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jueves, 4 de diciembre de 2025

Petro / La Dignidad como Reemplazo de la Soberanía



La Dignidad como Reemplazo de la Soberanía: El Idealismo Cortical de Gustavo Petro y la Cruda Realidad del Poder

24 de septiembre de 2025

Mientras Gustavo Petro proclama desde la tribuna de la ONU que "los que no tenemos bombas y grandes presupuestos no somos escuchados aquí", formula sin saberlo la sentencia de muerte de su propio discurso. En esa confesión involuntaria de impotencia se encierra toda la tragedia del idealismo cortical contemporáneo: la creencia ingenua de que la dignidad moral puede sustituir al poder material, de que las palabras pueden reemplazar a los tanques, y de que los aplausos en un auditorio internacional compensan la ausencia de soberanía efectiva.


El discurso de Petro en la 80ª Asamblea General constituye un caso de laboratorio perfecto para diseccionar lo que Gustavo Bueno identificaría como una operación puramente cortical: la construcción de un universo de ideas, derechos y principios moralmente elevados, pero completamente desvinculados de la realidad material del poder. Su llamado a "unir ejércitos y armas para liberar a Palestina" mediante un "ejército de la salvación del mundo" votado por la Asamblea General "sin veto" no es solo una propuesta descabellada; es la antítesis misma del análisis materialista de la política.


Para comprender la dimensión cómica de esta operación cortical, debemos recordar que Gustavo Bueno dividía la realidad en tres capas ontológicas fundamentales. Está (m1) corresponde al mundo material concreto: territorio, recursos, industria, ejércitos, la capacidad física de controlar y defender un espacio. Luego (m2) abarca las subjetividades, emociones y representaciones mentales de los individuos. Finalmente,  (m3) incluye las abstracciones, ideas, normas jurídicas y construcciones conceptuales. La genialidad del materialismo filosófico radica en demostrar que m1 determina en última instancia a m2 y m3, no al revés. Por lo tanto los derechos y la soberanía nacen del eje basal, es decir, del poder material y de la fuerza para defender ese territorio y luego de ahí nacen  los derechos. Los derechos humanos, la dignidad y la justicia internacional son epifenómenos de la correlación de fuerzas materiales, no sus causas.


Petro, sin embargo, opera desde una inversión idealista completa. Su propuesta ignora por completo la capa basal del poder geopolítico: el Consejo de Seguridad y su derecho de veto no son un error de diseño democrático que pueda corregirse con buenas intenciones, sino la materialización institucional del equilibrio de poder surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Crear un ejército alternativo que pueda imponerse a las potencias nucleares requeriría que Estados Unidos, Rusia y China cedieran voluntariamente su soberanía a una entidad abstracta, algo que la historia materialista demuestra que jamás ocurre sin una derrota militar previa.


La ironía alcanza dimensiones shakespearianas cuando consideramos que el propio Petro admite tácitamente la primacía de m1 sobre m2 y m3 al confesar que "los que no tenemos bombas [...] no somos escuchados". Esta frase encierra una verdad materialista brutal que él mismo se niega a aplicar coherentemente. La soberanía efectiva no se deriva de la razón moral ni del reconocimiento jurídico, sino de la capacidad material de imponerse. Palestina, como entidad política, carece precisamente de ese poder basal: no tiene ejército propio, industria de defensa, alianzas estratégicas con peso real, ni control territorial efectivo. Las arengas de Petro no le proporcionarán bombarderos F-35, sistemas antimisiles Iron Dome o satélites de reconocimiento; son puro significante cortical flotando en el vacío.


El análisis morfosintáctico del discurso de Petro revela los patrones clásicos del populismo idealista. Su uso repetitivo de términos como "genocidio", "salvación del mundo" y "esperanza y paz" apela a emociones universales pero carece de definición operativa clara en el contexto de la fuerza que propone desplegar. La construcción maniquea que establece entre "los países que no aceptan el genocidio" (el bien) y los "genocidas" y sus aliados (el mal) oblitera las complejidades geopolíticas e históricas del conflicto, reduciéndolo a una telenovela moral apta para consumo doméstico.


