, por ejemplo, a la fotografía mítica que realizó Michael Collins a sus compañeros –Armstrong y Aldrin–, en el primer aterrizaje en la luna, que Anton, uno de los cosmonautas, recuerda a raíz de un sueño motivado por el despegue, desde Cabo Cañaveral, de otros viajeros rumbo al satélite (acontecimiento que los protagonistas observan con gran interés desde su posición).
RESULTAN MUY EMOTIVOS LOS FRAGMENTOS DE MEMORIA QUE SALEN A LA LUZ. LOS MOMENTOS EN QUE LOS PROTAGONISTAS DESCUBRIERON SU VOCACIÓN, ENTRAN EN EL DISCURRIR DE LA HISTORIA, PASANDO A REMEMORARSE DETALLES, CAPÍTULOS Y PERSONAJES CLAVE EN LA HISTORIA DE LOS VIAJES ESPACIALES.
Otra foto es importante para Roman, el otro cosmonauta. La observa clavada en una pared. Es la de su héroe particular Serguéi Krikaliov, “el primer ruso en la primera misión a la estación espacial, el hombre que ayudó a construirla, el hombre que, antes de eso, fue enviado al espacio por la Unión Soviética y estuvo orbitando en la Mir casi seis meses más de lo previsto porque, durante su estancia, la Unión Soviética dejó de existir y no había forma de volver a casa”.
Y también cobra relevancia el accidente del Challenger en 1986, con siete astronautas a bordo, un hecho trágico que, sin embargo, marcó el destino de Nell, la astronauta británica. “Entendí que el espacio era de verdad, que los vuelos espaciales eran de verdad, que los hacía gente de verdad, que esa gente podía morir en la misión. Entendía que personas reales, como yo, podían hacerlo, y que si moría haciéndolo no pasaba nada, que podía morir así. Y entonces dejó de ser un sueño y se convirtió en… en un objetivo. Una meta. Me entró un interés obsesivo por los astronautas que habían muerto. Supongo que la cosa empezó entonces”, le cuenta a Shaun, su colega americano.
El surgimiento de un gigantesco tifón es otro de esos momentos impactantes de la novela de los que os hablaba. La narración se desdobla en dos partes: una en la que se da cuenta del proceso, a través de las observaciones y la información que envían los protagonistas, y otro en el que se narra la tragedia que está acaeciendo en la zona de Malasia y las Filipinas, donde las poblaciones son evacuadas. En la isla de Samar vive un amigo de Pietro, el astronauta italiano, un pescador al que conoció en su luna de miel, en unas jornadas de submarinismo, y con el que sigue en contacto, al que ayuda. Ahora está en peligro y en vez de escapar, decide quedarse, fundirse con la isla junto a su familia, confiar en sobrevivir una vez más. Los relatos de uno y otro se mezclan en la distancia, los recuerdos del tiempo que pasaron juntos se engrandecen y construyen una bonita historia de amistad.

En la Tierra a nuestros protagonistas les esperan los afectos, pero también los conflictos, los asuntos aparcados, esperando ser resueltos, como el desamor en el matrimonio de Anton, consciente, mientras experimenta la belleza a su alrededor, de la brevedad de la vida, de la urgencia de tomar decisiones. Son interesantes las conversaciones que mantienen los protagonistas, las confidencias que comparten, las reflexiones acerca de la existencia de vida extraterrestre, de la necesidad de hallar consuelo en la compañía de otros. “Y así, entregada a la soledad, la curiosidad y la esperanza, la humanidad mira afuera y piensa que estarán en Marte, tal vez, los otros, y envía sondas. Pero Marte se presenta como un desierto helado de grietas y cráteres, así que quizá, en tal caso, se encuentren en el sistema solar más próximo, o en la galaxia más próxima, o en la siguiente”, leemos, y seguimos haciéndolo sobre las sondas Voyager, dos cápsulas enviadas al espacio interestelar llenas de imágenes y canciones a la espera de que alguien las encuentre.
Son muchos los pasajes que conmueven y cautivan en esta novela, por ejemplo esas páginas bellísimas, a las que he vuelto más de una vez, en las que se narra la experiencia de pasear por el espacio. En esta ocasión es Nell la que nos transmite sus sensaciones, la que da cuenta del proceso de adaptación, de la necesidad de no ofrecer resistencia, de ese momento en que “todo temor desaparece” y, en su lugar, emerge “una visión de tal esplendor que desgarra los sentidos”.
Nell recuerda sus sueños de volar, que la hermanan con sus compañeros, y “ese volar soñado” es la mejor analogía que tienen “para explicar que es moverse en el espacio”. En las charlas que mantienen los seis, también sale a relucir la sensación de estar en el vientre materno, de no “haber nacido todavía” que aflora al flotar en el espacio.
SON MUCHOS LOS PASAJES QUE CONMUEVEN Y CAUTIVAN EN «ORBITAL». HAY UNAS PÁGINAS BELLÍSIMAS EN LAS QUE SE NARRA LA EXPERIENCIA DE PASEAR POR EL ESPACIO, ESE MOMENTO EN QUE “TODO TEMOR DESAPARECE” Y, EN SU LUGAR, EMERGE “UNA VISIÓN DE TAL ESPLENDOR QUE DESGARRA LOS SENTIDOS”.
Es hechizante este tramo del camino que transmite una impresión casi milagrosa; pero el hechizo se deshace en otras páginas. Los astronautas no pueden cerrar los ojos y dejar de ver la verdad, lo que está sucediendo con el planeta: la contaminación, los cambios drásticos del clima, los deshielos, la basura lanzada al espacio… Son conscientes de que ellos mismos, en su cohete, han quemado, en el despegue, el combustible de un millón de coches. No pueden olvidar que existen las fronteras, las desigualdades, las guerras… No pueden dejar de pensar en “la fuerza bruta del afán humano”, en los malos frutos de la arrogancia. Bastan los párrafos que paso a transcribir para expresar la desesperación y la pena que se apoderan de la narración, que se mezclan con un poderoso sentimiento de amor, de acogimiento. Todo ello nos atraviesa mientras leemos.