Más revelador aún es su autoposicionamiento simultáneo como víctima y profeta. Se presenta como la voz de los "sin poder" mientras se erige en oráculo de la moralidad internacional. Esta operación retórica genera identificación emocional en sus seguidores pero evade sistemáticamente la responsabilidad de presentar una vía de acción materialmente viable. Es el marketing político en estado puro: vender esperanza sin capacidad de entrega, dignidad sin poder de enforcement, soberanía sin los medios materiales que la sostienen.


Llevar la propuesta de Petro al terreno de la realpolitik evidencia su carácter absurdo con una claridad cristalina. Un "ejército poderoso" capaz de intervenir militarmente en Oriente Medio requiere un presupuesto colossal y una cadena de mando unificada. ¿Quién lo financiaría cuando la propia ONU depende de las contribuciones de las potencias que Petro critica? ¿Cómo se resolverían las disputas estratégicas entre naciones contribuyentes con intereses divergentes? La idea de que países con recursos limitados como Colombia puedan sostener una fuerza militar capaz de imponerse a ejércitos nacionales modernos es materialmente insostenible, como lo sería pretender que una cooperativa de taxistas pueda competir contra SpaceX.


La propuesta de eludir el veto del Consejo de Seguridad mediante la Asamblea General choca frontalmente con la arquitectura basal de la Carta de la ONU. El derecho de veto no es un capricho antidemocrático, sino el reconocimiento institucional de que sin el consenso de las potencias nucleares, cualquier acción militar coercitiva puede desencadenar un conflicto global. Pretender ignorar este hecho es como pretender que las leyes de la física no aplican a los cohetes colombianos.


La paradoja final completa el círculo del absurdo: incluso en el escenario imposible de que esta fuerza se desplegara, ¿contra quién se enfrentaría exactamente? ¿Contra el ejército israelí, aliado clave de una potencia nuclear con veto permanente en el Consejo de Seguridad? Tal acción no sería una operación de paz, sino un acto de guerra contra un Estado soberano respaldado por el imperio generador dominante, con consecuencias impredecibles y probablemente catastróficas. La propuesta se autorrefuta por pura lógica materialista.


El comentario de la filósofa mediática  que declara su desinterés por defender las "rarezas retóricas" del presidente para enfocarse en "el proyecto de país y de mundo que propone" ilustra perfectamente el mecanismo psicológico que Gustavo Bueno habría identificado como la función social del idealismo cortical. Este fenómeno opera a través de dos mecanismos complementarios que refuerzan mutuamente la desconexión entre discurso y realidad.


Primero, el blindaje ético del líder. El alineamiento retórico con causas moralmente incuestionables como "detener un genocidio" inmuniza al dirigente contra la crítica sobre sus fracasos domésticos. Los seguidores pasan por alto las "rarezas retóricas" porque el relato cortical de convertir a Colombia en una "potencia mundial de la vida" les provee una justificación moral trascendente que compensa la mediocridad de la gestión concreta. Es más satisfactorio psicológicamente adherirse a un proyecto cósmico de salvación mundial que evaluar prosaicamente los resultados en seguridad, economía o infraestructura.


Segundo, la satisfacción psicológica del seguidor. Quienes apoyan este tipo de discursos pueden experimentar la gratificante sensación de pertenecer a una "comunidad moral" global que lucha por el bien desde la comodidad de la adhesión retórica. Es una forma de activismo de costo cero que no exige engagement real con las complejidades materiales del poder, pero proporciona una potente recompensa identitaria. Aplaudir la dignidad palestina desde Bogotá genera la misma satisfacción moral que donar a organizaciones benéficas: la sensación de haber contribuido al bien sin asumir riesgos reales.


Esta operación cortical cumple además una función política doméstica nada despreciable. Mientras Colombia enfrenta problemas materiales concretos como la violencia, la corrupción y el subdesarrollo económico, el discurso internacional permite al gobierno presentarse como actor global relevante. Es más fácil pronunciar discursos sobre la dignidad palestina que construir hospitales, carreteras o reducir los homicidios. La política exterior retórica compensa la impotencia doméstica: si no podemos resolver nuestros problemas, al menos podemos pontificar sobre los del mundo.


Para comprender la profundidad del error conceptual de Petro, es indispensable examinar el contraste con actores que sí comprenden la primacía de la capa basal. Israel, el objeto de sus diatribas, constituye el ejemplo paradigmático de cómo se construye soberanía efectiva en un entorno hostil. Frente al idealismo cortical de Petro, Israel despliega un pragmatismo materialista implacable que valdría la pena estudiar, independientemente de los juicios morales que pueda merecer.


La construcción del poder israelí no se basó en apelaciones a la dignidad o en discursos en organismos internacionales, sino en la comprensión clara de que la soberanía requiere tres elementos basales indispensables: capacidad militar autónoma, desarrollo tecnológico-industrial y alianzas estratégicas con potencias hegemónicas. Mientras Petro habla de ejércitos imaginarios, Israel desarrolló una industria de defensa propia que lo convirtió en exportador de tecnología militar de vanguardia. Mientras Petro apela a la comunidad internacional abstracta, Israel cultivó sistemáticamente su alianza con el imperio generador estadounidense hasta convertirse en indispensable para los intereses geopolíticos de Washington en el Rimland euroasiático.


La industria del software de espionaje israelí, ejemplificada por el caso Pegasus, y las conexiones con el complejo militar-tecnológico estadounidense no son accidentes sino productos de una estrategia coherente de construcción de poder material. Esto es soberanía efectiva: la capacidad de vigilancia, disuasión y acción militar que permite defender los intereses nacionales sin depender de la benevolencia ajena. La ausencia de fronteras definidas en el caso israelí no es una debilidad constitucional sino una estrategia basal deliberada que permite la expansión territorial progresiva sin rendir cuentas ante un derecho internacional que carece de capacidad de enforcement.


Incluso el apoyo israelí a agendas progresistas globales, aparentemente contradictorio con su carácter etno-nacionalista, responde a un cálculo estratégico sofisticado. Esta operación cortical cumple una función triple: primero, marketing imperial que presenta a Israel como baluarte de "valores occidentales" frente a un "Oriente bárbaro", legitimando su alianza con Estados Unidos y Europa; segundo, guerra psicológica que busca debilitar internamente a las sociedades árabes promoviendo valores que chocan con sus tradiciones; tercero, cortina de humo que oculta el carácter no democrático del tratamiento a los palestinos bajo control israelí.


Esta instrumentalización maquiavélica de la capa cortical demuestra una comprensión materialista superior a la de Petro: las ideas, derechos y valores son herramientas de poder, no fines en sí mismos. Mientras Petro cree genuinamente en la fuerza transformadora de sus palabras, los estrategas israelíes comprenden que el discurso solo tiene eficacia cuando está respaldado por la capacidad material de imponerlo o defenderlo.

El análisis de la trayectoria histórica que condujo a esta configuración geopolítica revela la persistencia de patrones estratégicos que Petro parece desconocer completamente. La teoría del Heartland de Halford Mackinder, formulada en 1904, estableció los fundamentos conceptuales de la estrategia anglo-estadounidense que domina el escenario internacional actual. Su formulación "quien controla Europa Oriental comanda el Heartland; quien controla el Heartland comanda la Isla Mundial; quien controla la Isla Mundial comanda el mundo" ha demostrado ser proféticamente precisa en su aplicación práctica.

La persistencia de la OTAN tras la disolución del Pacto de Varsovia confirma esta lógica geopolítica. Mientras el bloque socialista se desintegraba, la alianza atlántica no solo perduró sino que se expandió agresivamente hacia el este. Esta expansión no respondió a una amenaza militar inmediata, sino a la lógica de Mackinder: prevenir que cualquier potencia continental controle el Heartland euroasiático. La guerra en Ucrania es la materialización contemporánea de esta estrategia centenaria.