“Y pronto, en todos ellos, arraiga un deseo. Es el deseo, no, la necesidad (alimentada por el fervor) de proteger esa Tierra enorme y sin embargo diminuta. Esa cosa cargada de una belleza tan milagrosa y bizarra. Esa cosa que, dada la escasa gama de alternativas, es inequívocamente su hogar. Un lugar sin límites, una joya suspendida en el vacío, dotada de un brillo asombroso. ¿Por qué no pueden los seres humanos encontrar la paz en sus relaciones entre sí? ¿Por qué no la encuentran con la Tierra? No es un deseo bondadoso, sino una exigencia indignada. ¿Por qué no podemos parar de tiranizar, destruir, saquear y dilapidar lo único que nos sostiene con vida?”
Hay un capítulo, correspondiente a la Órbita 13 (la novela se divide en 16 órbitas) que recorre rápidamente “el calendario cósmico y de la vida”. Arranca con el Big Bang y atraviesa las distintas etapas de la evolución hasta llegar a la existencia “bípeda”. Se abre una lista con los sucesivos descubrimientos del ser humano, sus religiones, sus inventos, sus culturas, sus genialidades, sus ideologías, sus logros y destrucciones… Leemos: “El tiempo avanza con su nihilismo acostumbrado, nos siega a todos, pasmosamente insensible a nuestra preferencia por vivir. Nos masacra. En otra fracción de segundo habrán pasado milenios y los seres de la Tierra se habrán convertido en postseres exoesqueléticos-cibernéticos-maquínicos-inmortales que exprimen la energía de alguna estrella desdichada hasta dejarla seca”.
«¿POR QUÉ NO PUEDEN LOS SERES HUMANOS ENCONTRAR LA PAZ EN SUS RELACIONES ENTRE SÍ? ¿POR QUÉ NO LA ENCUENTRAN CON LA TIERRA? NO ES UN DESEO BONDADOSO, SINO UNA EXIGENCIA INDIGNADA. ¿POR QUÉ NO PODEMOS PARAR DE TIRANIZAR, DESTRUIR, SAQUEAR Y DILAPIDAR LO ÚNICO QUE NOS SOSTIENE CON VIDA?», LEEMOS.
Esta visión, cercana a la ciencia-ficción, va seguida de una reflexión para nada optimista de las muchas cosas que pueden pasarle a la Tierra en un periodo corto de tiempo: el impacto de un meteorito, una estrella errante avasalladora, una excesiva inclinación del eje de rotación y todas sus demoledoras consecuencias. “Existimos ahora en una fugaz floración de vida y saber, un frenesí del ser que dura lo que un chasquido de dedos, y punto. Este veraniego estallido de vida es más bomba que brote. Estos tiempos fecundos pasan rápido”, sigo pasando las páginas.
Se acerca el final. Pienso en el milagro de estar vivos, del mismo modo que lo hacen los supervivientes del tifón. Pienso en la fragilidad de todo lo que nos rodea, de nosotros mismos, y en las mañanas de cada día que nos es regalado. Pienso en que esta novela, en vez de contarla, hay que sentirla, leerla. Frases, párrafos, me persiguen una vez cerradas sus páginas. Vuelvo a ellas. Aquí unas líneas:
“Y, pese a todo, el planeta es una sinfonía de luz, como si la luz surgiera de su núcleo, de sus entrañas…” / “Y es la Tierra bajo la luz del día lo que les llena de amor. La sencillez, libre de humanidad, de la Tierra y el mar. La manera en que el planeta parece respirar, un animal en sí y para sí. Es el girar indiferente del planeta en el espacio indiferente y la perfección de su esfera que trasciende todo lenguaje…”

Orbital ha sido publicada por Anagrama, con traducción de Albert Fuentes.
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