Francis Fukuyama cumplió un papel ideológico crucial al proclamar "el fin de la historia" tras el colapso soviético, legitimando intelectualmente la hegemonía liberal-democrática como forma final de organización política. Esta construcción cortical facilitó la expansión de la OTAN al presentarla no como imperialismo geopolítico, sino como extensión natural de la democracia. Sin embargo, el resurgimiento de Rusia bajo Putin, el ascenso de China y la emergencia de un orden multipolar han desmentido las predicciones fukuyamianas.

Israel funciona efectivamente como "portaaviones geopolítico" en el Rimland, proyectando poder occidental en una región crucial para el control del Heartland. Las operaciones israelíes en Gaza y Líbano no son meramente defensivas sino parte del diseño estratégico anglo-estadounidense que busca mantener la fragmentación del mundo árabe y prevenir su unificación bajo una potencia hostil a Occidente.

Este contexto geopolítico revela la ingenuidad fundamental de las propuestas de Petro. Su llamado a la "comunidad internacional" ignora que no existe tal entidad: solo existen Estados soberanos con intereses materiales específicos y capacidades diferenciadas de proyección de poder. La ONU no es un gobierno mundial en formación sino un teatro donde se escenifica la correlación de fuerzas entre imperios y estados. El veto estadounidense a cualquier acción contra Israel no es un fallo del sistema; es el sistema funcionando como fue diseñado para reflejar la realidad del poder.

La comparación con otros líderes que comprenden esta dinámica materialista resulta instructiva. Mientras intelectuales como John Mearsheimer han desarrollado marcos analíticos sofisticados para comprender la competencia entre grandes potencias, figuras como Alexander Dugin en Rusia o los teóricos geopolíticos chinos han articulado visiones estratégicas coherentes para resistir o competir con la hegemonía occidental. Estos pensadores pueden ser cuestionables moralmente, pero demuestran una comprensión materialista de la política internacional que contrasta dramáticamente con el idealismo cortical de Petro.

El caso de China resulta particularmente revelador. Frente a la estrategia occidental de contención militar mediante la OTAN, China ha desarrollado la Iniciativa de la Franja y la Ruta como herramienta material para integrar económicamente Eurasia. No apelan a la dignidad o los derechos humanos; construyen puertos, ferrocarriles y carreteras que crean interdependencias económicas reales. Es el materialismo aplicado a la geopolítica: cambiar la correlación de fuerzas mediante la construcción de infraestructuras, no mediante discursos.

La perspectiva histórica sobre las comunidades judías europeas proporciona otro ángulo para comprender la diferencia entre estrategias corticales y materiales de construcción de poder. Durante siglos, estas comunidades operaron como élites financieras transnacionales, desarrollando redes de capital y información que trascendían las fronteras estatales. Su estrategia no se basaba en apelaciones morales sino en volverse indispensables para el funcionamiento de los sistemas económicos y políticos de otros imperios.

El sionismo político representó la evolución dialéctica de esta estrategia: la conversión del poder financiero transnacional en proyecto territorial estatal. Theodor Herzl comprendió con claridad materialista que sin un Estado propio con ejército y territorio, los judíos permanecerían vulnerables. El sionismo es la negación práctica de la diáspora: el intento de cambiar la base material de la existencia judía de poder financiero en cortes ajenas a imperio territorial propio.

Esta transformación ilustra un principio materialista fundamental que Petro parece no comprender: el poder sin territorio es siempre precario. Las élites transnacionales, sin importar su capacidad económica, dependen en última instancia de la tolerancia de las élites territoriales que controlan los estados. La única manera de garantizar la supervivencia a largo plazo es construir una base territorial propia defendible militarmente.

La obra de Shlomo Sand sobre "la invención del pueblo judío" revela cómo las narrativas históricas funcionan como herramientas corticales para legitimar proyectos materiales. La narrativa del "pueblo elegido" eternamente exiliado y destinado a retornar a su tierra ancestral no es descripción histórica objetiva sino construcción ideológica destinada a justificar la conquista territorial. Sin embargo, lo genial del proyecto sionista es que logró hacer esa invención cortical realidad material: hoy Israel tiene armas nucleares y control territorial efectivo.

Esta operación demuestra la relación dialéctica compleja entre las capas M1, M2 y M3 en la construcción de soberanía. Las narrativas corticales pueden ser ficticias en su origen pero generar efectos materiales reales cuando están respaldadas por la voluntad y capacidad de construcción de poder basal. El "pueblo judío" pudo haber sido una invención nacionalista del siglo XIX, pero esa invención produjo un ejército real, una economía real y un territorio real.

Petro opera en dirección contraria: parte de narrativas corticales virtuosas pero carece de la voluntad o capacidad para generar los efectos materiales correspondientes. Su discurso sobre la dignidad palestina no se traduce en apoyo militar, económico o diplomático efectivo para la construcción de poder palestino. Es pura performatividad cortical sin consecuencias basales.

La crisis contemporánea de la ONU confirma la obsolescencia del marco conceptual en el que se mueve Petro. La organización enfrenta una crisis existencial en el contexto de la transición hacia un orden multipolar. El conflicto entre globalistas y soberanistas ha dejado a la institución sin consenso básico sobre su función y legitimidad. Las propuestas de reforma profunda requieren consenso entre potencias que tienen intereses fundamentalmente opuestos, algo materialmente imposible sin una reconfiguración previa de la correlación de fuerzas global.

Los analistas identifican tres escenarios para la ONU: reforma profunda, marginalización progresiva, o fragmentación en bloques geopolíticos. La mayoría considera que debe adaptarse radicalmente o enfrentar la irrelevancia. Sin embargo, ninguno de estos escenarios incluye la transformación en gobierno mundial que implícitamente presuponen las propuestas de Petro.

La emergencia de organismos alternativos como BRICS+, la Organización de Cooperación de Shanghái o las alianzas regionales específicas demuestra que los estados buscan marcos institucionales más acordes con sus intereses materiales concretos. Estos organismos no apelan a valores universales abstractos sino a complementariedades económicas y estratégicas específicas. Es el triunfo del materialismo geopolítico sobre el idealismo multilateralista.

El proyecto de Petro de convertir a Colombia en "potencia mundial de la vida" mediante discursos moralizantes en organismos internacionales representa exactamente la inversión idealista que el materialismo filosófico identifica como error categorial fundamental. La potencia mundial no se construye con declaraciones sino con capacidades: industria, tecnología, recursos energéticos, capacidad militar, alianzas estratégicas, influencia económica.

Colombia podría efectivamente convertirse en potencia regional relevante, pero no mediante la ruta que propone Petro. Requeriría desarrollo industrial acelerado, diversificación económica, fortalecimiento institucional, construcción de capacidades tecnológicas propias y articulación de alianzas estratégicas regionales basadas en intereses materiales complementarios. Nada de esto se logra con performances morales en Nueva York.

La comparación con países que han logrado saltos de desarrollo históricos resulta instructiva. Corea del Sur no se convirtió en potencia tecnológica apelando a la dignidad sino mediante planificación estatal, inversión masiva en educación e innovación, y alianza estratégica con Estados Unidos durante la Guerra Fría. Singapur no se transformó en hub financiero asiático mediante discursos humanitarios sino a través de políticas pragmáticas de atracción de capital y construcción de capacidades logísticas. China no ascendió a superpotencia global mediante apelaciones a la comunidad internacional sino a través de reformas económicas internas y estrategia geopolítica de largo plazo.

Todos estos casos demuestran el mismo principio materialista: la soberanía efectiva se construye desde adentro hacia afuera, no desde afuera hacia adentro. Los países exitosos primero resuelven sus desafíos domésticos de desarrollo y luego proyectan ese poder hacia el exterior. Petro opera en dirección inversa: busca reconocimiento internacional como sustituto de construcción de poder doméstico.

La filosofía materialista de Gustavo Bueno proporciona las herramientas conceptuales para comprender por qué esta inversión está condenada al fracaso. Su crítica del universalismo abstracto heredado de la Revolución Francesa demuestra que los supuestos valores universales son proyecciones particulares de intereses específicos de ciertas sociedades políticas. Los "derechos humanos universales" y la "democracia liberal" funcionan como herramientas ideológicas para legitimar el control geopolítico real ejercido por las potencias que pueden imponerlos militarmente.

Esta crítica se aplica directamente al discurso de Petro sobre Palestina. Las potencias occidentales invocan principios universales mientras aplican sistemáticamente dobles estándares basados en consideraciones geopolíticas concretas. Estados Unidos puede denunciar "violaciones de derechos humanos" en países adversarios mientras apoya incondicionalmente las acciones militares de sus aliados. Esta no es hipocresía sino materialismo aplicado: los valores morales se subordinan a los intereses estratégicos cuando hay conflicto entre ambos.

La soberanía, para Bueno, no es un derecho sino una capacidad: la capacidad material de controlar un territorio, defender una población y proyectar poder hacia el exterior. Los estados soberanos son aquellos que pueden tomar decisiones independientes porque poseen los medios materiales para implementarlas y defenderlas. Los estados no soberanos son aquellos que, independientemente de su reconocimiento jurídico formal, dependen de potencias externas para su supervivencia.

Bajo este criterio materialista, Colombia es un estado de soberanía limitada que depende de Estados Unidos para su seguridad externa, de mercados internacionales para su economía, y de instituciones financieras globales para su estabilidad macroeconómica. Esta dependencia material no se supera con performances morales sino con construcción sistemática de capacidades autónomas.

La propuesta de Petro de liderar una coalición internacional para la "salvación del mundo" ignora esta realidad basal. Un país de soberanía limitada no puede liderar nada significativo en el escenario internacional porque carece de los recursos materiales para sostener compromisos de largo plazo. Es como pretender que un gerente de sucursal dirija la estrategia corporativa global.

El análisis materialista revela además la función real que cumple este tipo de discursos en la política doméstica colombiana. La retórica internacionalista permite al gobierno presentarse como actor global relevante mientras evita confrontar los desafíos materiales concretos del desarrollo nacional. Es más gratificante psicológicamente para los líderes y sus seguidores sentirse parte de una cruzada moral global que enfrentar la prosaica tarea de construir carreteras, hospitales, universidades y capacidades productivas.

Esta operación cortical cumple además una función de legitimación ante élites intelectuales progresistas que valoran más la corrección moral que la eficacia práctica. El alineamiento con causas globalmente virtuosas compensa la mediocridad de los resultados domésticos y proporciona capital simbólico ante audiencias internacionales. Es el equivalente político del virtue signaling: demostrar adhesión a valores correctos independientemente de la capacidad real de implementarlos.

Sin embargo, esta estrategia tiene un costo de oportunidad enorme. El tiempo, energía y recursos políticos invertidos en performances internacionales podrían dedicarse a la construcción de capacidades materiales reales. Cada discurso en la ONU representa horas de trabajo presidencial que no se invierten en coordinación de políticas domésticas de desarrollo. Cada iniciativa diplomática simbólica absorbe recursos burocráticos que podrían canalizarse hacia la implementación de reformas estructurales.

La tragedia del idealismo cortical de Petro no radica solo en su ineficacia para resolver los problemas que pretende abordar, sino en su función como obstáculo para abordar los problemas que sí podría resolver. Colombia enfrenta desafíos materiales concretos que requieren atención presidencial sostenida: violencia, corrupción, pobreza, desigualdad, informalidad económica, debilidad institucional. Estos problemas no se resuelven con discursos morales sino con políticas públicas efectivas, inversión en capacidades estatales y coordinación intersectorial persistente.

La construcción de soberanía efectiva requiere lo que podríamos llamar "aburrimiento materialista": la disciplina de enfocarse sistemáticamente en variables prosaicas como productividad, educación técnica, infraestructura física, fortalecimiento judicial, modernización militar y diversificación económica. No genera titulares internacionales espectaculares pero produce resultados materiales acumulativos que eventualmente se traducen en capacidades de acción autónoma.

La experiencia histórica demuestra que los países que lograron saltos de desarrollo significativos lo hicieron mediante esta vía materialista, no mediante liderazgo moral internacional. El "milagro coreano" se basó en planificación estatal disciplinada, inversión masiva en capital humano y físico, y aprovechamiento pragmático de oportunidades geopolíticas. El "modelo singapurense" combinó pragmatismo económico, meritocracia administrativa y realismo geopolítico. El "ascenso chino" ha sido producto de reformas económicas graduales, inversión en infraestructura e innovación, y estrategia geopolítica paciente.

Ninguno de estos casos se caracterizó por liderazgo moral global o discursos humanitarios en organismos internacionales. Todos privilegiaron la construcción de capacidades materiales sobre las performances corticales. La lección para Colombia es clara: la soberanía efectiva se construye desde adentro mediante trabajo sistemático sobre variables materiales concretas, no desde afuera mediante reconocimiento moral internacional.

El discurso de Petro en la ONU representa, en última instancia, la confusión categorial entre medio y fin que caracteriza al idealismo político. Los organismos internacionales son instrumentos que los estados utilizan para avanzar sus intereses materiales, no fines en sí mismos que determinen los intereses estatales. La dignidad, los derechos humanos y la justicia internacional son productos derivados de la soberanía efectiva, no sus fundamentos.

Un estado soberano puede permitirse el lujo de la generosidad moral porque posee los medios materiales para sostenerla. Un estado dependiente que pretende ejercer liderazgo moral sin capacidades materiales correspondientes se condena a la irrelevancia internacional y al subdesarrollo doméstico. Es la diferencia entre la filantropía del millonario y las fantasías caritativas del indigente.

La cruda realidad que Petro se niega a enfrentar es que "los que no tenemos bombas y grandes presupuestos no somos escuchados" no por injusticia moral sino por lógica material. El sistema internacional se organiza alrededor del poder efectivo, no de la rectitud ética. Esta no es una desviación corrupta de un ideal democrático sino el funcionamiento normal de un sistema anárquico de estados soberanos.

Mientras Petro continúe operando bajo la ilusión de que la dignidad puede reemplazar a la soberanía, de que las palabras pueden sustituir a las capacidades, de que el reconocimiento moral puede compensar la debilidad material, Colombia permanecerá atrapada en la periferia del sistema internacional: aplaudiendo las performances corticales de su líder mientras las potencias reales continúan moldeando el mundo según sus intereses y capacidades.

La verdadera dignidad nacional no se mendiga en los organismos internacionales; se construye mediante el trabajo disciplinado de generaciones enfocadas en desarrollar las capacidades materiales que hacen posible la acción autónoma. Hasta que los líderes colombianos no comprendan esta lección materialista elemental, el país continuará siendo espectador de una historia que otros escriben con acero, petróleo y voluntad de poder.

En el teatro de la geopolítica mundial, Petro ha elegido el papel de comentarista moral en lugar del de protagonista material. Es una elección comprensible desde la perspectiva de la gratificación psicológica inmediata, pero condenada al fracaso desde la perspectiva de la construcción de poder efectivo. La historia no la escriben los dignos sino los poderosos, y el poder no se conquista con discursos sino con capacidades. Esa es la lección materialista que Gustavo Petro se obstina en ignorar, condenando a Colombia a permanecer en la periferia de un mundo que otros construyen mientras él habla.


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